Columna de Nona Fernández: El gran chiste
No hay lugar por el que transite, en las tres comunas de Santiago que he cruzado, donde la fiesta, la protesta y el reclamo no estén encendidos. Pero sé lo que pasará en unos momentos. Lo adivino porque mi memoria es tozuda y hace de oráculo en este déja vù autoritario en el que circulamos. Nos culparán. Nos dirán otra vez que la responsabilidad es nuestra. Condenarán la violencia como si no fueran ellos con su brutalidad sistematizada los que la incitan.
Escribir con la ropa pasada a lacrimógena. Intentar procesar el latido de la calle cuando aún eres parte de ella, cuando los pies siguen ahí, huyendo de los carros lanza-agua, avanzando sin certezas, refugiándose en el resto, que son otras y otros como nosotros, un grupo de más nosotros que marchamos haciéndole el quite al humo y los carabineros. Es una fiesta, una protesta y un reclamo. Nadie lo organizó, es una explosión callejera. Y hay gritos, y cantos, y cacerolas, y fuego, y golpes. Y frente a La Moneda, junto al teatro en el que trabajo, un hombre le dice a un carabinero que no comprende por qué protege los privilegios que a él nunca le corresponderán. Desclasado, le dice, y una mujer le grita que nos estamos matando, nos estamos suicidando por tanta desigualdad. Así dice.
Camino desde Morandé, en el centro de Santiago, hasta mi casa en Ñuñoa. Horas de caminata. Veo jóvenes con la cara pintada como el Joker que gritan que este es un mejor remate para el gran chiste. Pienso cuál es ese gran chiste. ¿El alza del pasaje del transporte público? ¿Las posteriores declaraciones del ministro a propósito? ¿Las pensiones de nuestros jubilados? ¿El estado de nuestra educación pública? ¿De nuestra salud pública? ¿Nuestra agua que no nos pertenece? ¿La ridícula concentración de los privilegios para un grupo minoritario? ¿La constante evasión de impuestos de ese mismo grupo minoritario? ¿La constitución ilegítima que nos rige? ¿Nuestra pseudodemocracia? Las posibilidades son infinitas, y mientras veo que se acerca un camión lanza-aguas, mi cuerpo, instintivamente, con una sabiduría escondida en él por años, corre, se esconde, se cubre la cara, y logra sortear la situación una vez más. Igual que ayer. Igual que anteayer. ¿Cuántos años llevo escondiéndome del agua sucia de un guanaco? ¿Cuántos seguiré haciéndolo? Avanzo entre caceroleos, bocinazos, barricadas. No hay lugar por el que transite, en las tres comunas que he cruzado, donde la fiesta, la protesta y el reclamo no estén encendidos. Pero sé lo que pasará en unos momentos. Lo adivino porque mi memoria es tozuda y no sólo me salva del agua sucia, también hace de oráculo en este déja vù autoritario en el que circulamos. Nos culparán. Nos dirán otra vez que la responsabilidad es nuestra. Condenarán la violencia como si no fueran ellos con su brutalidad sistematizada los que la incitan. Y nos golpearán en nombre del orden público y la paz ciudadana. Y nos dispararán mañana igual que hoy. Igual que ayer. Igual que siempre.
Llego a mi casa luego de tres horas y media de caminata. Desde afuera escucho el ruido insistente, estrepitoso y tenaz de las cacerolas. En las noticias veo que el presidente Sebastián Piñera ha decretado Estado de Excepción Nacional. Los militares saldrán a la calle una vez más. Como ayer. Una nueva línea para el gran chiste. Ojalá el remate no nos duela tanto.
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