En diez años, una literatura puede —y debería— cambiar: de preguntas, de rostros, de búsquedas estéticas, de protagonistas. Es, de hecho, lo que uno espera: que el paisaje se transforme, que hable, ojalá, no sólo de otras cosas, sino, sobre todo, que hable en otros tonos, con otras palabras, con otras formas.
Pero a veces una década no es suficiente y aquí estamos, de nuevo, con los libros de David Foster Wallace sobre el escritorio, pensando que diez años no son nada y que su literatura sigue siendo una pregunta con muchísimas respuestas posibles —respuestas que sus lectores aún no hemos sido capaces de dar, seguramente—. Porque a ratos Foster Wallace parecía otro-escritor-norteamericano-más, de esos que publican un par de libros que todos elogian —mucha prensa, siempre— y después se convierten en cualquier cosa —por ahí está Bret Easton Ellis y Jonathan Franzen y Jay McInerney: ¿Quién se acuerda de Jay McInerney?—.
Pero esta —la de Foster Wallace— era otra historia.
Su vida estaría marcada por la publicación de La broma infinita (1996), la novela que partió en dos su biografía, la que le dio el éxito, los miles de lectores, las traducciones, una gira promocional que más tarde se convertiría en un libro y en una película, el reconocimiento, el prestigio y la posibilidad de separarse de sus compañeros de generación para siempre y situarse en lo más alto. Pero también sería, en parte, una condena: ¿qué se escribe después de publicar una novela de más de mil páginas? ¿Qué se hace después de que todos te dicen que eres un genio, la voz de una generación?
No sabremos nunca qué habría respondido Foster Wallace ante estas preguntas, pero sí sabemos lo que hizo: después de La broma infinita, decidió publicar una recopilación de sus ensayos y artículos periodísticos bajo ese título perfecto que es Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (1997). Luego vendrían dos títulos más de no ficción: Hablemos de langostas (2006) y En cuerpo y en lo otro (2012).
En esos tres libros, me parece, sobrevive quizá parte de lo mejor de la obra de Foster Wallace, aquello que lo hizo indudablemente singular, que lo alejó de sus contemporáneos, incluso de los mejores —A. M. Homes, William T. Vollman, Jonathan Lethem—: en esas crónicas, en esos ensayos, la mirada de Foster Wallace —la mirada y el estilo y esa escritura que convirtió su voz en un objeto reconocible y admirable— brilla y se detiene en los detalles e historias más inverosímiles para transformarlas en relatos desquiciados, que muchos han intentado imitar, pero que resulta imposible. Foster Wallace era un extraterrestre, pero uno que supo acostumbrarse a la cotidianidad norteamericana, a su época, y se infiltró en la cultura norteamericana y hasta pareció verse cómodo en medio de todo aquello, pero lo cierto es que nunca dejó de ser un extraterrestre: mirar el mundo con una falsa ingenuidad, aunque siempre con una curiosidad insaciable y con un puñado de lecturas contundente, que no lo encontramos en sus compañeros de generación. Y quizá por eso resulta tan evidente cualquier atisbo de imitación, y quizá por eso, también, es que no hay grandes discípulos de Foster Wallace: porque esa mirada y esas lecturas no aparecen de forma espontánea, no, son años, son una vida, una forma de afrontar la realidad.
Eso encontró Foster Wallace en la literatura: un lugar desde donde afrontar el mundo.
Y ese mundo en las manos —en la escritura— de Foster Wallace es casi siempre una historia inesperada, como ese viaje alucinante y alucinógeno que hace en un crucero de lujo por el caribe, rodeado de viejos insoportables y de un exceso de amabilidad falsa. Foster Wallace tenía un talento descomunal para retratar esas vidas impostadas, para desenmascarar a una cultura de la felicidad y del éxito que parecía serlo todo en esa Norteamérica de los 90.
El uso de la primera persona en las crónicas de Foster Wallace es ejemplar: no se exhibe, al contrario, recurre a sus impresiones —a su conocimiento y a sus experiencias— siempre desde la duda, del que no va a dictar cátedra, sino más bien del que sabe que lo que está afuera —los otros— es lo realmente importante en un texto de esas características. Recorrer el Festival de la Langosta en Maine, ver un partido de Roger Federer, seguir por siete días a un candidato a la presidencia de los Estados Unidos —John McCain en 1999—, asistir a una premiación de cine porno o poder mirar en el plató a David Lynch dirigir Carretera perdida: Foster Wallace ingresa a aquellos escenariso y sale con un puñado de imágenes, palabras e ideas que se entremezclan en sus textos. Foster Wallace no hace las preguntas que haría un periodista. Tampoco escribe como un periodista. Lo que busca es entender, en cada uno de estos viajes, por qué aquellos mundos son posibles, y se preocupa de que el lenguaje le permita transmitir la experiencia de haber estado en esos lugares.
Sus ensayos más literarios funcionan también de esa manera: son lecturas creativas en las que a veces encontramos asociaciones inesperadas, detalles que le permiten a Foster Wallace entrar por una fisura en la obra de autores tan diversos como Franz Kafka, David Markson —¡Que alguien reedite La amante de Wittgenstein, que tanto le fascinaba a Foster Wallace!—, Borges, Zbigniew Herbert y John Updike, por citar algunos.
La inteligencia de Foster Wallace le permitía transitar por estas lecturas y decir siempre algo nuevo, sorprendente, como quien está constantemente viajando al futuro y vuelve a explicarnos nuestro presente, vuelve a entregarnos una serie de coordenadas para no perdernos: las señales de ruta de una obra infinita.