Por cortesía de editorial Planeta compartimos las primeras páginas de 50 palos… y sigo soñando (Planeta, 2017), las memorias del músico Paul Donés que dan cuenta de los días del español fundador de Jarabe de Palo, en modo flash forward y en primera persona, desde su niñez hasta que le detectaron un cáncer de colon en 2015.
1. La vida de Pau Donés en pocas palabras
Muy lejos de pretender escribir una biografía, pues las biografías suelen oler a muerto y yo todavía no, os hago un breve repaso de cómo he pasado por la vida desde que el 11 de octubre de 1966, en la clínica El Pilar de Barcelona, me asomara al mundo por primera vez (que yo sepa) hasta este momento.
La niñez
Como apuntaba, nací en Barcelona un 11 de octubre de 1966. Ese día no sucedieron grandes acontecimientos en el planeta, aunque cabe destacar que en la Ciudad Condal comenzaba el V Congreso Mundial sobre la Protección de Animales al tiempo que en Salamanca se inauguraba un monumento al toro de lidia. Qué contradicción, ¿no? ¡Increíble pero cierto!: protejamos a los animales y a la vez matémoslos sádicamente, aunque en la España de los años sesenta no era tan increíble y, bien pensado, tampoco lo seguiría siendo ahora. En fin, antes de nada, quiero dar las gracias a mis padres, Amado y Núria, por haberme dado la oportunidad de vivir, y también por todo el amor que recibí a pesar de haber sido un trasto de mucho cuidado.
No tengo un claro recuerdo, pero la salida del vientre de madre por el conducto vaginal debió de ser, seguro, muy dolorosa para ella (siempre he sido muy cabezón), y bastante traumática para mí (por cómo contaba ella que me movía dentro de su barriga, se ve que pocas ganas tendría de salir). Por aquel entonces corría la teoría de que el dolor y el sufrimiento en el parto fortalecían el vínculo madre/hijo y de que así los niños salían más fuertes y preparados para la vida. ¡Increíble pero cierto (parte 2)!
Lo que sí se sabe es que tardé un buen rato en soltar el primer llanto y que, cuando lo hice, una cosa quedó clara: el primogénito de la familia Donés Cirera venía con una clara vocación, la de músico, lo cual confirmaría el devenir de mi vida.
En mis primeros años, a pesar de apuntar maneras, mis padres enseguida se dieron cuenta de que no era normal: no sabía leer y me pasaba el día dando saltos o colgado bocabajo de la lámpara del comedor.
En ese momento alguien decidió que el niño era tonto y muy movido (hoy en día me diagnosticarían como disléxico e hiperactivo), lo que trajo muchos dolores de cabeza a mi madre, que sin embargo pronto, y de forma casual, encontró la fórmula para calmarme: la música. Recuerdo perfectamente el tocadiscos de maleta marca Philips, con el que pasaba tardes enteras escuchando discos: de canciones y cuentos infantiles, de música latina, de Elvis, de jazz, de chistes de Gila… Sí, he dicho Gila. A madre le encantaban y yo los escuchaba atentamente, aunque sin entender muy bien los chistes e historias que tanto me hicieron reír años después y que aún guardo como oro en paño.
Dislexia e hiperactividad, vaya cuadro.
Después de mí vinieron dos churumbeles más y finalmente una niña, la princesa del castillo. Madre, viendo el zoológico que tenía en casa, compró una colchoneta de kárate y en ella aprendimos unos cuantos trucos de los que Bruce Lee hacía en sus películas, solo que de forma autodidacta. Yo le daba cera a mi hermano Marc, y Marc a Bernat, y así dale que te pego hasta que uno salía llorando o sangrando. Entonces madre sacaba la zapatilla y ahí empezaban las clases de artes marciales de verdad. Cuando crecimos tiró por fin la colchoneta y compró otro tocadiscos.
Buena decisión. En casa la hiperactividad se trataba a base de música, pero ahora a los hiperactivos les dan anfetaminas. ¡Socorro!
En cuanto al colegio, pasé por siete escuelas y otros tantos psicólogos, y aunque sacaba buenas notas me aburría mucho en clase. Nunca entendí qué cojones hacíamos sentados siete horas diarias en una silla, con lo bien que se estaba en el patio jugando al baloncesto, y sigo sin entenderlo ahora.
