Los Argonautas, de Maggie Nelson: una radical aproximación a los géneros
Mezcla de escritura autobiográfica, citas y una historia de amor, el premiado libro (recibió el premio National Book Critics Circle de 2015) cuenta cómo la escritora estadounidense, después de años de soledad, comienza una relación con el artista Harry Dodge y cómo deciden tener un hijo juntos. Lenguaje deslumbrante, teoría queer y felicidad doméstica se unen en “Los Argonautas”.
Hace quince años, la poeta, académica y pionera escritora-del-yo Maggie Nelson sorprendió al mundo literario estadounidense con el primero de una serie de libros que desafiaban los géneros, mezclando autobiografía y teoría para cuestionar la vida desde todos los ángulos. A pesar de sus nueve libros (cuatro obras de poesía, cinco de no ficción), sigue siendo relativamente desconocida. Esto debería cambiar con la publicación de Los Argonautas (Editorial Tres Puntos), que ha tenido un gran éxito en los Estados Unidos y merece tenerlo en otras partes.
Hasta ahora, Nelson ha llevado su inteligencia siempre cuestionadora, a veces maravillosamente lírica, hacia temas tan diversos como el asesinato de su tía y la naturaleza del color azul. Pero no ha escrito sobre su vida queer, y Los argonautas es en parte un intento de hacerlo. Sin embargo, es típicamente oblicua en su aproximación a la condición queer, lo que hace que la trama, tal como está, sea difícil de precisar.
En esencia, el libro relata cómo Nelson se encuentra con un amante (el artista Harry Dodge) que no es ni hombre ni mujer, se casan como un acto de protesta política justo antes de que se revoque la ley que permite el matrimonio homosexual en California, y juntos participan en una serie de radicales experimentos corporales. Maggie queda embarazada de un donante de esperma al mismo tiempo que Harry toma testosterona y se somete a una cirugía de extracción de senos, la simultaneidad de estos cambios tornan el mismo embarazo un estado queer.
El atractivo del libro es que trata sobre el amor, tanto como sobre la condición queer: sobre el amor conyugal y maternal que asombra a Nelson con su inesperada plenitud, después de años de soledad. Al principio explica que su título es un gesto a la sugerencia de Roland Barthes de que el sujeto que pronuncia la frase “te quiero” se asemeja al argonauta, renovando constantemente su barco durante su viaje sin cambiar su nombre. Ella, como el amante de Barthes, se sorprende por la novedad de cada experiencia de amor intenso: la sensación de que el mundo se rehace.
Una pregunta que flota en el libro y que confronta a sus lectores más exigentes es si el amor de Nelson, hospedado en un entorno doméstico cada vez más convencional, está en desacuerdo con sus afirmaciones de radicalidad. Ella sigue a la teórica queer Eve Kosofsky Sedgwick (una interlocutora frecuente en el libro) al pensar que la condición queer puede unir formas de extrañeza que no tienen nada que ver con la orientación sexual. Pero ella está consciente de los peligros de la “homonormatividad” —de la velocidad con la que los estadounidenses homosexuales se han casado e incluso se han unido al ejército— y está al corriente de que cuanto más abra el Estado sus instituciones al mundo LBGTQ, menos “podrá representar o cumplir de la misma manera su rol subversivo, contracultural, únder y marginal”.
Ofrece algunos ejemplos de personas que han tratado de evitar esto buscando contextos en los que la homosexualidad todavía puede ser ilícita. El escritor Bruce Benderson ha ido en busca de aventuras homosexuales en Rumania: si no puede infringir algunas leyes a través de sus aventuras urbanas, dice, “bien podría ser heterosexual”. Este no es el modo de Nelson. En su lugar, como Sedgwick, ella quiere los dos modos —querer ser a la vez radical y feliz—. “Hay mucho que aprender de querer una cosa de ambos modos”, nos dice. Por eso quiere el idilio de la maternidad feliz. Así como van los libros sobre la maternidad, este está en el lado más sentimental; no hay mucha evidencia del tipo de ambivalencia maternal que caracteriza los recuentos más arriesgados de Adrienne Rich o Rachel Cusk. Y ella quiere, al mismo tiempo, seguir hablando en nombre de lo subvertido y de lo extraño.
