El día que Violeta Parra fue la “paciente cero” de una peste mortal
Ocurrió en Lautaro, en 1921, cuando la folclorista llegó a bordo de un tren proveniente de Santiago. Según su testimonio, murieron veinticinco personas a causa de la viruela que se contagió posiblemente en un vagón y que dejaría marcas tan profundas como imborrables en su vida y obra.
—Por causa de mi peste se murieron como veinticinco personas.
Frente al micrófono de Radio Universidad de Concepción, Violeta Parra cuenta la historia mientras presenta como primicia sus Décimas, las que tienen un carácter “eminentemente autobiográfico”, según advierte el locutor Mario Céspedes.
La escena transcurre en el Hotel Biobío, el 5 de enero de 1960, según registra el libro Violeta Parra en sus palabras (Catalonia / UDP, 2016), de la periodista Marisol García.
—Fue horrendo, en Lautaro (...) En ese tiempo no había remedio para este mal —continúa la folclorista—. Sin embargo, yo me salvé, ¿ah?, porque los diablos malos no se mueren nunca.
La propia Violeta Parra anotó el episodio en las páginas de su libro póstumo Décimas. Autobiografía en versos (Sudamericana, 1988):
Descalabro
La infancia de Violeta Parra tuvo más necesidades que comodidades, según narra la biografía Después de vivir un siglo (Lumen, 2017), del periodista Víctor Herrero. Hija de la costurera Clarisa Sandoval y el profesor Nicanor Parra, la folclorista nació el 4 de octubre de 1917 en San Carlos, provincia de Ñuble, en el sur chileno.
Por trabajo, tal y como apunta el escritor Fernando Sáez en La vida intranquila, biografía esencial de Violeta Parra (Planeta, 2017), en 1919 la familia completa se trasladó a la capital chilena, aunque su permanencia fue más bien breve.
—Nicanor obtiene ocupaciones tan disímiles como cobrador de tranvías y gendarme en la Cárcel Pública, trabajos esporádicos que no duran demasiado —dice Sáez.
Todo cambiaría para noviembre de 1921, cuando el clan entero regresa en tren con destino a Lautaro, un pueblo de la región de La Araucanía, a 660 kilómetros al sur de Santiago, donde el padre deberá ejercer su profesión, haciéndose cargo de la enseñanza de las primeras letras a los conscriptos en el Regimiento Andino N°4.
Fue en ese viaje cuando Violeta, de cuatro años recién cumplidos, se contagió de viruela.
Violeta Parra todavía no es Violeta Parra, pero en ese poblado perdido del sur, sacado de un paraíso lárico, la niña comienza a acumular una rica experiencia artística y cultural gracias a su infancia rural, según detalla la académica Paula Miranda en el prólogo de Violeta Parra: poesía (Ediciones UV, 2016).
Según pone en contexto el libro de Fernando Sáez, para 1921 dos epidemias asolaron a Chile:
—Una de influenza, que hizo estragos durante el invierno en el centro y sur del país, y otra de viruela, que comienza su brote en el norte y avanza hacia el sur por contagio justamente en esos viajes donde el hacinamiento y las malas condiciones higiénicas eran frecuentes —anota el escritor.
Ese, decía la autora de “Gracias a la vida”, había sido su acercamiento más temprano con la muerte.
Así lo relata en sus Décimas:
Su madre, Clarisa Sandoval, rememoró el mismo episodio:
—Íbamos en el tren nosotros y ahí la niña recibió la infección. Yo no sabía qué era, porque se hinchó tanto, por suerte llevábamos frazadas y la envolví bien, así que nadie se dio cuenta. Así llegamos a Lautaro con la niña enferma, sin que nadie supiera de qué —recoge la biografía Gracias a la vida. Violeta Parra, testimonio (Galerna, 1976), de Bernardo Subercaseaux y Jaime Londoño.
—Dejamos la pelería por ahí —cuenta la matriarca del clan Parra—. Y eso que la tuve bien escondida hasta que se mejoró. Un día oí hablar de tantísima viruela que había en Lautaro. Murieron varias personas y tuvieron que hacer un hospital especial, bien alejado del pueblecito.
En el sombrío y lluvioso Lautaro, fundado en 1881, apenas cuatro décadas antes de la llegada de los Parra, sus habitantes poco sabían de esa peste mortal que a la fecha había cobrado cientos de víctimas en todo Chile, hasta que un día los viejos, niños y animales comenzaron a morir.
“Personal sanitario de Ñuble enfrenta profilaxis de la viruela”, tituló el diario El Día, de Chillán, ese mismo año, según documenta la investigación de Subercaseaux y Londoño.
Un costrón inhumano
Aunque recién el año 1959 se declaró a la viruela erradicada de Chile, según la literatura médica apenas en 1980 la Organización Mundial de la Salud anunció que era la primera enfermedad infectocontagiosa en contenerse alrededor del planeta.
La fiebre eruptiva, que podía causar la muerte, era su principal síntoma cuando apareció el primer registro de la enfermedad en Chile, el año 1554. Desde entonces, y hasta 1923, se presentó numerosas veces en el país en forma epidémica, provocando altas tasas de mortalidad.