En general tengo muy buenos recuerdos de la niñez. Aunque era un chaval bastante conflictivo en esa época fui razonablemente feliz. Crecí en una familia estupenda y tuve buenos amigos, algunos de los cuales todavía conservo. Hice muchas gamberradas y tuve la gran suerte de poder satisfacer la mayoría de las veces la tremenda curiosidad que sentía por las cosas que me rodeaban gracias a que nuestros padres nos dieron bastante libertad de movimiento, lo cual creo que fue fundamental para el desarrollo de la parte más creativa de mi cerebro.
La adolescencia
En mi caso no duró mucho. En plena crisis de identidad (típica en esa edad) madre murió. Se suicidó justo una semana después de que yo cumpliera dieciséis años.
Cuando llegas a los dieciséis te sientes mayor, sabio, independiente, te conviertes en el dueño del mundo. Te puedes sacar el permiso de conducir motocicletas, salir de noche hasta tarde, beber cerveza, entrar en las discotecas… A los dieciséis eres el tío más chulo y molón del mundo, pero también el más mamón, no hay quien te haga sombra, y mucho menos tus padres. A los dieciséis lo que básicamente eres es un gilipollas.
A la semana de mi decimosexto cumpleaños yo pasé de sentirme mayor a serlo. En un segundo pasé de ser un idiota adolescente a un adulto menor de edad.
La muerte de una madre… ¡Menudo palo! La lección fue severa pero definitiva: el sentido de la vida cobró la importancia que en realidad tenía y que yo, hasta el momento, no le había sabido dar. Sufrí un dolor insoportable, un miedo atroz e infinito. ¿Cómo se podía vivir sin madre? ¡Joder, qué puta mierda! Pero a la vez aprendí que la vida era lo mejor que tenía, y que no la iba a dejar pasar. Nunca nadie me ha dado una lección tan poderosa, y si soy lo que soy es gracias a la fortaleza que madre me transmitió de forma tan dura y fulminante. ¡Gracias, mami!
También fue en esta etapa cuando hice un par de descubrimientos importantes. El primero, la música moderna: pasé de escuchar discos de villancicos a vinilos de Bob Marley, los Beatles, Lou Reed, David Bowie, los Rolling Stones… ¡Qué emoción! Escuchaba música a todas horas e imitaba a esos artistas alucinantes bailando en mi habitación con una vieja escoba tuneada a modo de guitarra. Me puse un pendiente en la oreja izquierda, empecé a peinarme con estilo y me compré una chupa tejana que no me sacaba ni para dormir. Era increíble e incontrolable.
Antes de morir, madre me compró una guitarra eléctrica y ahí descubrí mi verdadera vocación. La música fue mi aliada, mi compañera en el duelo y mi compañera de viaje, y sin duda me ayudó a continuar. Más que una válvula de escape fue como la fuente de energía que me empujaba hacia delante y aliviaba esa profunda y enorme pena que sentía. En la vida yo iba a ser músico. Lo supe entonces y a por ello fui.
Durante esta época formé mi primer grupo musical, llamado Jay & Company Band, junto a mi hermano Marc, y unos años después montamos otra banda a la que bautizamos como Dentaduras Postizas.
Mi segundo descubrimiento, el sexo: perdí la virginidad a los diecisiete años con una mujer estupenda en el más excelso de los sentidos. Descubrí el sexo gracias al amor (aunque con el tiempo acabara sucumbiendo al hechizo de hacerlo por puro placer). De hecho, ella fue el primer gran amor de mi vida. Vivir ese momento ha sido una de las cosas más bonitas que me han sucedido. La primera vez fue un desastre completo (obviaré los detalles) pero maravilloso: un coche (un viejo Seat Ronda 1.6 de mi padre), unas estupendas vistas al Mediterráneo, una primavera deliciosa, Bob Marley de fondo y a mi lado la reina de mis sueños. ¿Qué más se puede pedir? La sigo queriendo mucho y después de más de treinta años continuamos compartiendo una muy buena relación.
En la vida he tenido mucha suerte con las mujeres que me han acompañado; en la familia, en el trabajo, en el amor… Aparte de sentirme tremendamente querido, de ellas he aprendido casi todo. Me hicieron hombre y, sobre todo, persona.