Las afirmaciones de Nelson acerca de una continua radicalidad son implícitas, pero parecen tener dos facetas. Están sus prácticas sexuales. Su compañero es el artista Harry Dodge, quien aunque ahora es más hombre que mujer, permanece sin embargo desafiantemente en algún lugar entre ambos, tan decidido a rechazar los binarismos de género que cuando se reunieron por primera vez, Nelson tuvo que buscar en la Internet para averiguar qué pronombre usar (en el libro ella soluciona esto usando el “tú”). Y sus inclinaciones sexuales están en el lado radical de lo normal. Hay algo de sadomasoquismo (el don de Dodge, nos dice Nelson en un momento, es revelar la ternura de la violencia) y hay bastante sexo anal.
La segunda afirmación de Nelson de una radicalidad continua radica en el acto mismo de escribir. Nos cuenta que antes de conocer a Dodge había dedicado la vida entera a la idea de Wittgenstein de que lo inexpresable está contenido en lo expresado. Dodge encuentra esto desconcertante porque está igualmente dedicado a la convicción de que las palabras no son lo suficientemente buenas. En un momento, él dice que vivir con ella es como si un epiléptico con un marcapasos estuviera casado con una artista de las luces estroboscópicas.
Pero Dodge llega a aceptar la necesidad de Nelson de encontrar un lenguaje para describir sus experiencias, e incluso le permite incluir un pasaje de su propia escritura sobre ver morir a su madre. Lo que presumiblemente lo impulsó a él, y lo que me impulsó a mí a leerlo, es la especificidad con la que Nelson interroga la experiencia. Nada puede darse por sentado. Ella puede amar a su hija, pero no se asume que lo hará; ella puede en este momento encontrar la compañía más satisfactoria que la soledad, pero esto no significa que lo seguirá haciendo así. Como resultado, aunque Nelson termina como una madre satisfecha casada con un hombre apuesto, esto nunca se da por sentado como un bien en sí mismo, y usar la palabra “fin” es engañoso porque ella ha logrado crear una forma que está consistentemente abierta al proceso del devenir.
Terminé este brillante libro triunfalmente convencida de lo valioso de la búsqueda por capturar todos los aspectos de la experiencia en palabras y convencida del necesario atrevimiento de la especificidad, ya sea que estemos hablando de géneros específicos, prácticas sexuales específicas o sentimientos específicos. También estaba convencida de la necesidad de permanecer constantemente comprometidos en conversaciones con pensadores o artistas que nunca hemos conocido. Algunos lectores pueden encontrar desagradable que haya citas de filósofos, teóricos y psicoanalistas en casi todas las páginas, pero hay algo en la intimidad de la relación de Nelson con estos escritores que deja de ser pretenciosa y, en cambio, imbuye los diálogos de ambos con una especie de sensualidad y con una vital carga ética.
Y la teoría siempre es interrumpida o se le da lo que Nelson (siguiendo a Donald Winnicott) describe como “sentirse real” al estar basada en el cuerpo. Casi todo tipo de experiencias corporales están aquí, desde la menstruación hasta la cirugía de extracción de pechos y la sensación de los pechos llenándose de leche (“como un orgasmo pero más doloroso, potente como una lluvia fuerte”). La ternura de la maternidad es física —el asombro de que este pequeño cuerpo se entregue a tu cuidado— y en una sección deslumbrante hacia el final, la secuencia del nacimiento se yuxtapone con la secuencia de la muerte. El hijo de Maggie emerge a la vida cuando la madre de Harry sale de ella: este es el comienzo y el final de la vida como dos procesos de complicado y violento devenir que el amor vuelve tiernos.
Comenta
Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.