Muy supersticioso. En el medio de su fiesta de cumpleaños, Stevie Wonder sopló las velitas y no reclamó su deseo en voz alta. Tampoco era necesario: todos los invitados estaban al tanto. Desparramados al tuntún en una mansión de Boston-Edison, el barrio histórico y aristocrático de Detroit, cada uno bebía exactamente lo que quería. Después de todo, el agasajado cumplía su ansiada mayoría de edad.
A partir de ese 13 de mayo de 1971, como apuntaba la ley norteamericana, no solo podía tomar su bourbon sino que quedaba anulado cualquier contrato que hubiera firmado con anterioridad. Berry Gordy, el dueño de casa y fundador de Motown, levantó su copa para el brindis. Palabras más, palabras menos, celebró los años de trabajo compartidos con Stevie y apostó por los años de trabajo en el futuro: “lo mejor está por venir”. La escena tiene algo de El Padrino. Hay una fiesta, hay chantaje, hay abogados, hay sonrisas y amenazas. Aquí, sin embargo, no se juega la seguridad sino el otro lado de la misma moneda: la libertad.
Para entonces, la relación con Gordy estaba en un punto crítico. Después de una década como niño prodigio del sello, Stevie Wonder había llegado a su dorada veintena casado con Syreeta Wright (secretaria de Motown y co-autora de buena parte de su nuevo material), movilizado por las revueltas sociales y mesmerizado por la avanzada sónica de todos esos nuevos teclados y sintetizadores.
Su contrato, sin embargo, era una tenaza. Además de morder un altísimo porcentaje de sus royalties y derechos autorales, Gordy tenía derecho de veto y opinión sobre cada segundo de su música. Y no era precisamente un vanguardista: era un hombre de negocios old school. La suerte, entonces, estaba echada.
La primera afrenta fue Where I’m coming from, el disco que lanzaron en abril de 1971. Producidas por el propio Stevie, esas nueve canciones tensaban la cuerda tanto como era posible. Gordy aún tenía la sartén por el mango, pero si deseaba mantener al genio de Michigan dentro de su catálogo, debía dar alguna señal de apertura. El disco, en ese sentido, quedó a mitad de camino: oscurecido por su indefinición y la sombra tutelar de What’s goin’ on, la obra maestra de Marvin Gaye.
Envalentonado por esa jurisprudencia, la siguiente movida no la haría Stevie con su propia mano. “Conocí a un abogado que al principio me pareció un idiota, pero aprendí a quererlo cuando me liberó de aquel primer contrato con Motown —dijo Stevie sobre Johanan Vigoda—. Me armó una serie de reuniones con los directivos de varios sellos majors. Hablamos, había buena vibra, pero al final sentí que quería seguir siendo parte de Motown. Johanan me había preguntado si estaba seguro de negociar con otros sellos y en aquel entonces le dije que sí, pero muy en mi interior sabía que quería quedarme en Motown”.
Vigoda no era un novato. Precedido por su fama de negociador duro, venía de representar a Jimi Hendrix y también había conocido el otro lado del mostrador como apoderado de Atlantic Records. Así, mientras Vigoda preparaba un contrato de ciento veinte páginas (cuyos tags eran: más royalties, derecho editorial y potestad creativa), Stevie se preparaba para abrir sus alas de par en par. Un instrumento, entre otras cosas, señaló la epifanía.
¿One-man album?
En algún punto de junio de 1971, Stevie recibió un ejemplar de Zero time, el disco debut de la Tonto’s Expanding Head Band. Era, en rigor, una suerte de publicidad. Malcolm Cecil y Robert Margouleff, los dos miembros de aquella “banda”, venían de desarrollar una versión multi-tímbrica y polifónica del Moog III. Lo bautizaron precisamente como The Original New Timbral Orchestra y grabaron el disco para probar los alcances de su criatura. Unas semanas después, Stevie Wonder tocó el timbre de su estudio con el álbum bajo el brazo: ¿dónde está ese TONTO?
El jueves 11 de noviembre, marcado en el almanaque norteamericano como el Día de los Veteranos, se pusieron a trabajar en los Medios Sound Studios de Nueva York. Gracias a Vigoda, Stevie podía hacer exactamente lo que se le cantara: poner cualquier título, dormir en el estudio, tocar cada uno de los instrumentos. “Tenía todo dispuesto en círculo en el estudio: el piano, el clavinet, el piano Rhodes, el sintetizador, todo —dijo Margouleff—. Stevie iba de uno a otro, como leyendo en Braille. Estaban todos los instrumentos conectados en todo momento”. Así, sin solución de continuidad. Desde el rapto de inspiración a los surcos del vinilo: la música de su cabeza.
Ni en el sueño más húmedo de Isaac Asimov, la tecnología y el hombre llegaban a semejante síntesis. “Evil”, por citar un ejemplo glorioso, sonaba como una sonda espacial enviada al corazón atávico de la especie. Fluía como la balada más probada del Top 40, pero —en los papeles— su estructura era casi cubista. Las canciones de Stevie, en ese sentido, era ecuménicas y jugaban a dos bandas: hacia el centro y hacia la periferia.
En Por qué escuchamos a Stevie Wonder, el nuevo libro de la colección de Gourmet Musical, el escritor argentino Edgardo Scott señala: “quién podría dudar de que ‘Love having you around’ podría ser un tema de Prince. Tanta es la influencia de Stevie en el genio de Minnieapolis. Las brujas no existen, pero que las hay, las hay. Lo mismo podría decirse de la tradición y el contrabando de las influencias”.
El 3 de marzo de 1972, Motown comenzó a distribuir Music of my mind en todas las disquerías del país. Aunque invitaba a bailar, cantar o levitar en partes iguales, el álbum sonaba —sobre todo— como un dique roto. Stevie se permitía abrir con dos canciones de ocho minutos, liberar su visión mística, dialogar con el rock & roll y meter diálogos enterrados en la mezcla.
Rolling Stone lo amonestó como un exceso de auto-indulgencia y Robert Christgau, en su reseña para la revista Creem, juzgó menos importantes sus canciones que su concepto como “one-man album”. A la distancia, las críticas suenan justas pero estrechas. Music of my mind fue, justamente, el laboratorio que permitió todas las exploraciones de su período dorado. Antes de que terminara el año, sin ir más lejos, Stevie Wonder iba a componer y grabar “Superstition”.
Y entonces, Rolling Stone: ¿cuántas estrellas se merece?