Aunque más joven que los dramaturgos considerados sus contemporáneos, a Alejandro Sieveking siempre se le incluyó dentro de la llamada generación dramática de los años 50 (Wolff, Díaz, Vodanovic, Josseau, Aguirre, Rivano, Requena, Heiremans, entre otros). Porque más allá de la edad, sus intenciones autorales empalmaban perfectamente con el ideario de ese grupo que quiso poner en tela de juicio a la sociedad y a las personas de su tiempo, que deseó interrogarse respecto de las estructuras recibidas, efectuando una crítica hacia una tradición que se negaban a aceptar. Igualmente, su aspiración fue revelar la auténtica verdad que se escondía bajo las apariencias individuales y colectivas y en muchos casos plantear radicales modificaciones. Sus afanes fustigadores estaban en consonancia con la época que se vivía (finales de los años 50 y toda la década del 60), donde las palabras "cambio" y "crisis" parecían imponerse.

Y Sieveking adhirió sin reticencias a estas aspiraciones, como se puede ver en un texto publicado en 1966, cuando ya era un autor reconocido: "No me interesa ser un incomprendido ni pasar a la posteridad; quiero que el espectador actual vea en mis obras temas, problemas, imágenes que toquen de alguna manera su sensibilidad, entreteniéndolo y, ojalá, haciéndolo mejor. Quiero mejorar el mundo". Abordó su proyecto dramatúrgico casi siempre a través de un formato de realismo sicológico y social, como la mayor parte de su generación. De su copiosa horneada procede una de sus obras emblemáticas, Tres tristes tigres, esa sátira aguda a un segmento de la clase media chilena y a sus afanes de presuntuosa figuración social.

Pero sin duda que la mayor impronta que Sieveking ha dejado en la historia de la dramaturgia chilena son sus obras relativas a la recuperación de un mundo popular, de un pasado histórico y de algunos mitos y leyendas fundacionales, aunque con un renovado punto de vista, alejándose de un folclore más o menos convencional o de un registro documentalista. Ello se encuentra en obras como Ánimas de día claro, La remolienda (ese clásico del teatro chileno), La virgen de la manito cerrada y La comadre Lola. En estas creaciones no se plantea un folclorismo de aires criollistas, sino que se trata de unas historias donde predominan la ternura y la dimensión mítica o mágica de unos personajes sencillos, algo legendarios, de honda humanidad, rescatándose así cierta mirada popular de gran poesía y empatía. Es justamente la mirada de ese país, que siempre nos resulta sorprendente, lo que conservaremos como su inestimable herencia.