J. D. Salinger: las facultades intactas
Hace exactamente setenta años, The New Yorker publicó "Para Esmé, con amor y sordidez": el cuento de matices autobiográficos que catapultó su gloria literaria.
Además del proyector y su legendaria máquina de escribir, Salinger tenía otro artefacto en su búnker de Cornish: la máquina de decir que no. Estaba siempre encendida, funcionando a todo vapor. No voy a cambiar mis textos. No voy a dar entrevistas. No voy a permitir que me fotografíen. No voy a publicar más. No voy a aceptar ninguna adaptación para el cine, la radio ni la televisión. No voy a jugar el juego. No, no y no. Un día de 1962, sin embargo, la máquina falló. Salinger recibió una carta donde el director Peter Tewksbury (ganador del premio Emmy) le proponía una película basada en su cuento “Para Esmé, con amor y sordidez”. Salinger, que reservaba su empatía solo para sus personajes, titubeó: el único programa capaz de sentarlo una hora delante del televisor era el It’s a man’s world de Tewksbury. Finalmente dijo que sí, pero puso una condición. La elección de la actriz protagónica, quedaría estrictamente en sus manos. Es decir, sería su Esmé o no sería nada. ¿Por qué era tan importante? Como diría David Bowie: detalles sórdidos, a continuación.
Salinger, como es fama, fue a la guerra. Desembarcó en las playas del Día D, ingresó en los campos de concentración y, como oficial de inteligencia, se ocupó de interrogar a funcionarios y militares del Tercer Reich. Luego, apenas regresó del frente de batalla, comenzó a metabolizar rápidamente la experiencia. Así, a medida que avanzaba capítulo por capítulo con su novela de iniciación, fue drenando una serie de relatos cortos protagonizados por hombres colapsados. El 31 de enero de 1948, por ejemplo, The New Yorker publicó un cuento que cayó en el medio del mundillo literario como la bomba atómica: “Un día perfecto para el pez banana”. Era, a su manera, un aguafiestas. En el alba de la Pax Americana, mientras los barrios suburbanos se llenaban de matrimonios flamantes dispuestos a reproducirse, Salinger parecía decidido a no esconder el polvo bajo la alfombra. Seymour Glass, el protagonista de su cuento, era un soldado incapaz de abandonar la zona cero del terror. El golpe maestro es que nada de esto aparecía ni remotamente en su argumento, disuelto entre la cháchara telefónica y los niños de la playa.
El hit le dio luz verde. Desde entonces, Salinger envió sus cuentos regularmente a los editores del New Yorker y no dio puntada sin hilo. El 20 de marzo se publicó “El tío Wiggily en Connecticut” y el 5 de junio fue el turno de “Justo antes de la guerra con los esquimales”. En marzo del año siguiente se imprimió “El hombre que ríe” y, curiosamente, el siguiente relato salió en las páginas de la revista Harper’s: “En el bote”. Así, apostado en su apartamento neoyorquino (para ser precisos, en el 300 East 57th Street), Salinger retrataba el Lado B de la experiencia americana de posguerra mientras Keroauc lo bebía desesperadamente en el viaje inaugural de On the road.
Salinger, a diferencia de Keroauc, tenía una deuda. Sus compañeros de armas, dijo alguna vez, “merecían algún tipo de melodía trémula que les rindiera homenaje sin vergüenza ni arrepentimiento”. En ese estado de gracia, tiró la punta del ovillo y apareció la historia del Sargento X: el soldado apostado en Devon que, unos días antes de su desembarco en Normandía, decide bajar al pueblo a pesar de la lluvia. Pasea por las calles y, arrastrado por la curiosidad, entra a la iglesia donde ensaya un coro de niños. Una nena de trece años captura su atención. “La jovencita parecía estar levemente hastiada de su propia capacidad para cantar, o tal vez simplemente de estar allí —dice el Sargento X—. Dos veces, entre una estrofa y otra, la vi bostezar. Era un bostezo de dama, con la boca cerrada, pero uno no podía equivocarse: las aletas de la nariz la delataban”.
En la siguiente escena, Esmé se acerca a la mesa donde el Sargento toma su té. El diálogo entre ambos, incluyendo las interrupciones de su pequeño hermano Charles, es una de las grandes escenas de la literatura del siglo XX. Esmé, que cuelga del aliento del último estadio de la niñez, es una huérfana. Lleva en la muñeca el reloj de su padre y en la boca algunos dardos maravillosos. Finalmente se despiden con la promesa de escribirse y volver a casa con las facultades intactas. “¿Seguro que no se va a olvidar de escribirme ese cuento? —le pregunta Esmé—. No hace falta que sea exclusivamente para mí. Que sea muy sórdido y conmovedor. ¿Ha conocido cosas sórdidas?”.
Corte y fundido a negro. Un grupo de soldados se aloja en un hogar alemán ocupado. Es mayo de 1945: los nazis ya capitularon pero la guerra no ha terminado para el Sargento X. Sus manos tiemblan, sus encías sangran y su mente se bambolea “como un bulto mal asegurado en el portaequipajes de un tren”. A punto de tirar la toalla, encuentra un sobre verde sobre la pila de correspondencia. Adentro lleva la carta de Esmé y el reloj con el cristal roto. El juego de espejos del narrador es un auténtico acto de ilusionismo: en el último párrafo, la máscara del Sargento X deja entrever al propio Salinger. Lo que estamos leyendo, de esa manera, se convierte en la rúbrica de la promesa: el cuento para Esmé. Con sordidez, pero también con amor. ¿Cómo lo hizo?
En la biografía Salinger: una vida oculta, Kenneth Slawenski asegura que el New Yorker rechazó el primer borrador a fines de 1949. Atento a los comentarios de sus editores, se puso a reescribir el cuento y para febrero de 1950 ya había recortado unas seis páginas. Finalmente, el 8 de abril se publicó la versión definitiva. En un abrir y cerrar de ojos, todos los escritores comenzaron a hablar del cuento y la redacción recibió un aluvión de cartas de lectores. Salinger, otra vez, había tocado un nervio sensible. “Para Esmé”, de algún modo, era una vuelta de tuerca sobre “Un día perfecto para el pez banana”. O, mejor aún, un ajuste de cuentas: si aquella niña de la playa había llegado a destiempo, la carta de Esmé todavía podía funcionar como salvavidas.
A su modo, Salinger era un niño encerrado en la pieza con un solo juguete (la figura es de Casas), dándole vueltas y vueltas a la misma cosa: el infierno de la madurez. Como Lewis Carroll, los niños funcionan como su reserva ética. Y la línea de sombra, en ese sentido, es la guerra. Los niños no van a la guerra (de la manera que ahora, como notó la periodista Rosi Bernas, permanecen casi intocados por la pandemia); los niños no vieron the horror. Son el símbolo definitivo del paraíso perdido porque, como dice Bob Dylan, “siempre podés volver pero nunca podés volver del todo”. Desde luego, hay otra razón. La escena en la que Seymour Glass besa el pie de la niña es hermosa pero también es inquietante porque sobrevuela el fantasma de la pedofilia. El sexo, fatalmente, está en el medio. Salinger, en ese sentido, escribe como un desterrado.
Doce años después, cuando escogió a Jan De Vries para interpretar el rol de Esmé, el director la rechazó porque era “demasiado vieja”. Jan había cumplido dieciocho años. La película se canceló y Salinger, ladrillo a ladrillo, cerró definitivamente su búnker de Cornish. La máquina de decir que no estaba nuevamente en marcha.
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