Conocí a Germán Marín un par años antes de que empezara a escribir Ídola. En ese tiempo Germán estaba dedicado a editar y anotar el volumen El circo en llamas, constituido por los ensayos de su amigo Enrique Lihn. Recuerdo que el trabajo de armar y corregir ese mamotreto era titánico. En ese tiempo yo poseía una juventud innombrable y me mantenía con trabajos esporádicos. Germán venía llegando del exilio, vivía aún solo en Providencia —su esposa e hijos llegarían de Barcelona poco después—, se movía por los cafés de la zona, era editor free lance en Lom. Caminaba bastante, y tenía una biblioteca que me parecía milenaria. Nos juntábamos a conversar en diversos cafés, según el dinero y el ánimo. Pero el Di Roma, a la salida del metro Los Leones, era el que más visitábamos.
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Germán tenía unos amigos que provenían de su pasado y suficientes conocidos desagradables como para sentirse solo. Había publicado Círculo vicioso, la primera parte de su trilogía, y estaba por salir Las cien águilas, la segunda entrega de Historia de una absolución familiar. Ya estaban editadas en un solo libros las dos novelas breves El palacio de la risa y Carne de perro. La crítica había sido unánime al aplaudir su inusitada aparición en el medio literario. La molestia de los autores de la denominada Nueva Narrativa era evidente y solapada. No se explicaban por qué un señor mayor de pasado comunista y que venía del exilio irrumpía con estas novelas densas y políticas, que se acompañaban de comentarios destemplados en las entrevistas de prensa. Les caía mal la actitud de crítica hacia la vida que Marín nunca ha dejado de practicar, tanto en sus libros como en su labor como editor y personaje cultural. A Germán poco le importaban esas tensiones, ya que sus fantasmas era otros y venían atormentándolo hacía décadas.
Una de esas tardes en el Di Roma me percaté de que Marín está guardando recortes de prensa. Como nunca antes lo veía comprar diarios. Estaba siguiendo el caso de los "psicópatas de Maipú", la pareja que secuestraba menores de edad para usarlos en la producción de pornografía, con una fruición que bordeaba el morbo. Según él estaba investigando. Al poco tiempo empezó a interrogarme sobre la jerga vinculada a las drogas y otras menudencias de los barrios bajos. No me parecía una extravagancia esta nueva faceta, y a la vez, me intrigaba mucho la cantidad de información que digería, sobre todo porque era información pop, desde canciones punks hasta lugares como los malls. Además tenía gran cantidad de material sobre la industria porno, sobre los rituales de los actores y sobre las conductas de los perturbados. Pronto lo vi escribiendo Ídola en cuadernos de colegio, y antes de juntarnos al café, Germán había pasado horas urdiendo la trama de la que luego sería su obra más oscura y brutal.
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Ídola es una novela de investigación. A diferencia de la obra anteriores de Marín, que se dedican a indagar la memoria del país y la del autor, y que en paralelo exploran su condición de trasplantado, en este caso se trata de un texto que está escrito en un presente acuciante, que corresponde a los años noventa, la denominada transición. La prosa de Marín —normada por la lengua que el escritor desarrolló lejos, en México y Barcelona— se empieza a infectar en Ídola de palabras del coa, de la jerga adolescente y barriobajera de Santiago. En ese sentido, esta novela es una observación del habla de los chilenos. La sintaxis sinuosa que caracteriza la prosa de Marín se apropia de los giros y términos de la época postpinochetista. Los envuelve en su cadencia espesa para sacudirlos de su sentido único.
Ídola también es una exploración de las costumbres nuevas, consumistas y cínicas, degeneradas y excitantes, que marcan la vida del país posterior a la dictadura. El narrador es un sujeto que viene de vuelta del exilio, un escritor fracasado que arrastra una obra inconclusa. Es un personaje que se describe de forma íntima con la finalidad de causar el equívoco de confundirse con el mismo autor. Se puede caracterizar como un tipo enfermo de culpa, lleno de egoísmo, lector y memorioso, machista y cruel. Su vida, en un comienzo, transcurre en un ocio precario, deambulando por las calles de Santiago influido por sus pulsiones melancólicas. Son los días en los que buscando algo encuentra una postal con una imagen, con una fijación que no la abandonará por el resto de la novela: la pintura El origen del mundo de Gustave Courbet, con la que el protagonista fantasea y especula, lee todo lo que encuentra acerca de ella. Se trata de la eximia pintura del pubis de la modelo Jo, cuyas piernas abiertas en una disposición lasciva estremecen al narrador. Esta obsesión es una balsa mental en el naufragio psicológico en el que vive. Su situación económica pronto lo obliga a trabajar, es decir, a alternar con interlocutores y ambientes que lo van envileciendo a través de una serie de experiencias que oscilan entre lo humillante y lo limítrofe. Desde Sofía, una cajera de una fuente de soda que lo trastorna sexualmente, hasta Ruiz, un individuo dudoso que lo implica con una organización clandestina dedicada a la producción de películas porno amateurs y el tráfico de cocaína.