Pero de este asunto hablaremos más adelante…
De los 20 a los 30
De esta etapa no destacaría nada en particular, sino en general las ganas de destacar. Si en la adolescencia te crees sabio, a partir de los veinte te crees Dios: empiezas a trabajar, te vas de casa, te compras la primera moto (en mi caso una Vespa T3 75 con motor trucado Autisa), comienzas a tener algún pase VIP de discoteca y te crees que las chicas (que ya son mujeres) te hacen caso por lo guaperas y chuleta que eres. ¡Qué paciencia!, pero también qué divertido.
Lo tonto que era a los veinte, pero qué bien me lo pasé. El mundo se me abrió de par en par y yo lo aproveché, ya te digo si lo aproveché, a veces pienso que incluso demasiado. Empecé a tomarme lo de la música en serio, y salía por las noches de miércoles a domingo. Con el rollito de la música ligaba bastante y, al tiempo que estudiaba, hacía anuncios de publicidad (tenía pinta de simpático), con lo que trabajando poco me ganaba una buena lana. Para qué contar más: veinte años, lana en el bolsillo, moto, pandilla de amigos golfos, grupo de música y chicas. ¡Un puto dios!
A falta de madre me tocó a mí hacer en parte su papel. Lo hice fatal. Fui una madre/hermano mayor pésimo, aunque le puse buena intención. Tuve la suerte de tener unos hermanos mucho más listos e inteligentes que yo, que supieron capear el temporal con gran destreza y valentía y que se las apañaron muy bien para tirar pa’lante, aun teniendo un coñazo de hermano mayor dándoles la brasa a todas horas.
A pesar de mi dislexia me gradué en la universidad previa presentación de un certificado médico que daba fe de mi «enfermedad» (me suspendían por las faltas de ortografía, ¡en serio!). «Pau Donés Cirera, Licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad de Barcelona.»
Me licencié, aunque, mientras estudiaba, la pregunta terminó por surgir: ¿qué cojones hacía un músico estudiando para ser empresario, contable o auditor de cuentas? Me lo pregunté una vez y no más: estudié, me saqué la licenciatura, hice feliz al jefe (mi padre) y al terminar quemé todos los libros, me hice feliz a mí, y todos contentos. No digo que todo ese conocimiento no me haya servido. De hecho, en un negocio tan agresivo como el de la música me vino muy bien tener una cierta formación empresarial, tanto a nivel de bolsillo como de imagen: nunca permití que nos vendieran por algo que no éramos y, señores, «la pela es la pela».
Tras terminar la carrera, y pese al empeño de mi padre por disuadirme de mi vocación musical, emprendí la aventura y, por cabezón, algo de talento y mucha vocación, aquí estoy. Pocas cosas tengo claras, pero hay una que sí: lo mío, desde el principio, ha sido y es la música.
Por no olvidar el asunto del amor os comentaré que en esta etapa ya empecé a apuntar maneras: las maneras de un novio desastre. Era un novio pésimo, un bandarra, un «chico malo», uno de esos que tanto gustan a las chicas pero solo un rato. Como amante, pues según el día (creo que me puse el condón más veces al revés que correctamente), pero aunque en general fui una malísima pareja sí me porté como un buen compañero y amigo. Prueba de ello es que conservo buena relación con casi todas mis «ex».
De los 30 a los 40
En el devenir de mi vida, y en plena eclosión de la estupidez propia de un treintañero que se cree adulto, pero que no tiene ni puta idea de lo que va la vida, me ocurrieron dos grandes hechos. Grandes no, grandísimos: me convertí en músico y fui padre por primera vez.
Ser músico. El sueño se hizo realidad: por fin alguien quería grabarme un disco. Iba a dedicarme a lo que más me gustaba en el mundo.
No albergaba grandes expectativas, el solo hecho de saberme músico era más que suficiente. Era lo mejor que me había pasado hasta aquel momento. La música, por fin, iba a cambiar mi vida. ¿Cómo? Ni puta idea, me daba igual. A partir de entonces, cuando alguien me preguntara lo que hacía, le diría lo que ponía en mi DNI: «músico», lo cual me hacía sentir muy orgulloso. Estaba feliz, y con el tiempo la realidad superó con creces la ficción, pero os aseguro que mi ambición quedaba totalmente saciada con la grabación de ese primer disco.
En 1996 nace La Flaca y, con La Flaca, Jarabe de Palo. ¡Yujuuuuuu!
