Columna de Leo Marcazzolo: Culpa

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"Creo que vivimos por tanto tiempo dormidos que aún no despertamos".


A todos nos gustaría saber quién tiene la culpa. Agarrar a ese tipo o tipa y estrujarlo hasta que confiese. Pienso en eso cada mañana cuando veo a Mañalich enmascarillado por televisión comunicándonos las bajas. Habla como si se tratase de una guerra que ya perdió. Luego hago café, cepillo mis dientes y trato de no pensar. Creo que lo peor en esta situación es la especulación. Ponerse a pensar en el presente, en el futuro, en la salud, en el sexo que no se está teniendo, en el muy malo que ya se tuvo, en la muerte, en la vida, en el copete y en la comida. La comida y la bebida son los receptáculos más comunes del pensador. Así que, ¡cuidado!

Monto una escuelita a diario. Tengo dos hijos: uno de ocho y otro de diez. Al de diez lo enchufo a mi Mac y al de ocho a un Notebook de segunda mano que le compré a un centenial a cuarenta lucas en un andén de metro. El centenial agarró los billetes y se quedó por largo rato mirándolos (eran dos de veinte mil completamente auténticos). Al parecer buscaba alguna pifia. Luego se los guardó y dijo algo así como que tenía “muchos y muy buenos amigos”, así que “cuidadito no más con que no fueran a ser reales”. Los pocos que han visto su lindo computador han dicho que se parece más a un microondas que a un computador.

Ambos hijos míos se portan como su mamá. O sea no bien. O sea un poquito mal. Incluso, diría yo, casi un poquito peor de lo que yo me portaba a su misma edad. A mí nunca me gustó el colegio. Un día le pegué a una compañera con una silla y otra vez hice trampa con un torpedo rojo en una prueba de Historia de Chile. La miss Judith me pilló y me obligó a decir enfrente de todo el curso, que lo que escondía era un torpedo rojo y que me perdonaba por haberlo hecho de ese color. El menor de mis hijos en tanto, consideró que su jornada escolar del lunes era tan larga, que recortó las últimas dos clases del mismo horario de cartulina amarilla que yo misma le había confeccionado. Lo pillé sosteniendo las tijeras y aún así dijo que no había sido. Dos horas más tarde confesó y pidió doscientos pesos de recompensa por decirlo.

La mayor parte del tiempo luce como productor de televisión con unos audífonos gamers que no se quita ni para ir al baño. Literalmente no se los quita. Juega PlayStation 4 y está obsesionado con las acrobacias y las espadas. Les habla a sus amigos al tiempo que mueve los monitos de Fornite como si fueran su propia prolongación. Salta mientras les grita a sus amigos frases como “basura, ve por la espada” o “no me mates porque yo puedo suicidarme solo”. Su hermano mayor en cambio, juega a algo que no entiendo muy bien en mi celular, mientras ve unos monitos donde los protagonistas son una manzana, que es el mejor amigo de un cebollín. Además el cebollín está enamorado de una palomita de maíz, que a su vez es el colega de una hamburguesa. Por si fuera poco también tengo un perro que se llama Sanzón, que está permanentemente experimentando extrañas pulsiones sexuales que lo conducen a ladrarle a mi bata o a mi almohada.

Lo raro del confinamiento es que todo es raro. Pasa todo y a la vez no pasa nada. ¿A ver, qué puede pasarte en el confinamiento? Puede pasarte que aprendas que los carretes por la pantalla son iguales que las cervezas sin alcohol, o sea que parecen verdaderos pero no lo son: no te emborrachan pero te hacer ir al baño igual. Puede pasarte que necesites sentir desesperadamente el subtexto de la piel y bajes un par de aplicaciones del celular. He aprendido a ver la depresión como un perro negro. A veces me sigue, pero si corro más rápido que ella no me alcanza. Aprendí a enamorarme de un hombre que me mandaba mensajes para decirme que no tenía tiempo para mandarme mensajes. ¿Quién manda un mensaje para decirle a otro que no tiene tiempo para mandar un mensaje, en vez de decirle lo que tiene que decirle? Ah verdad, Cantinflas. Aprendí a enamorarme de otro hombre casi tan rápidamente como de Cantinflas, sólo que con más intensidad y vergüenza. Me pidió pololeo por la pantalla y le dije que sí por la pantalla, pero cuando le conté a mi mejor amiga, me dijo que el ocio daba para mucho y que mejor me entretuviera en mejores cosas. El romance duró apenas cuatro días. De él sólo puedo decir que es un lindo.

Lo más loco de esta pandemia es que vives en una soledad tan grande, que para torcerla, te sientes obligado a andar permanentemente en búsqueda de utopías tan absurdas como un pololeo por pantalla. Cuando te pasa eso. O cuando vuelves a hablar con alguien que quisiste mucho y te peleaste, de verdad comienzas a creer que el pensamiento trágico del incendio, cederá y se armará un futuro. Una escalera. Inventamos a Dios para sentirnos menos solos, inventamos amigos imaginarios porque son los únicos que no nos abandonarán jamás. Crees que en cualquier momento te incendiarás y no te incendias. Me pregunto por qué tomo whisky o por qué tomo ron o por qué tengo tantas ganas de asistir al cementerio. Quiero ver a los que ya no están porque en la muerte de ellos, veo definitivamente más vida que en una mascarilla.

Creo que vivimos por tanto tiempo dormidos que aún no despertamos. Durante treinta años elegimos no votar. Votamos por el mal menor, por el presidente menos malo, por el que nos hiciera menos cosquillas en las axilas, por el que nos permitiera respirar en la creencia absurda de que estábamos superando la pobreza, cuando en verdad sólo estábamos incrementando el uso del dinero blando. Votamos por hombres que continuaron siempre procurando que el 70% de la propiedad del cobre continuara en manos de sus financistas de campaña. Los privados, durante estos últimos treinta años han logrado ganar más de veinticinco mil millones de dólares- sólo en un período de doce meses- pagando únicamente trescientos millones de dólares en impuestos. Votamos por hombres que impulsaron leyes tan nefastas como la ley de pesca, la ley de la gratuidad a medias de la Educación y varias más. Los culpamos a ellos, cuando en verdad deberíamos estarnos culpando a nosotros mismos por estarles dando un cheque cada mes. Treinta años mirando para el lado. Treinta años bajando la cabeza ante cualquier Ministro de Hacienda de derecha o izquierda- como si fuera un padre- cuando nos decía que “no había plata para salud ni educación, porque teníamos que ahorrar”. El precio del cobre se encumbraba hasta por las nubes pero igual teníamos que ahorrar. Treinta años escogimos no votar. Votamos por el que tenía la mejor campaña. Rayamos su nombre sin preguntarnos en ningún momento quién financiaba su nombre. Los políticos nos dejaron solos, pero antes de que nos dejaran solos, nosotros los supuestos liberales, dejamos a mucha gente sola. Nos resbalamos en nuestra propia baba. Quizás no tengamos la culpa del Coronavirus ni de las muertes provocadas por el Coronavirus, pero sí tenemos gran responsabilidad en haber creado el mejor escenario para el contagio.

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