Cuando la influenza devastó a Chile: la olvidada pandemia que azotó al país en 1957
En el invierno de 1957 un brote de influenza llegó al país a través de un barco estadounidense. Entonces se propagó rápidamente al resto de Chile, donde se cobró la vida de al menos 20 mil personas, en su mayoría niños y adultos mayores. Por entonces, las enfermedades infecciosas eran relativamente comunes en un país que pese a su historia con pandemias, recién consolidaba su sistema de salud pública y poco a poco mejoraba las condiciones de vida de la población más vulnerable.
Fue en las serpenteantes calles de Valparaíso donde se corrió la voz. Entre marineros, estibadores y niños vagos, la noticia de la mañana era que la epidemia de influenza había llegado al puerto. Es el 24 de julio de 1957 y la prensa daba cuenta de los primeros casos en la ciudad. Dos días después, las portadas de los periódicos anunciaron los primeros brotes en Santiago. La pandemia no se detendría sino hasta fines de año, y en su punto más alto se cobraría sobre las veinte mil vidas.
Todo arrancó solo unos meses antes. Entre febrero y marzo de ese año se registraron los primeros casos de la influenza A/H2N2 en China continental. En cosa de semanas el virus se propagó hacia Hong Kong y otras zonas aledañas. En junio se registraron los primeros casos en Europa, y al mes siguiente llegó a la costa del pacífico, Nueva Zelandia y Sudáfrica.
Precisamente, la pandemia llegó a Chile desde el océano. Según detalla el estudio Severe Mortality Impact of the 1957 Influenza Pandemic in Chile, del Dr. Gerardo Chowell, "la introducción del virus pandémico se remonta a un barco de la Marina de los EE.UU desde un puerto estadounidense que se había detenido en Valparaíso". La enfermedad se había detectado en parte de la tripulación. No se tiene certeza del cómo, pero uno de los marineros infectados hizo contacto con la población local. Allí empezó todo. Desde entonces la influenza se difundió, rápida y letal, al resto del país.
El riesgo de ser niño
La pandemia del 57' demostró lo vulnerables que eran los chilenos a ese tipo de sucesos. Las estadísticas presentadas en el Informe La epidemia de influenza asiática en Chile y su repercusión en la mortalidad, de Conrado Ristori y otros -escrito en 1959-, muestran un rápido incremento de muertes entre agosto y septiembre de ese año, en que fallecieron 21.929 personas. Muy lejos de las 12.640 muertas en el mismo período en el año anterior. Los casos se concentraron en Santiago y ciudades del sur como Concepción, Valdivia, Osorno y Llanquihue.
Sin embargo, las cifras a nivel mundial establecen que la larga y angosta faja de tierra fue uno de los países más golpeados. Según el paper Global Mortality Impact of the 1957–1959 Influenza Pandemic, de varios autores, el país tuvo una tasa de fallecidos de 9,8/10.000 habitantes, que resultó una de las más altas del mundo. La explicación, considerando que para no todo el orbe hay estadísticas consolidadas fiables, es una combinación entre el PIB de entonces, la extensión de la pobreza, la tipificación de las enfermedades respiratorias como causa de muerte, y el tiempo frío en que ocurrió el fenómeno.
Por entonces, Chile tenía una población de seis millones de habitantes. Las familias eran numerosas; muchos hijos, mucha parentela compartiendo pequeños espacios, e incluso la misma habitación. Había una alta tasa de natalidad en medio del llamado "boom" demográfico que experimentó el mundo después de la segunda guerra mundial. El boletín del INE detalla que en 1940 nacieron 192.186 personas, mientras que en 1957 se registraron 271.905 nacimientos.
Sin embargo, pese al “boom”, la mortalidad infantil aún era una realidad. Costumbres campesinas como el llamado “velorio del angelito” -en que se vestía al bebé muerto con traje blanco y alas- derivan precisamente de esa situación. Según las cifras del INE, si en 1900 la tasa era de 263 muertes por cada mil niños nacidos vivos, para 1957 había bajado a 112. Se trataba de un grupo todavía de alto riesgo ante las epidemias.