Ser padre. Lo mejor que me ha pasado en la vida. ¡Y estuve a punto de perdérmelo! ¿Por qué? Porque yo no quería ser padre: ¿traer a alguien a este mundo de mierda? ¿Cómo iba a cuidar de mi hija si estaba siempre viajando? ¿Tan joven y ya con hijos? ¡Qué responsabilidad!
Lo que os decía, era un idiota de treinta años haciéndose preguntas idiotas, preguntas que tenían una facilísima respuesta: sí a todo.
¿Os he hablado alguna vez de mi amigo el Ilustre Quimi Portet (componente del grupo musical El Último de la Fila)? Digo «ilustre» porque este adjetivo es lo más alto en la escala de la sabiduría, mucho más que un maestro o un doctor. Pues estando con el Ilustre Portet en un restaurante digno merecedor de los más altos galardones (Cal Gran, en Lladó, Girona), compartiendo unas suculentas gambas de Palamós, le comenté que no tenía nada claro lo de ser padre. Entonces él, casi sin inmutarse, me aleccionó con una de sus magistrales teorías, la del Homo useless:
—Mira, Pau, hay algo que los hombres deberíamos aceptar desde el primer momento, y es que, aparte de para la perpetuación de la especie (hasta donde yo sé, el óvulo necesita de un espermatozoide para crear vida), los hombres no servimos para nada. Somos useless, es decir, inútiles. El mundo es mundo gracias a las mujeres, a su fuerza, a su coraje, a su valentía y a su inteligencia, mientras el hombre se pasa el día inventando chorradas que no sirven para nada con el fin de hacerse valer. Así que déjate de hostias, porque al fin vas a cumplir con tu cometido, que no es otro (porque así lo ha dictado la madre naturaleza) que ayudar a la gestación de un nuevo ser humano.
¡Excelso, sublime como siempre! Lo que yo no sabía es que ese hecho me iba a hacer el hombre más feliz del universo, porque mi hija Sara cambió mi vida. Y tanto que la cambió, pero para bien: esa renacuaja me giró la cabeza. Descubrí un amor que nunca antes había conocido, me volví cariñoso, amoroso, incluso pegajoso, nunca antes le había dicho tantas veces a alguien lo mucho que la quería: Sara guapa, Guapa Sara… Gracias a ella ahora soy más grande, más fuerte, más persona y mucho más feliz.
En la introducción de este libro ya os he comentado que como músico cumplo todos los tópicos. Aquí va otro: escribirle una canción a tu hija, a lo cual me había resistido durante muchos años. Os la dejo porque creo que es un buen reflejo de lo que con su presencia me ha hecho sentir, como seguro que a muchos de vosotros vuestros respectivos hijos.
Niña Sara
Sara vino al mundo como tú y como yo,
un pan bajo el brazo y no preguntó,
llegó y sin permiso me robó el corazón.
Sara lloraba, yo no la entendía,
pero su sonrisa me daba la vida.
Sara lloraba y a mí me llenaba de amor.
Bienvenida niña,
niña guapa, Sara.
Te di la vida
y ahora tú
me la das a mí.
Le imaginé un mundo diferente,
algo distinto, algo más decente,
un lugar mejor al que yo le podía ofrecer.
Un mundo más limpio, humano y transparente,
un sitio agradable, feliz e inteligente,
algo mejor al mundo que ella iba a tener.
Cada mañana cuando me levanto
me digo a mí mismo que tengo que hacer algo
para darle a Sara una vida en un mundo mejor.
Cada mañana me hago una promesa:
ser mejor persona, respetar esta Tierra,
para que los niños vivan en un mundo mejor.
Bienvenida niña,
niña guapa, Sara.
Te di la vida
y ahora tú
me la das a mí.
De los 40 a los 50
La mejor de las etapas, sin duda los mejores años de mi vida. Si de los 20 a los 30 lo pasé de lujo, mucho mejor de los 40 a los 50.
En el pasado vivía la vida a toda velocidad, casi siempre en modo futuro, porque iba tan deprisa que era consciente de mi presente un tiempo después de que hubiera sucedido. Me daba la sensación de que llegaba tarde a todo en el sentido de que, cuando quería darme cuenta de lo que me había pasado, ya estaba en otra cosa. Y así sucesivamente. Es como si viviera el presente desde el futuro. ¡Qué rabia me daba!
Como escuché de alguien una vez: «El presente es el tiempo que perdemos pensando en el futuro». Pues más o menos así era yo, un cohete de reacción al que nunca se le acababa el combustible.
