Durante trece años el cineasta ruso Ilya Khrzhanovsky (1975) estuvo dedicado a un proyecto que desde cualquier punto de vista parecía la quimera de un chiflado: un trabajo de más de 700 horas de rodaje que reproducía las condiciones de vida en la Unión Soviética, basándose en el modelo del Instituto de Problemas Físicos de la Academia Rusa de Ciencias, un centro de investigación científica que existió entre 1937 y 1962 y que fue dirigido por el Premio Nobel de Física Lev Landau (1908-1968).
Ilya Khrzhanovsky hizo convivir durante meses a los involucrados en el proyecto en las mismas condiciones de vida de la época, sin las bondades tecnológicas de la modernidad y dentro de un gran set de rodaje. Ostenta el récord de ser el más grande construido en Europa, en este caso en la ciudad ucraniana de Járkov.
Repartidos en 12 mil metros cuadrados, una serie de artistas científicos, modelos, performistas, rabinos, psicólogos, y, en realidad, todos los que quisieron unirse, fueron entrando al proyecto para representar a distintos personajes. Hubo pocos actores profesionales y el resto fueron más bien colaboradores dispuestos a entrar en carácter por meses o incluso años, al punto de mimetizar su vida con la de un auténtico ciudadano de la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
Desde los inicios hubo ciertos rumores y luego quejas abiertas de un rodaje al borde de la sanidad mental, de eventuales maltratos laborales y de abusos varios en el set. Aún así y considerando las características de este demencial “Truman Show estalinista” (la definición es del diario The Guardian), lo que menos se podía esperar de la empresa de Ilya Khrzhanovsky era que justamente no sufriera ese tipo de críticas. El título general de la propuesta es Dau y alude a como, cariñosamente, los miembros del instituto científico llaman a su director Lev Landau, un genial y algo peregrino físico que creía tanto en la poligamia como en la mecánica cuántica.
Cuando ya nadie pensaba que la megapelícula podía tener alguna salida a la luz pública, Ilya Khrzhanovsky (el apellido es definitivamente impronunciable en español) y sus colaboradores (dirigió estos filmes junto a Jekaterina Oertel, Ilya Permyakov y Aleksey Slusarchuk, dependiendo de la cinta) estrenaron este año dos trabajos en el Festival de Cine de Berlín. Uno fue a competencia oficial y el otro se exhibió fuera de ella. La lógica pareció ser que Dau: Natasha, el que entró a la carrera por el Oso de Oro, duraba sólo dos horas y 18 minutos frente al mastodonte que es Dau: Degeneración, de seis horas y 9 minutos. Por lo pronto, el primero de ellos logró el Oso de Plata a Mejor Contribución Artística, un galardón reservado a las categorías “técnicas” y que en este caso recayó en el director de fotografía de todo el proyecto, el alemán Jürgen Jürges.
El premio a Jürges, un hombre de 79 años que fotografió desde La angustia que corroe el alma de Rainer Werner Fassbinder (1974) a Funny games (1997) de Michael Haneke, nos da una pista de por donde van los dados en la jugada de Ilya Khrzhanovsky. Dau es una propuesta cinematográfica frontal, directa y brutal como pocas. No hay lugar a sutilezas ni epifanías. Ni a ironías o sofisticaciones. Tiene un latido bárbaro que la conecta con lo más primitivo del ser humano y, a la larga, uno queda con la sensación de que un filme así sólo puede venir de Rusia.
Los rusos, se sabe, siempre han respirado otro aire. El proyecto socialista de Marx no fue posible ni en la industrializada Inglaterra ni en la intelectual Alemania, sino que en la primitiva y agraria Rusia de los zares. A un siglo de aquella revolución, los ejemplos europeos más palmarios de falta de democracia, de escasa libertad de expresión, de neonazismo rampante y de intolerancia se dan en Rusia.
En este sentido, una propuesta como Dau (que además constó de dos instalaciones artísticas en París en el 2019) es un espejo insoslayable del alma rusa. Es un termómetro de su fiebre y una brújula de porque el país de Vladimir Putin y Vladimir Lenin es tan desconcertante como seductor.