"Es claro que las condiciones higiénicas y de alimentación de los obreros, campesinos y de las familias pobres de las ciudades eran pésimas -explica a Culto el historiador y académico del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos (CECLA) de la Universidad de Chile, Marcelo Sánchez-. La mala alimentación a niveles críticos era la norma. Hasta 1935 que no surgió la primera planta pasteurizadora pública de leche, la familia obrera consumía preferentemente papas, mote, pan, vino y muy poca carne, huevos, pescado o leche".
"Durante muchos años Chile tuvo la más alta tasa de mortalidad infantil registrada en occidente -agrega-. Todo ello lo explicaría por razones de pobreza, falta de higiene, malas condiciones sociales y de salario. Por ello es que que la chilena fue una población susceptible a la gravedad de las epidemias".
Fueron los niños, en especial los menores de cinco años, y los adultos mayores los más afectados por la crisis de la influenza. En Talcahuano, así como en varias zonas de Chile, se debió suspender las clases por ocho días debido al ausentismo de los estudiantes y los profesores. Las cifras del informe La influenza de 1957 en una colectividad chilena, del Dr. Luis de la Cerda Schuyler (publicado en noviembre de ese año), son elocuentes: de una matrícula de 11.000 escolares, para el día 5 de agosto, 5.961 (54,1%) enfermaron.
Por entonces era una ciudad apacible de casas bajas enclavadas en los cerros, que había surgido gracias a un polo industrial con empresas de la CORFO, como CAP y ENAP. Sin embargo, la pandemia había llegado al puerto en el peor momento: era pleno invierno. La temperatura máxima, según el texto, ese mes no pasó los 12ºC y la humedad se empinó hacia el 82% en promedio.
Se intentó retornar a clases el día 12, pero no se logró ante la gran cantidad de enfermos que no llegaron, por tanto la suspensión se prorrogó. Lo mismo sucedió con los trabajadores que no estaban en condiciones de retomar sus funciones. Los niños regresaron recién el 15 las escuelas, y según el Dr. De la Cerda, hacia el 20 los obreros volvieron poco a poco a sus puestos de trabajo.
Pero volver a la rutina no fue fácil. Las autoridades tomaron medidas preventivas en los colegios: se suspendieron las clases de Educación Física (gimnasia en la jerga de entonces), por 15 días; se suprimieron las reuniones de alumnos y los actos cívicos como la conmemoración del natalicio de Bernardo O'Higgins (20 de agosto); se recomendó mantener abrigados a los niños durante toda la jornada y no exponerlos al frío; y se retrasó el inicio de la jornada a las 9 de la mañana.
Según el Dr. De la Cerda, "el 64,8% de las defunciones sucedidas en el mes de agosto en Talcahuano [151 según el registro civil], han sido, directa o indirectamente, causadas por la influenza. Las edades más afectadas han sido las extremas de la vida". Para empeorar la situación, apenas pasada la pandemia, la población infantil sufrió los embates de un brote de sarampión.
El acontecer infausto
Pero de alguna manera en Chile hay memoria sobre las tragedias. Nada raro en un país sísmico (con el mayor terremoto registrado con instrumental en la historia), ubicado en el llamado "cinturón de fuego del pacífico" -es decir, con alta actividad volcánica-, y que en otras ocasiones enfrentó otras pandemias que dejaron altas cifras de mortalidad. El historiador Rolando Mellafe lo resume en el concepto del "acontecer infausto"; según él, la conducta del chileno es moldeada por las catástrofes. De allí a que ya existiera una "cultura" sobre epidemias en el país.
"Los brotes epidémicos estaban activos desde antes de la llegada de los europeos al continente y se agudizaron en forma dramática con la convivencia entre europeos y americanos originarios", explica Marcelo Sánchez.
-¿Qué otras experiencias similares hubo en Chile?
-Durante el periodo colonial se vivieron en la Capitanía General de Chile no pocos eventos epidémicos que fueron nombrados como 'tabardillo', 'malesito', 'chavalongo' u otras denominaciones que probablemente aludían cuadros de tifus, fiebre amarilla, gripes, cólera. En el contexto republicano, en una mirada general, la viruela, el cólera, la sífilis, la tuberculosis, la llamada gripe española, el mismo tifus exantemático pueden considerarse epidemias que asolaban puertos y ciudades de Chile.