—¿Pero adónde vas, cohete?
—Y yo qué sé, pa’lante, pero a todo gas.
—¿Y por qué vas tan deprisa?
—Por si acaso se acaba el mundo, a tope que voy.
Como peces en el agua
Iba tan deprisa que no te vi pasar,
tan deprisa que no veía nada,
tan deprisa que me perdí el paisaje
y la belleza que me rodeaba.
Iba tan deprisa que no me di ni cuenta,
tan deprisa que la vida se escapaba,
tan deprisa que el presente era pasado
a cada paso que daba.
Quería parar a disfrutar de los olores,
del suave vaivén del juego de los amantes,
quería parar y recrearme en la locura
cuando dos cuerpos se juntan.
Quería parar a disfrutar de los momentos,
del suave vaivén de los peces en el agua,
quería parar, pero iba tan deprisa
que se me escapó la vida.
Iba tan deprisa
que no caí en la cuenta
que corría y corría
y que no tenía prisa.
Iba tan deprisa
que no caí en la cuenta
que corría y corría
sin saber a dónde iba.
A partir de los 40 el asunto cambia radicalmente. Empiezo a vivir la vida con gran intensidad, pero desde el presente, siendo muy consciente de cada momento, disfrutando del tiempo como nunca antes. No digo que apretara el freno, pero dejé de mirar al cuentakilómetros para comenzar a deleitarme con el paisaje que me acompañaba en este delicioso viaje que es la vida.
En lo personal he vivido momentos estupendos. Incluso he tenido instantes de gran felicidad (cosa que no es fácil, ¿eh?). Y en lo profesional, pues le he vuelto a coger el gusto a esto de ser músico. No es que lo hubiera perdido, pero después de veinte años en la carretera, para qué nos vamos a engañar, las ganas no siempre son las mismas. Y fíjate tú, casi a los cincuenta volví a retomar el pulso. ¡Volvemos a la carretera! Empezamos de nuevo, pero esta vez en Estados Unidos, en donde inventaron esto del rock’n’ roll. Compramos un backline (instrumentos musicales), alquilamos una furgoneta y a tirar millas: 36 conciertos en 45 días. Visitamos ciudades míticas y salas de conciertos supermíticas donde habían tocado bandas más míticas aún, y ahora también nosotros. Recorrimos un país alucinante como lo hacían antes los grandes. Subidón total.
Y entonces… En las postrimerías de la década, a apenas dos meses de cumplir los 49, me diagnostican un cáncer. Un cáncer tan potente como la vida que he llevado, en mi caso no podía ser de otra manera, ¡todo a lo grande, a lo bestia! Un cáncer que seguramente me acompañará toda la vida.
Pero no me quejo, al contrario. Aun a sabiendas de que el «cangrejo» puede matarme en cualquier momento, también me ha dado una perspectiva única que me hace mucho más consciente de la vida que llevo y del tiempo que tengo. Y eso para mí es muy importante. Por contradictorio que parezca, el cáncer me ha dado momentos gloriosos, de una clarividencia brutal, de una emoción como nunca antes había sentido.
A raíz de lo del cáncer, René, el «Residente» del grupo musical portorriqueño Calle 13, me envió un mensaje que lo expone perfectamente:
Querido Pau, eres afortunado. Ahora tienes el don de ver la vida desde un lugar desde donde solo algunos privilegiados la pueden ver.
Pues es verdad, René.
De los 50 en adelante… Ojalá fueran cincuenta más, pero con veinte me conformo. Hace precisamente dos décadas, con motivo de la edición de nuestro primer disco, La Flaca (1996), escribí un pequeño texto en el que hablaba de lo importante que era para mí vivir en el mundo de los sueños, un mundo paralelo que solía visitar con bastante asiduidad. Puede ser que en los últimos tiempos lo tuviera algo descuidado, pero felizmente me he vuelto a reencontrar con él.
Vivir soñando, eso es lo que voy a hacer en lo que venga por delante. Voy a dedicarme solo a cosas que considere que valen la pena, a cosas que me gusten. Paso de perder el tiempo, de malgastar la vida en gilipolleces. Carpe diem power! Pero además de verdad. Por eso, si un día me cruzo en el metro contigo y no te saludo, no pasa nada, es que ando ensimismado en mis pensamientos.
Encuentra 50 palos... y sigo soñando (Planeta, 2017), de Pau Donés, en este link.