Alejados del mundanal ruido, inmersos en un pacífico paisaje, John Eliot Gardiner, el Coro Monteverdi y los Solistas Barrocos Ingleses, que por fin llegaban a nuestro país aunque fuera en un único concierto, irrumpieron y llevaron una tranquila noche sureña a un estado místico tal que el alrededor se esfumó y la audiencia se transportó a un absoluto éxtasis musical.

Tras ser anunciada la cancelación del concierto que ofrecerían en Santiago debido a la contingencia actual, no se perdió totalmente las esperanzas de verlos por estos lares. Pues también estaba programado una función este fin de semana en el Teatro del Lago de Frutillar que se mantuvo en pie. Una apuesta que permitió gozar de una interpretación barroca exquisita, irreprochable y directa al alma.

Con obras de Claudio Monteverdi, Giacomo Carissimi y Domenico Scarlatti, ambas agrupaciones, fundadas y dirigidas por Gardiner, dieron cuenta de esa cabal simbiosis que les ha exigido desde siempre el director británico, con un ensamblaje en el que las líneas musicales se convierten en palabras y viceversa, donde voces e instrumentos se unen en ideas, emociones y sentimientos coherentes, sin contar la perfecta afinación, donde no cabe lugar al error, y el sentido único y refinado con el que interpretan el Barroco.

La visión estilística de Gardiner, con su elegante batuta y parsimoniosa gestualidad, pasa también por una lectura moderna y meticulosa que lleva a que cada página, tejida con finos hilos, se convierta, en este caso, en una experiencia religiosa.

Dos obras de Monteverdi dieron inicio al programa: el suave motete, aunque a veces perturbado por algunas líneas sincopadas, Domine, ne in furore SV 298, y la Misa a capella a cuatro voces, donde el grupo vocal, en impecable fusión, transitó por cromatismos, matices emocionales, dolor. Siguió el oratorio La leyenda de Jephté, de Carissimi, escrito para coro y bajo continuo. Tomado del Libro de los Jueces del Antiguo Testamento, la historia tiene como eje una promesa hecha por el protagonista, jefe de los hebreos que encabeza y gana la guerra contra los amonitas, que terminará por costarle la vida a su propia hija. Gardiner, enmarcado en los cánones tradicionales del siglo XVII, propios de esta pieza -aunque su autor fue pionero al introducir en este género al narrador y solistas-, extrajo la pesadumbre de la batalla, los triunfos y la muerte, llevó a los protagonistas -magníficos cantantes anónimos- por la afección, por la mesura musical, por recónditos sentimientos.

Los motetes Adoramus te, Christe, a seis voces SV 289 y Christe, adoramus te SV 294, ambos de Monteverdi, y que fueron ejecutados sin mediar pausa, abrieron una segunda parte ya sea con afectividad o abundancia vocal para luego dejar el paso al Stabat Mater de Scarlatti, una obra litúrgica a la que repletaron de emotividad, y donde la notable batuta del director viajó por los recodos de melodías polifónicas y dibujó un completo tapiz contrapuntístico.

Recogiendo una de las obras de Henry Purcell que serían parte del programa santiaguino, Hear my prayer, O Lord, para ofrecerla como encore, John Eliot Gardiner finalizó la noche con una íntima, expresiva e intensa interpretación de este himno en el que un hilo vocal descendente quedó flotando en el aire hasta desaparecer.