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El origen del mundo (1866), de Gustave Courbet. Óleo sobre lienzo 46x55 cms. París, museo de Orsay.[/caption]
La violencia y el delirio son elementos esenciales de Ídola, salidas inesperadas y fatales para el aburrimiento que permea todo. Es un libro que pasa por lo policial para arrasar con sus presupuestos. Los acontecimientos pierden el control, se desquician sin previo aviso y evolucionan con fuerza hasta las escenas apocalípticas. El narrador no es confiable, puesto que está involucrado hasta la médula en situaciones que le producen un placer abyecto, que distorsiona su mirada. Marín cuenta actos que yo pocas veces había leído descritos con tanto pormenor y solaz. Goza de la perversión del detalle, y lo disfruta tanto a la hora de contar una violación, como cuando se refiere los colores de las hojas o al el plumaje de las aves rapaces que se abalanzan sobre la ciudad al comienzo y al final del libro.
Sin duda uno de los asuntos que vuelven a Ídola una novela fuera de orden, reside en que el autor hace que el protagonista resista dos procesos de inversión: el primero, a que en su calidad de hombre rudo acepta ser sodomizado por el excepcional clítoris de su menuda mujer, la que en la cama se convierte en una fiera que en ocasiones lo penetra con ira hasta que ambos acaban en un orgasmo bestial. La otra inversión sucede cuando el narrador, un exiliado triste, pasa a convertirse en torturador febril, que no tiembla ante la posibilidad de dañar a mujeres jóvenes y desconocidas. El cambio de roles es un tópico propio de la literatura carnavalesca y erótica, un género donde lo popular, lo deforme, el cuerpo y lo excesivo toman posesión de un espacio central en la historia. La efectividad de este tipo de literatura en Chile es escasa. Se trata de un trayecto poco visitado, salvo dos memorables excepciones: El obsceno pájaro de la noche de José Donoso y Patas de perro de Carlos Droguett, ambas novelas emparentadas subterráneamente con Ídola.
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La incorrección política de la novela radica en el desembozado sadismo de la mayoría de sus personajes. Es un sadismo culposo en el caso del protagonista, y frío en el caso de su mujer. Cuando se trata de los psicópatas David Calisto y su esposa, Julia Quezada, estamos ante un sadismo terminal. El vínculo que une a estas parejas está dado por un pacto de silencio tácito, un pacto que es clave en este tipo de relaciones torcidas. También el sadismo aparece cuando el talento literario del narrador es prostituido por él mismo. Intenta trabajar de redactor publicitario y le va mal, de ahí se hace colaborador periodístico de la revista Punto final sin gloria ni entusiasmo; pasa a trabajar en el correo escribiéndole cartas a los analfabetos por una propina, y termina como guionista de películas porno de bajo presupuesto que es lo que más lo satisface por la paga generosa. Ninguno de estos trabajos lo enaltece, tampoco le permiten escribir literatura, como es su intención inicial. Por el contrario, son etapas que va quemando en su derrumbe. Finaliza disfrutando con aquello que es su moral de izquierdista condena: el dinero, que lo seduce y tranquiliza. Y lo obtiene cometiendo voluptuosos delitos con tal de mantener la vida de burgués corrupto y satisfecho que logra durante escaso tiempo.
La narración recoge múltiples implicancias estéticas para dar cuenta de una historia con ribetes delirantes y basada en hechos reales. Quizá las máximas expresiones de esta variedad de estilos sean dos pasajes. El primero es cuando el protagonista describe la casa museo de doña Chela en Valparaíso, una galería del mal gusto, llena de réplicas de perros de loza. El otro episodio es el comienzo, el relato de una resaca pesadillesca, que lleva al narrador a observar como la anarquía se adueña de la calle y los bajos instintos se instalan junto con los saqueos e incendios. Al leer estos pasajes el lector pierde las coordenadas habituales. No sabe si es un sueño terminal o una realidad insospechada a la que refiere el autor, sólo está claro que el alcohol es el elemento estimulante que desencadena este trance.
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Interpretar esta novela es tan intrincado como inútil. Está repleta de chistes, callejones psicoanalíticos sin salida, guiños a otros autores y parodias que no se notan gracias al arte narrativo de Marín. Fue escrita con un ánimo curioso que se traspasa al lector y se convierte en velocidad. Ídola es una ficción sucia y viscosa, llena de situaciones depravadas escritas con prodigio, cuyo personaje principal es un entrañable frustrado que se liquida encandilado por el deseo.
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