Muchos disfrutamos la lectura de Charles Bukowski en los años de dictadura. Sus novelas y cuentos generaban emociones, risas y sensaciones físicas. Era un raro alivio, un escape que implicaba sumergirse en un mundo sucio y vil, pero lleno de libertad, donde el sexo, el descaro, el alcohol y el delirio tenían espacio.

Los textos de Bukowski se sostienen, hay autenticidad y soltura en ellos. Su estilo está marcado por los diálogos rápidos, pocas descripciones y la crudeza de las imágenes. Henry Chinaski -el alter ego que ocupó- es un tipo que funciona conducido por los instintos y la sagacidad. El afán por constituirse en un escritor era su mayor aspiración, aunque trabaja en cuestiones pasajeras. Hay picaresca en la literatura y la existencia de Bukowski. Su capacidad para convencer y provocar es impresionante. Tiene cuentos magistrales, entre otros, La chica más guapa de la ciudad y Quince centímetros. Con la fama no decayó. Los libros finales, como Shakespeare nunca lo hizo, están a la altura de las primeras narraciones.

Insolente y romántico, ocupaba las palabras con acierto. Nunca le sobran. Bukowski era un lector voraz que hizo de su posición marginal una estirpe en la que incluía a autores como César Vallejo y John Fante.

Escribía de lo que conocía exclusivamente, y se consideraba antes que nada un poeta. La franqueza que expresa divierte y remueve. Sus seguidores son legiones. Ven en él a un tipo que revela aquello que reprimen los artistas con afanes de constituirse en hombres decentes. Esto último a Bukowski le repelía.

En estos días es bueno revisar el relato Notas sobre la peste o ver las entrevistas que hay en YouTube. En ellas se refiere a diversidad de temas sin temor ni urgencia por complacer. Es un autor indemne a las modas, las ideologías y la exclusión de la academia. La fuerza de su lenguaje seduce y lo sostiene vivo.