Stevie Wonder fue un niño prodigio en los 60, tuvo su primer hit a los 13 años e integró la era dorada de la generación Motown, ese sello que edulcoró el sonido negro para extenderlo hacia las audiencias blancas.
Pero sólo a principios de los 70, ya con poco más de 20 años, alcanzó la estatura que mantiene hasta hoy: convertirse en uno de los más trascendentes cantautores de música negra de la historia.
Luego de los fallecimientos de Ray Charles, en 2004, y de James Brown, en 2006, se transformó en el mayor artista vivo del género. Y en uno de los créditos fundamentales para comprender el cancionero del siglo XX.
Un podio que empezó a levantar desde el instante en que se liberó de los férreos acuerdos impuestos por Motown -los que lo obligaban a fabricar melodías más familiares y convencionales-, y se lanzó a financiar y producir sus propios álbumes, alzándose como un hombre orquesta capaz de interpretar la totalidad de los instrumentos.
El arrojo de independencia le permitió divertirse con la tecnología de la época e introducir, por primera vez en la música afroamericana, el influjo de teclados y sintetizadores, lo que resuena en esa maravillosa saga de discos que fue de 1972 a 1976 y donde, desde su carátula a su arte interior, aparece la imagen de un Wonder solitario, como una manera de ilustrar los nuevos tiempos de autonomía.
A partir de ahí sentó las bases de la música disco, se abrió a un público más rockero y transversal, y facturó una obra tan rica que hasta hoy es versionada por lenguajes tan distintos como los géneros brasileños, la música docta y la salsa.
En paralelo, sus letras comenzaron a tratar la contingencia social y racial, con lo que -como un pequeño estratega de las relaciones públicas- trazó una empatía con políticos, organizaciones civiles y hasta la propia prensa. Se convirtió en amigo de casi todos e incluso logró que su ceguera no fuera un asunto secundario: para la salida de Innervisions (1973), hizo que todos los periodistas pasaran junto a él un día completo con los ojos vendados, para luego ir a su estudio a escuchar sus nuevos temas bajo la misma condición. Quería que el resto también se pusiera al menos por unas horas en sus zapatos.
Trabó largas amistades con Diana Ross y Michael Jackson; fue invitado a la única grabación conjunta de Lennon y McCartney tras el fin de The Beatles en los 70 (aquella legendaria sesión conocida como A toot and a snore in '74); giró por España en los 80 y de inmediato cerró un dúo con Julio Iglesias; y, pese a la irregularidad discográfica de los últimos años, se alzó como el paladín musical de las nuevas causas impulsadas por la era Obama.
En vivo, su show es una emotiva y estimulante mezcla de todas esas caras, un trayecto por cada una de sus etapas, tal como lo demostró en su debut en Santiago en 2013.
Para un país que no tiene ni al baile ni a la música negra como parte de su raíz musical más profunda -a diferencia de lo que pasa aquí con el pop británico o el heavy metal-, la venida de Stevie Wonder fue un obsequio sorpresivo: de ésos que resultan tan maravillosamente inesperados que no queda más que disfrutarlos con goce y entrega. Un hito inolvidable, vibrante, y uno de los mejores espectáculos que han pasado por el país.
La exhibición de un genio temprano que ha perpetuado su brillo hasta hoy.