"Con las epidemias de cólera y fiebre amarilla de la segunda mitad del siglo XIX se dio ya una reacción estatal con la creación del Consejo Superior de Higiene y luego del Instituto Superior de Higiene en 1892, entre cuyas tareas principales estaban las tareas de desinfección pública, que se consideraban esenciales para contener brotes epidémicos", agrega Marcelo Sánchez.
-¿Qué medidas se tomaban para controlar estas pandemias?
-Habían unas directas y punitivas como las de desinfección y otras preventivas y de control como los desinfectorios venéreos, los sanatorios para tuberculosos y otras de mediano plazo como la extensión del alcantarillado y las mejoras en vivienda y alimentación. Cabe destacar de la Universidad de Chile en la promoción de una medicina social en la que el Estado era el principal gestor.
"Pan, techo y abrigo", prometió Pedro Aguirre Cerda en su campaña para llegar a La Moneda en 1938. El lema resumió el ideario de una época. A partir del segundo tercio del siglo se implementaron cambios sociales que se orientaron a mejorar las condiciones de vida de los sectores más vulnerables de la población, a fin de mejorar el aparato productivo chileno. Ello coincidió con la implementación de la llamada industrialización por sustitución de importaciones (ISI), a partir del desarrollo de la CORFO.
"Desde 1930 en adelante aproximadamente se hablaba de la necesidad de mejorar e higienizar el 'capital humano'; es decir, de la necesidad de sanear, alimentar y proteger a la masa obrera para que fuera un insumo apropiado para el proceso de industrialización que se pensaba era la clave para el desarrollo del país", explica Sánchez.
"Ese esfuerzo fue protagonizado por el Estado y la implementación de distintas formas de llegar a la familia obrera, ya no solo a través de los médicos de la Caja de Seguro Obrero Obligatorio creada en 1924, sino que a través de otras profesionales como enfermeras, matronas, asistentes sociales -agrega el historiador-. También se dio atención al llamado binomio madre hijo y a la lucha directa contra los llamados flagelos sociales: la sífilis, la tuberculosis y el alcoholismo".
Aunque las muertes amainaron hacia los meses de octubre y noviembre, en realidad, combatir la influenza fue una tarea difícil. Apenas conocida la noticia de la epidemia, el gobierno de Carlos Ibáñez del Campo formó un Comité de Influenza a cargo del Dr. Conrado Ristori, junto a otros galenos, quienes detallaron en su informe las principales dificultades.
La situación en agosto fue tan compleja, que obligó a dar preferencia a los adultos mayores, los enfermos crónicos y a quienes se desempeñaban en funciones claves en el aparato estatal. La razón, se dice en el texto del Dr. Ristori, es que no había recursos para elaborar vacunas, debido a "su alto costo y las dificultades administrativas para su aplicación en gran escala". Además se recomendó el uso de antibióticos y la elaboración de planes de contingencia.
"Si bien es cierto que pandemias de la magnitud de la aquí mencionada sólo se observan dos o tres veces por siglo, y que ésta fue bastante menos grave que la de los años de 1918 a 1920, no lo es menos que el número de muertes que causan, totalmente desproporcionado con su baja letalidad, obliga a estar alerta contra futuros efectos", se lee en el documento.
Lo cierto es que para entonces la salud pública era un campo en consolidación. Y no estaba exento de las luchas del momento. El Ministerio de Salud Pública y Previsión Social -como se llamaba entonces- tenía alta rotación, de hecho en el mismo gobierno de Ibáñez hubo nueve ministros del ramo.
El Ministerio como se conoce actualmente comenzó a configurarse a finales de los 50′. “Con esa centralización se consolidó una tarea de décadas que tenía como actor principal al Estado -detalla Sánchez-. A lo largo de las décadas de 1950, 1960 y 1970 se fueron agregando otras estrategias y aspectos al sistema de salud pública, como la salud mental, la salud comunitaria, la planificación familiar y la salud reproductiva”.
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