La suerte que corrió en febrero pasado el estreno de la última película de Terrence Malick fue relevador. La vio muy poca gente, ni aun los críticos la toleraron bien y parte del público abandonó la sala con la sensación -peligrosa en esta época- de abuso. Vida oculta es una cinta desequilibrada, visualmente poderosa, a veces hermosa, a veces simplona y casi siempre reiterativa sobre un caso de objeción de conciencia en los días del III Reich. ¿Por qué Malick estiró a 178 minutos una historia que hubiera podido reducir a la mitad? Es difícil dar una respuesta, pero lo más probable es que el cineasta lo quiso así porque él ya es un autor hecho y derecho, un artista consagrado, un realizador que no está para bajar al estado llano del populacho sino, al revés, para que la gente común y corriente suba a saber lo que es el arte. Dicho así, parece una falta de respeto con un cineasta que ha hecho obras memorables: Días de gloria, La delgada línea roja, El nuevo mundo. Sin embargo en eso puede haber algo de verdad. Cuando los cineastas creen que ellos son más interesantes que el mundo o más inteligentes que sus personajes, bueno, estamos en problemas. Ocurre con frecuencia. Le ocurrió a Welles en su vejez, le ocurre hoy a Almodóvar y podría ser también el caso de Malick.
Aun sin quererlo, quedan dando vueltas en la cabeza los 178 minutos de la cinta. Al día de hoy parecen una afrenta. Parecen mucho más excesivos que otras películas largas, que los 183 minutos que se tomó Cimino en El francotirador, también que las tres horas y tanto de Scorsese en El irlandés y que los módicos 159 minutos de Tarantino en Había una vez en Hollywood.
Quizás sea lícito suponer que ya nadie -ni aun el mundo cinéfilo- tiene mucha disposición para someterse a experiencias que sean demasiado duras, sea por su extensión, sea por su oscuridad. A Tarkovsky le fue mal a mediados de los 60 con Andrei Rubliev, de poco más de tres horas, pero qué duda cabe que ahora le iría peor. En esa época, sin embargo, o poco después, amplios sectores del público se dejaban cautivar por Resnais en Hiroshima, mon amour, de la cual a veces no se entendía un carajo, o se daban de cabeza contra el muro interpretando símbolos, gestos y frases herméticas en las películas de Bergman, por entonces obsesionado con los temas del silencio de Dios. ¿Ocurre algo parecido a eso en la actualidad? Se diría que no y eso podría estar entregando una medida de lo mucho que ha crecido el entretenimiento en el cine actual y del terreno que ha perdido el arte.
La generación de los 60 rechazaba entonces de plano esa distinción, y con buenas razones. ¿Qué otra cosa, si no suprema entretención, proporcionaban los John Ford o los Hitchcock? ¿Y qué otra cosa, si no arte, era además lo que hacían? Es cierto: la tensión entre cine y cine-arte era una trampa. Pero, ¿acaso no han cambiado las cosas? ¿No estaremos ahora presos de un populismo fílmico de fórmulas consabidas, que deja muy poco margen a la inteligencia, a la inspiración y a la búsqueda de sentido?
Muchas generaciones templaron su amor al cine aburriéndose como ostras en las salas, viendo películas que le quedaban como ponchos de grandes y metiéndose, o tratando de meterse, en tramas áridas, difíciles y en principio no muy atractivas. No todos, claro, persistían, pero los que lo hacían pasaban a ser parte de la hermandad cinéfila. Hoy estos ritos antihedonistas parecen una extravagancia. No obstante eso, sigue siendo válido que para conocer un arte es necesario incurrir en algún tipo de sacrificio, en algún esfuerzo, en algún grado de desmesura, porque de lo contrario lo más probable es que nos quedemos fuera. Fuera de la obra y fuera de lo mejor del arte.
Nada ni nadie te obliga, por supuesto. Al revés: siempre habrá alguna serie al alcance para matar el tiempo y hacer como que nos entretenemos.