La única experiencia de encierro que conozco la viví hace años por culpa de una enfermedad. Fue un mes sin salir de una pieza y sin nadie a mi alrededor. Empecé a escribir un diario "radioactivo". Lo tenía perdido. Ahora que estamos todos confinados, busco en esas páginas antecedentes del estado mental que tenía y lo comparo con las sensaciones que me inundan. Son similares. El miedo y el deseo punzante marcan la pauta de las horas. La vida propia se abre en el silencio. Por los pliegues de la memoria circulan imágenes recurrentes y emociones que acosan. Las fantasías se disparan. El control sobre ellas es nulo. Aparecen de día o de noche.
El mundo puertas adentro tiene sus riesgos, en especial cuando es en familia, con niños. Cultivar la paciencia es arduo. Sobre todo forzados a enfrentarse a lo ineludible: el temor a la muerte. Ante él, los discursos se caen a pedazos. De cara a lo incierto, a un fin inesperado, la angustia entra. Y gobernarla es una destreza. Salvan en estas circunstancias: el sexo, la lectura, el humor, el arte, el don de la fe y las drogas, químicas o no. La condición existencial se modifica. El espacio y el tiempo se acotan a las piezas. Las prioridades se ajustan con desasosiego. Evadir es fundamental para remediar la sobredosis de realidad bajo techo y mantenerse a flote mental. Irse a las entrañas es una posibilidad. Cubrirse de sueños diurnos, es otra.
La literatura y el enclaustramiento están ligados en lo esencial. Escribir con intención obliga a concentrarse, a oír la cadencia de las frases, y manejar la gramática en consonancia con la respiración, con el cuerpo. Para lograrlo se necesita un estado de abstracción, trance, sustraerse de los demás, estar ensimismado. Presos en la soledad de sus celdas escribieron, entre muchos, Miguel de Cervantes y Jean Genet; y en la clausura monacal, los místicos e iluminados tipo Emily Dickinson.
Quizá la novela clásica sobre la reclusión sea Oblómov de Iván Goncharov. El personaje es un sujeto exquisito y fóbico que jamás sale de su pieza, suele estar agotado, sin fuerza moral ni capacidad de acometer sus deberes, se dedica a procrastinar. Más que una narración, es un tratado filosófico sobre el desprecio y el refinamiento.
Hurgar en el hervidero que es la mente, es una costumbre religiosa. A eso estamos condenados y es natural aunque inconducente resistirse. San Ignacio de Loyola dejó sus Ejercicios espirituales -un conjunto de meditaciones, oraciones y prácticas contemplativas- con la finalidad de que sean realizados en la consciencia misma, lejos del ruido del mundo. Es una técnica para examinar el yo.
Requiere de ensimismarse. Fueron escritos para captar una mayor sensibilidad hacia los estados de ánimo y localizar la culpa y el pecado. James Joyce y Roland Barthes los estudiaron, en calidad de relatos íntimos. Samuel Beckett fue más allá al detectar que el susurro del habla no se detiene nunca. Es enigmático, ilógico y reiterativo. El innombrable es su expresión máxima. Una voz que fluye. Y termina musitando: "quizá me llevaron hasta el umbral de mi historia, ante la puerta que da a mi historia, esto me sorprendería, si da, seré yo, será el silencio, allí donde estoy, no sé, no lo sabré nunca, en el silencio no se sabe, hay que seguir, voy a seguir."
Clarice Lispector convirtió ese murmullo en prosas que irradian una tenue melancolía que captura por su ritmo. En el cuento "Es allí donde voy" sintetiza su apuesta literaria: "Más allá de la oreja existe un sonido, la extremidad de la mirada un aspecto, las puntas de los dedos un objeto: es allí a donde voy". Lo suyo fue enfocar los límites del lenguaje sin estridencias. Agua viva es un texto raro, un diálogo mudo y alucinado de amor. Y una divagación sobre el "punto central de lo vivo" que estremece.
Leer a estos autores supone escuchar las palabras, ver los escenarios que proyectan, separarse de todo contexto y dejarse llevar por el discurrir. Es una experiencia física y poética. Puede ser el instante propicio: instruyen sobre los recodos menos visitados que tenemos y acompañan a abrirse paso al interior de uno.