Gigante será el desafío de explicar a jóvenes que hoy se acercan a la adultez sobre aquellos años —no tan lejanos, por cierto— en que la relevancia cultural del cine era proporcional al tamaño de las pantallas que lo proyectaban e incluso su banda sonora sonaba en radios y se vendía en tiendas físicas.
Aquellos años en que la música de un film y quienes la componían tenían casi tanto peso en el resultado final de la obra como el actor o la actriz que la protagonizaba. Apellidos como Williams o Morricone eran sinónimo —al igual que una Streep o un Pacino— de un colaborador capaz de poner su oficio a disposición de un fin mayor, haciendo borrosa la línea que separa al autor de sus colaboradores.
¿Cómo lo haremos? ¿Cómo podremos explicar la relevancia cultural de alguien así? La composición musical para cine no ha dejado ni dejará de existir; música y cine son mellizos inseparables. Sin embargo, al navegar junto a series y programas por ese cauce de contenido heterogéneo que son las plataformas de streaming, el cine ha perdido algo de la relevancia cultural que tenía, dando espacio a otras expresiones artísticas. En consecuencia, colaboradores y artesanos que secundan al director —como Morricone, Williams, Hermann y otros— ya no tienen la cabida en prensa que alimentaba la cinefilia y la cultura general hace algunos años. Haga el ejercicio: ¿a cuántos compositores de cine vivos puede mencionar sin googlear?
Al igual que Alfredo a Toto en Cinema Paradiso, Morricone me presentó un sinnúmero de directores y películas. A través de numerosos cassettes (y luego CDs) con soundtracks que mi papá y abuelo coleccionaban, su música me llevó a buscar con cierta obsesión un sinnúmero de films cuya música conocí incluso antes que sus imágenes. Muchas películas que, aquí confieso, no estuvieron a la altura de su melodía.
Para explicar a quienes nacieron en la era del streaming la importancia de Morricone, quizás sirvan las palabras que tuiteó el crítico y documentalista Mark Cousins para quien Morricone “(…) hacía rugir a las películas”. Yo diría que las hacía rugir, hablar y susurrar cuando era necesario, pero más importante aún, las anclaba en nuestra memoria, como una aplicación que ningún virus —ni virtual ni real— es capaz de borrar.