Una escala es una escala es una escala.
Por supuesto que no es lo mismo una escala de una hora y media en un aeropuerto monstruoso, cuando lo único que nos toca hacer es correr de una terminal a la otra para no perder la conexión, que un largo paréntesis de tiempo muerto en el que podemos leer, comer algo, buscar sin éxito un wifi abierto y otros placeres módicos que ofrece el más renombrado de los "no lugares". Y luego está el caso excepcional, que solo ocurre muy esporádicamente: medio día o un día completo entre un vuelo y el siguiente, que nos empuja a salir a la ciudad y recorrerla con la desesperación del adicto que tiene poco tiempo para consumir la dosis completa.
Eso me sucedió una sola vez, en 2014. Venía de pasar una semana con mi madre en San Francisco, era la primera vez que pisaba suelo norteamericano, y volvía a Buenos Aires en un vuelo distinto al de ella. El mío, adquirido a través de una agencia de turismo de dudosa legalidad, era intrincado y contemplaba una parada de 24 horas en Dallas, Texas. 24 horas exactas: el número perfecto, sospechosamente redondo, el arco biológico de un día de amanecer a amanecer fue una tentación irresistible y ese fue el pasaje que compré. Además, era el más barato.
En las horas previas a descender en la ciudad en la que mataron a Kennedy, solo tenía clara una cosa: iba a alquilar un auto e iba a dormir en un motel de la ruta. Aterricé entonces con esas consignas, axiomas simples pero a los que no estaba dispuesto a renunciar. Para ser más honesto, lo que tenía claro era que iba a sumergirme durante un largo día en todos y cada uno de los clichés del american way of life que había consumido durante treinta años desde los televisores, los libros y los cines de mi lejana ciudad. Iba a comprobar, poniendo el cuerpo, si algo así fuera posible, de qué se trataba esa vida un tanto excesiva que en la segunda mitad del siglo XX se consolidó como hegemonía cultural de occidente.
En la oficina de alquileres de auto del aeropuerto pagué por el modelo más económico pero, cuando me condujeron al playón donde están estacionados, comprobaron que el que había pedido no estaba disponible y me entregaron, por el mismo precio, un Volvo negro, polarizado, de alta gama, con dos caños de escape. No sé mucho de autos, pero era evidente que estaba ante un ejemplar, cuanto menos, lujoso. Arranqué, apreté con pie vacilante el acelerador y rápidamente estaba en el lugar en el que pasaría la mayor parte mis siguientes 24 horas, quizás el único lugar más o menos habitable de esa ciudad sin ciudad: una autopista de ocho carriles sin fin, una especie de autopista-utopía que no tenía principio ni desenlace.
En mi libreta mental de expectativas norteamericanas, el alquiler de vehículo ya estaba tachado, y el motel de la ruta fue muy sencillo de conseguir, en principio porque casi todo está sobre la autopista. El restaurant de la autopista, el mall de la autopista: una vida erigida sobre el borde de ocho carriles de doble dirección. Estacioné, como indica el manual de buenas costumbres, en la mismísima puerta de mi habitación y me tiré un rato a la cama a descansar y planificar mis pasos siguientes.
En Páginas coloniales, su libro de viajes, Rafael Gumucio ensayó una vindicación del viaje relámpago: "Ocurre con los países. Hundirse en ellos no ayuda más a comprenderlos que visitarlos de prisa, soñarlos de lejos y sólo pisar su suelo para confirmar prejuicios. Los prejuicios suelen encontrar siempre confirmación: en Francia la gente come baguettes y conversa largamente sobre vino y queso, los españoles comen paella y van a los toros, y en Latinoamérica hay guerrilleros y narcotraficantes y políticos corruptos por doquier".
Salí de la habitación cuando estaba anocheciendo y en apenas dos horas confirmé varios de mis prejuicios más arraigados, que vaya a saber uno desde cuándo estaban alojados en la caja negra de mi inconsciente. El primero fue gastronómico: solo encontré sitios para comer hamburguesas con papas fritas, pero no había ido a Texas a buscar nouvelle cuisine francesa. Cené en un Denny´s, y recargué rigurosamente mi vaso inmenso de Coca Cola hasta que mi cuerpo estuvo ya completamente colmado de carne picada, papas con aceite y bebida azucarada con gas. Sentado solo en la mesa de ese diner, pude observar el abanico étnico y cultural que me rodeaba, mucho más amplio y variado que el de Buenos Aires. Jóvenes negros, señores blancos de ropa tejana que podrían estar afiliados al Ku Klux Klan, chicos mexicanos y mucha gente sola, en una soledad mucho más ruidosa y triste que la que se ve en las ciudades del Río de la Plata. La soledad de los lugares gigantes, de los países inmensos.
El segundo prejuicio que comprobé esa noche fue urbanístico. Cuando terminé de cenar, le pregunté a la camarera cómo llegar a la ciudad. Había cenado en ese diner al costado de la autopista y buscaba un lugar para caminar un rato, mirar vidrieras, confundirme entre la gente que toma algo en mesas en la vereda. Pero la mujer me miró algo extrañada, caviló la respuesta, y la soltó: "Esto es la ciudad".
El decurso de aquella noche inaugural me depositó en un lugar de lo más singular: un enorme cabaret, de tres pisos, atiborrado de hombres con camisetas de básquetbol y gorras de béisbol. Tomaban cerveza de vasos enormes de plástico y repartían su atención entre las pantallas que emitían deportes y las chicas que bailaban sobre los escenarios. No soy un hombre de cabarets, pero estaba en Dallas, Texas, y tenía que verlo todo. Coloqué un billete de cinco dólares en la ropa interior de una chica que me miró y su mirada contenía una especie de lejanía, como si su cuerpo estuviera ahí pero su conciencia estuviera en otro lado, quizás más allá de la autopista y de esa "ciudad".
El día siguiente, entre el desayuno y la vuelta al aeropuerto, lo dediqué a comprar cosas compulsivamente y fagocitar los centros comerciales, uno más parecido al otro. ¿Qué más podía hacer? Vi rebajas escandalosas, vi gente cargando cajas de televisores en camionetas de tamaño imposible, vi familias llenando maletas vacías con compras y más compras, vi también algunos homeless y gente caída del sistema, que en un país como Estados Unidos producen un contraste brutal y exponen de manera nítida eso que llamamos desigualdad. El que se cae, ahí, ya no se levanta, y son entonces como muertos caminando entre los vivos.
También escuché algo: en la entrada de un centro comercial, padre y tres hijos, todos latinoamericanos, ingresaban por la misma puerta que yo.
–Papá, ¿ya estarán las zapatillas que quiero?
–In english hijo, in english. Recuerda: Now we are americans.
Yo iba en busca de todos los clichés norteamericanos y no se si los encontré. Supongo que sí, aunque posiblemente el árbol me tapó el bosque. Finalmente, una escala es una escala.