En Dau, todo transcurre en los mismos metros cuadrados de siempre y casi siempre la única luz que ilumina es la de las ampolletas. No hay mucho sol en aquel gran rectángulo deportivo que sirve al mismo tiempo de patio de diversiones y de carretera en el Instituto de Investigaciones Científicas Dau. En ese sentido es una película perfecta para ver en cuarentena: sus personajes están suspendidos en una cápsula de tiempo y espacio desconectada del mundo real.
Pero es apenas un espejismo. Sus caracteres son demasiado humanos. O, muchas veces, sub-humanos. Si hubiera que criticar punto por punto a Dau, de seguro habría que mencionar que su predilección y fascinación por las miserias humanas es sádica. Y eso tal vez no le guste a muchos. No es para todos los paladares. Sólo para quienes puedan beber sin hacer morisquetas su eslavo salvajismo. Tal como las inacabables botellas de vodka con que sus personajes alegran sus vidas.
Dónde verlas
Las películas están disponibles en el sitio Dau Cinema y tienen un costo de 3 dólares (2.378 pesos chilenos) con un mes de plazo para verlas. Una vez comenzada la reproducción, eso sí, el tiempo se reduce a cuatro días. Es quizás una manera de asegurarle cierta coherencia y disciplina al espectador. Actualmente hay ocho filmes para ver y en ese mismo sitio se pueden ver otros cinco más que se irán liberando en lo que queda del año.
No hay orden cronológico entre ellos ni tampoco hay demasiada uniformidad de duraciones. Van desde las seis horas de Dau: Degeneración, el más ambicioso e imprescindible, hasta piezas de cámara de hora y 20 minutos como Dau: Nora madre o Dau: Tres días. En general, las películas co-dirigidas con Ekaterina Oertel tienden a ser las más gentiles, teatrales y “tradicionales”. Las realizadas junto a Ilya Permyakov son las más desinhibidas, intensas y salvajes. Tal vez las mejores. Las con Aleksey Slusarchuk definitivamente son las más flojas.
Los personajes se repiten (en diferentes épocas), aunque muchas veces se nota que hay escenas salidas de la misma filmación para diferentes episodios. A Ilya Khrzhanovsky eso parece no importarle y hay que perdonar las desprolijidades en beneficio de un naturalismo único.
Pero, ¿qué pasa en Dau? ¿Qué hacen estos científicos, bibliotecarias, hijos de científicos, invitados estelares del extranjero (la artista Marina Abramovich fue una de las participantes), burócratas, cocineros alcohólicos y meseras de bar? Pues bien: hacen más o menos lo que todo soviético entre fines de los 30 y mediados de los 60. La diferencia es que en el pueblo chico el infierno es grande. Los secretos se transforman en noticias, los errores en tragedias y los buenos ratos en orgías. Hay amores no correspondidos, machismo supremo y vigilancia de los comisarios a cargo de mantener un orden que ya en los años finales deriva en aquella degeneración que da título al capítulo más largo de la serie.
La gran tragedia de Dau es la de Rusia, la de siempre. La de los Romanov, la de Stalin y la de Putin. Es el abismo fatal entre la naturaleza volcánica de sus habitantes y un Estado que vigila, amordaza y mata. Por eso la película es como es. Nadie debe asombrarse entonces por cuestiones que otros cines tiran bajo la alfombra: escenas de sexo largas y gráficas, borracheras como un estilo de vida, extorturadores de la policía secreta interpretando a torturadores de la policía secreta, animales sometidos a crueldad (con todo lo oprobioso que eso es) y, en una maniobra limítrofe, auténticos neonazis haciendo de neonazis. El líder de ellos, sin ir más lejos, está actualmente en la cárcel.
La película podría haberse llamado Vodka y sería un nombre tan legítimo como Dau, que en el fondo no significa nada. Es sólo una palabra mágica para invocar una historia sobre la naturaleza humana. Al menos la naturaleza de los habitantes del gran país eslavo.