Para 1878, cuando el expresidente Pedro Montt era diputado por Petorca y La Ligua, recibió un telegrama que le informaba sobre la epidemia en Salamanca y solicitó que le enviaran "buen fluido" a Petorca, ya que la vacuna con la que contaban era "malísima".
De acuerdo a la historiadora Paula Caffarena, la vacuna contra la viruela fue la primera en desarrollarse en el mundo. Su llegada y difusión en Chile se enmarcó en un contexto hispanoamericano y global.
—La viruela era una de las enfermedades infecciosas más temidas, los brotes eran frecuentes y cada cuatro o cinco años se producía una epidemia —detalla la biografía de Víctor Herrero.
Avanzado el primer cuarto del siglo XX, la convivencia con epidemias y enfermedades infectocontagiosas era común entre los chilenos, en especial aquellos de escasos recursos que por entonces se instalaban en los arrabales de las grandes ciudades; las más habituales y mortíferas eran la viruela, la influenza y las enfermedades venéreas como la sífilis.
—Durante muchos años Chile tuvo la más alta tasa de mortalidad infantil registrada en occidente —contextualiza el historiador del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad de Chile, Marcelo Sánchez—. Todo ello lo explicaría por razones de pobreza, falta de higiene, malas condiciones sociales y de salario. Por ello es que la chilena fue una población susceptible a la gravedad de las epidemias.
—Las condiciones higiénicas y de alimentación de los obreros, campesinos y de las familias pobres de las ciudades eran pésimas —agrega el académico—. La mala alimentación a niveles críticos era la norma. Hasta 1935, que surgió la primera planta pasteurizadora pública de leche, la familia obrera consumía preferentemente papas, mote, pan, vino y muy poca carne, huevos, pescado o leche.
Entre sus secuelas y medidas de contención, la viruela protagoniza un fragmento importante en las Décimas de Violeta Parra:
La memoria
La muerte de personas contagiadas por viruela en Lautaro, no sería la única marca temprana en la vida de Violeta.
—Mi mamá dice que la Violeta era muy bonita hasta que esa maldita peste le marcó la cara —cuenta su hermana Hilda Parra en el libro de Subercaseaux y Londoño.
Aunque fue la primera de varias enfermedades que la artista padeció durante su vida, la viruela dejaría notorias cicatrices en el rostro de Violeta Parra.
Ella misma relata, desde las páginas de sus Décimas, que en el colegio le ponen el apodo de “Maleza”:
La supuesta fealdad sería una constante en su vida, según se advierte en una carta enviada por la autora de “Qué he sacado con quererte” a Gilbert Favre, recogida en El libro mayor de Violeta Parra (Cuarto Propio, 2011), publicado por su hija Isabel:
—Se ve mi cara fea en el brillo de mi anillo —escribe Violeta—.
En el ciclo “Pandemia, enfermedad y literatura” de la Escuela de Literatura Creativa de la Universidad Diego Portales, el escritor Álvaro Bisama afirmó que las Décimas es un texto central para entender a la artista:
—La viruela que trae Violeta Parra, que provoca una pequeña epidemia, es en el fondo el “paciente cero” de la enfermedad en Lautaro. Ella tiene cuatro años de edad y lo magnifica en su memoria. ¿Por qué es importante esta figura? Porque también la enfermedad la cambia. Ella misma se describe en algún momento como casi de pura costra.
En Violeta Parra, al parecer, la memoria viene y va en el tiempo, y se organiza a modo de retratos, descripciones, reflexiones y confesiones en sus Décimas. Es, ante todo, un ejercicio de diálogo con los otros.
Como dicen que dijo la poeta argentina Tamara Kamenszain:
—Está más cerca del susurro y el cuchicheo, que de la verdad de los discursos establecidos.
La académica de la Universidad Católica, Paula Miranda, profundiza en la idea:
—La obra de Violeta no se puede situar en el difícil escenario de la cultura letrada, donde la mujer ha entrado con tantas dificultades y a contrapelo de los discursos oficiales. Violeta instala su obra en el amplio escenario de la cultura popular, esa especie de "cultura fuera de la cultura" que no hace más que desafiar los gustos y lo previsible, que valiéndose de lo recibido de la tradición reinventa cada día un arte nuevo y reencuentra al "público" con su más estremecedor pasado. Un arte que le debe mucho a la cultura oral y a la música, al carnaval y al juglar, al ritual y a la comunidad.
No por nada Pablo Neruda la llamó "Santa de greda pura", y Nicanor Parra, "Árbol lleno de pájaros cantores"; pero el poeta Raúl Zurita fue todavía más allá:
—Como en lo mejor de Neruda, pero solo en lo mejor de él, en Violeta Parra, la más humana de nuestras poetas, hay algo inhumano, es como si su poesía la dictaran otras cosas; la primavera, el invierno, el viento. Si los demás nos llamamos poetas ella sobrepasa esa palabra y habría que ponerle otra y si a ella la llamamos poeta los demás tenemos que cambiarnos nombre, ella es de otro linaje, de otra estatura.
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