En emergencias político-sociales como la actual, los cineastas obviamente toman posiciones. No son indiferentes. El mayor problema que enfrentan es que los acontecimientos son rápidos y el cine, incluso el digital, es lento. No es la televisión. La última vez que el cine se sintió trinchera de combate de una protesta social vigorosa fue en el Mayo francés del 68. Los hechos son conocidos y han sido rememorados con frecuencia desde que se cumplieron 50 años del movimiento y desde que se buscan paralelos entre lo ocurrido entonces allá y lo que está sucediendo ahora acá. No es un dato menor que los cineastas franceses ya estaban movilizados cuando los estudiantes de la Sorbona y Nanterre salieron a la calle en París. Semanas antes el gobierno del general De Gaulle había removido de su cargo a Henri Langlois, fundador y director de la Cinemateca, imputándole desorden administrativo, y esa decisión enfureció a la comunidad cinéfila. Resultado: protestas transversales, apoyos internacionales al destituido (de Chaplin a Rossellini, de Kurosawa a Jerry Lewis, de Godard a Renoir) y una movilización general de contornos épicos que se sumaría después a las jornadas de mayo. El furor alcanzó incluso al Festival de Cannes, que ese año tuvo que suspenderse a pocos días de inaugurado. No era momento para vanidades.
A partir de ahí, la obra de Godard cambiaría para siempre -puesto que junto con politizarse más se fue recluyendo en un nicho de audiencias cada vez radicalizadas- mientras que la de cineastas como Truffaut, que había estado a la vanguardia de las protestas, volvió a los mismos cauces de antes. Aunque el cine no navega muy bien en las aguas de la contingencia política o social, eso no significa que no pueda preparar o capitalizar cambios culturales de importancia. Incluso a veces la laucha salta por donde menos se espera. Hay quienes piensan que Guasón ha hecho más por las protestas que todo el cine antisistémico local realizado en los últimos cinco años. El dato tiene una cara luminosa, porque indicaría que las películas todavía son capaces de mover las agujas de la sociedad, pero también una muy sombría, porque si esto es verdad significaría que dependemos de la música que los grandes estudios nos manden para hacernos bailar.
Está claro que no es mejor momento para ir al cine. Las salas están vacías y muchas funciones se han suspendido. Así todo entró a la cartelera Midsommar, la realización de Ari Aster que le ha volado la cabeza a parte de la crítica mundial. Es una película de terror desafiante, de partida porque transcurre en una comunidad rural sueca, a plena luz del día y lejos de los arquetipos convencionales de este registro (tumbas, casas embrujadas, fantasmas y ataúdes…). Pero aun siendo una cinta de género, con toda la humildad que ello comporta, es un trabajo muy ambicioso en términos de puesta en escena, de composición del cuadro y de duración (la versión original duraba 171 minutos, 23 más que la versión exhibida aquí). El neoterror tiene sus pretensiones, como quedó demostrado en ¡Huye! (Jordan Peele) o La bruja (Robert Eggers). Ari Aster no quiere hacer una película de terror más. Lo que quiere es hacer arte, es poner en entredicho algunas convenciones del género y pasar del golpe de susto al golpe metafísicamente perturbador. El tema de fondo aquí son los altibajos de una relación afectiva entre una chica dañada y un chico incapaz de contenerla emocionalmente, en el contexto de una visita a una comunidad campesina que en realidad es la caparazón de fachada de una secta jerarquizada y brutal.
Es curioso lo que ha ocurrido con el cine de terror. Siempre fue el género cinematográfico más plebeyo. También el más barato. Ahora además es el género regalón del público joven y el que mejor ha terminado adaptándose a los formatos y veleidades de la modernidad.