Cuando se apagan las cámaras de televisión y los periodistas guardan sus micrófonos, la vida ocurre o, mejor dicho, sigue ocurriendo: son las siete de la tarde del jueves 31 de octubre y en Plaza Ñuñoa la gente golpea sus cacerolas, grita, silba, canta, no se detiene. Han pasado varios días desde que todo explotara; ahora ya no hay miles de manifestantes -como ocurrió en los días más intensos: tres mil, cuatro mil, cinco mil personas-, pero sí un grupo consistente, que desde que empezaron las protestas han irrumpido en esa plaza familiar, tranquila, rodeada de restaurantes, edificios y varios boliches de toda la vida.
De esos días intensos -cuando los medios se obsesionaron con la plaza y la convirtieron en un lugar ejemplar- quedan algunas imágenes, videos y varios rayados que funcionan como cicatrices -el lenguaje que cubre las calles y que forma un relato coral de todas las protestas-. Hay uno que encierra, de hecho, muchas de las contradicciones que se vivieron en este lugar: "Ñuñoa vacila/Chile recibe balas".
Aquí también hubo balas y lacrimógenas. Cualquiera que se haya quedado en la plaza después de que empezara el toque de queda lo sabe perfectamente; los que vivimos a unas cuadras de la plaza, sobre todo. Pero es cierto: los guanacos, los zorrillos, la policía, los militares aparecían cuando ya buena parte de los manifestantes nos habíamos retirado de la plaza. En la tarde, bajo el sol, cuando éramos miles, no intervenían, y entonces en ese solo gesto de permitir que las manifestaciones fueran pacíficas -como lo han sido en su gran mayoría (esto no hay que dejar de repetirlo una y otra vez)- se puede leer uno de los problemas que hizo que explotara esta crisis: los privilegios, la clase, ese orden social que ha convertido las desigualdades en una mala costumbre. Así funciona: mientras en Plaza Italia, en el centro y en otras comunas se reprimía ferozmente, en Plaza Ñuñoa todo parecía perfecto, limpio y pacífico. Y lo era sobre todo porque ahí el guanaco y las Fuerzas Especiales no irrumpían con su violencia. Hay que ser claros: las protestas en Plaza Ñuñoa resultaban ejemplares por eso y no porque la gente fuera distinta a los miles que se manifestaban en otros lugares de Santiago y de Chile. Los medios se aferraron a esa idea injusta -algunos diarios y, sobre todo, la televisión-, lo que, por supuesto, generó discusiones e incomodidades entre los propios manifestantes. No creo que hayamos sido pocos los que pensábamos en esas contradicciones mientras seguíamos ahí, protestando, pero sabiendo que una vez más estábamos siendo privilegiados.
Quizá uno de los mayores problemas de este país es la poca autoconciencia social que tiene la clase privilegiada. "Tienen mucha conciencia de sus méritos, pero poca de sus privilegios", escribió alguna vez por ahí el dramaturgo Luis Barrales, mucho antes de que una buena parte de Chile saliera a la calle a exigir un país más justo.
La Plaza Ñuñoa, entonces, estaba llena de contradicciones: un día se organizaba un "cacerolazo cultural" y por momentos -por escasos momentos, hay que decirlo- todo parecía una fiesta -cuando sabemos que nada de esto es una fiesta-, pero al día siguiente uno podía ver a un hombre sosteniendo un retrato de Marx junto a un papel en el que leíamos: "Toda historia de la sociedad humana es una historia de lucha de clases". Las contradicciones estaban ahí y uno mismo las sentía, pero al final de la noche, cuando aparecía el guanaco y empezaba la represión, uno pensaba: mejor que la plaza esté llena, siempre, todos los días, gritando y caceroleando.
Esa era una certeza que no se iba a transar.
Después vino ese día hermoso e inefable que fue el viernes 25 de octubre -más de un millón de personas marchando en Santiago- y la atención mediática abandonó Ñuñoa, pero las protestas no se han detenido. Ese mismo viernes, después de haber estado en Plaza Italia, muchos volvimos caminando a casa y avanzamos por Irarrázaval hasta Plaza Ñuñoa, donde la gente seguía caceroleando, con fuerza, con el ánimo suficiente como para dejar en claro que esto iba a seguir.
Y ha seguido.
Ya no hay cámaras de televisión, ni drones, ni periodistas, pero sí hay personas -familias, jóvenes, vecinos- que siguen protestando de diversas formas: cacerolazos, barricadas, música, cabildos. La plaza convertida en un espacio de encuentro, de diálogo: un espacio político. La plaza convertida, también, en un lugar de recogimiento: las velatones por los caídos, por los asesinados, por los detenidos, por los torturados.
Es cierto: en estos días han vuelto a abrir los restaurantes, los bares, los negocios. La plaza está limpia, han borrado muchos de los rayados, hay una apariencia de normalidad, el olor a lacrimógena empieza a bajar. Pero los vestigios de un movimiento que está vivo siguen ahí, por supuesto. En el Teatro UC, por ejemplo, los rayados están intactos y se lee en una de sus cortinas metálicas: "Aquí están las voces de la gente #noseborranosepinta. El Teatro UC reconoce las demandas ciudadanas".
Algo se quebró para siempre esa madrugada del sábado 19 de octubre, cuando Sebastián Piñera decidió sacar a los militares a las calles. Pero también es cierto que algo nuevo surgió: volvimos a reunirnos fuera de casa y a hablar de política, volvimos a pensar que algo teníamos que decir respecto del futuro. Porque en Plaza Ñuñoa -y en las plazas de todas las otras comunas- ocurrió eso: que, aunque sea por un momento, volvió a surgir algo parecido a la idea de pensarnos como parte de una comunidad. Y en ese sentido la ciudad -el territorio- nunca va a volver a ser la misma. Y ojalá que nosotros tampoco volvamos a ser los mismos.