Hay un mito fundacional en todo esto, por supuesto, en esto de los ojos, en la enfermedad, en eso que lleva a la narradora de esta historia a lamentar la muerte de su oculista. Así empieza todo, con la repentina muerte del oculista Balzaretti, un hombre especializado en estrabismo, un problema ocular asociado a la infancia. Pero a la narradora de El trabajo de los ojos —que podríamos pensar que se parece mucho a Mercedes Halfon (1980), la autora— no quisieron operarla cuando era niña, por lo que ahora, cuando empieza el libro, ya es una mujer que supera los 30 años y que sufre estrabismo, astigmatismo e hipermetropía. Y todo esto tiene, cómo no, un mito fundacional, un origen algo difuso, un relato oral que traspasa el tiempo y que dice que su estrabismo se produjo por un accidente: “A pesar de que hay una predisposición genética, en mi familia se dan grandes discusiones acerca de cómo empecé con el estrabismo. Yo no nací así. Mi abuela sostenía que el ojo se me había movido hacia adentro a raíz de una caída por las escaleras, en medio de una reunión familiar. Era una historia de mi abuela, que leía permanentemente novelas de suspenso y amor…”, escribe Halfon para luego añadir más detalles: “La familia estaba distraída brindando por la vuelta de la democracia. Uno de mis tíos puso en el tocadiscos la marcha peronista, tanto tiempo acallada. Las copas se llenaron de vino, se alzaron, chocaron, gotearon sobre el mantel. Todos cantaban de pie al mismo volumen con que venían hablando, sin escucharse entre ellos. Amortiguado por la euforia de la casa se filtró el llanto de una beba que rodó por las escaleras. Ella, mi abuela, es la que intuyó algo raro, bajó despacio agarrada de la baranda de madera y me vio: llorando y bizca para siempre. Yo no tengo el más mínimo recuerdo”.
El trabajo de los ojos apareció en Argentina en 2017 (por Entropía), y hace unos meses empezó a circular por librerías chilenas gracias a Lecturas Ediciones. Por estos días, también, apareció en España (Las Afueras), y el libro se ha llenado de elogios: "Todo en este maravilloso librito atenta contra los saberes rotundos y objetivos. La escritura se mueve en zigzag, en fragmentos breves, ágiles. La mirada se deja metaforizar por los demás sentidos y se convierte en un tanteo, un conocimiento más rico", escribía hace unos días el crítico Carlos Pardo en El País.
Es, como dice él, un libro maravilloso, sorprendente e inesperado. Elvio Gandolfo lo describe así: "Los 57 fragmentos que constituyen el delgado librito no son diario, ni autobiografía, ni prosa fragmentaria, y son todo eso a la vez". Y Mauro Libertella añade: "El trabajo de los ojos, entonces, por su naturaleza salteada, es un libro que se sostiene sobre un castillo de naipes, que cualquier viento podría derribar. La prosa, en el sentido puramente estilístico del término, es clave en este sentido: el tono es lo que hibrida al conjunto, el hilo dorado que zurce lo que de otro modo estaría separado".
El genial artista argentino Eduardo Stupía lo define como una "delicada autobiografía ocular" y se suma a los elogios que en distintos textos han desplegado escritores como Fabián Casas y Luis Chitarroni sobre este primer libro que no parece un debut, sino más bien otra pieza de una obra que pareciera llevar muchos años construyéndose.
Habría que detenerse en esa madurez inesperada, pero más aún en el arrojo de escribir un primer libro que atraviesa los géneros con una libertad admirable. No se escriben primeros libros así por estos lados, puede pensar un lector al llegar al último fragmento de El trabajo de los ojos: es una historia familiar, la vida de los ojos, y una protagonista que vive su maternidad con la preocupación de que su hijo herede alguno de sus males. Pero no hay queja en estas páginas, hay una ironía muy fina, un risa y una voz cómplices con el lector, que le permiten atravesar esta historia con un goce permanente. Se avanza por recovecos autobiográficos, mientras la autora convoca otras voces, otras historias que ramifican esta indagación en los ojos: Borges, Cortázar, Joyce, Sartre, Néstor Kirchner, Georg Bartisch —el primer oftalmólogo de la historia—, Louis Braille y Joseph Plateau, ese científico de la visión que perdería la vista tras mirar fijamente al sol. Un hombre que moriría años después, pasado los 80, pero que no dejó nunca, a pesar de su ceguera, de trabajar. "Es la historia de alguien tan entregado a desentrañar los misterios de la visión que queda encandilado por el conocimiento y la luz. Tal vez en su ceguera haya seguido percibiendo esos dibujos que lo intrigaban. Encontró una ley mirando fijamente al sol. No se me ocurre una actitud más persistente. La obsesión o la persistencia es eso: dibujar algo en el lado interno de los ojos".
Se podrían citar y citar fragmentos de El trabajo de los ojos, pero ya hay que ir cerrando este texto y quizá sea bueno volver a esa idea de la libertad, a esa idea de que Mercedes Halfon escribe un primer libro asombroso, un primer libro que atraviesa los géneros con una libertad admirable. No hay, en la narrativa chilena reciente, un libro debut de estas características. Uno podría pensar en los primeros libros de algunas autoras mexicanas —Valeria Luiselli, Verónica Gerber, Jazmina Barrera— o en la argentina María Gaínza o en libros recientes como Somos luces abismales, de la colombiana Carolina Sanín, o en Permanente obra negra, de la también mexicana Vivian Abenshushan. Libros que parecieran estar escritos en una lengua privada, ajena a las convenciones, a los deseos del mercado, a la tiranía de los géneros. No hablo de relatos únicamente autobiográficos —como los que abundan por estos lados—, hablo de una suma de indagaciones estéticas, de una pregunta constante por el lenguaje y las formas, por un goce que atreviese la escritura, como ocurre en El trabajo de los ojos.
Y no deja de ser raro, pues la tradición de la narrativa chilena está llena de pequeños objetos inclasificables, de libros excéntricos, de autores rarísimos a los que quizá ya sea hora de volver: Emar, Lihn, Huneeus, Wacquez. Volver a leer a González Vera, a Marta Brunet, a Carlos Droguett.
Y la lista podría seguir, por supuesto.
Pero mejor volver a los ojos.
Quién sabe si Mercedes Halfon ha leído los ensayos del fotógrafo japonés Takuma Nakahira; seguramente la interpelarían. Hay algo en la mirada de Nakahira —y en sus reflexiones— que resuena en el libro de Halfon. ¿Qué significa mirar?, escribe en un texto el japonés, y lanza otra pregunta: "¿No consiste la acción de mirar en convertirnos nosotros mismos en nuestra propia mirada y, de este modo, desmantelar ni más ni menos que el contenido, el significado que hasta ahora creíamos estar observando y, así, derrumbar nuestro propio yo y al mismo tiempo ir creándolo indefinidamente?".
La respuesta a esa pregunta, quizá, se encuentra en este libro hermoso que ha escrito Mercedes Halfon.