En algún lugar de este gigante en expansión, este leviatán rebosante, este mamut tipo pitón de novela hay un libro muy bueno —incluso visionario— que lucha por salir. Es sabido que tiene más de 600.000 palabras y es más largo que la Biblia. Nada de esto disuadirá a las legiones de fanáticos de Alan Moore, aunque sospecho que muchos de ellos pueden permitirse en partes lo que Sir Walter Scott alguna vez refirió como la “loable práctica de saltar”.
La trama de Jerusalén (Minotauro / Planeta Cómic, 2019, 1.600 pp.) es bastante simple. Abrimos con Alma Warren, una artista y una excéntrica, cuyo hermano Michael una vez casi se ahogó con un caramelo y milagrosamente volvió a la vida. Muchos años después, un golpe en la cabeza le permitió acceder a los recuerdos de lo que sucedió cuando estaba entre la vida y la muerte. Le preocupa que se esté volviendo loco, lo cual parece ser una tradición familiar que se remonta al menos hasta su tatarabuelo Ernest Vernall. Alma usa los recuerdos, alucinaciones o epifanías de Michael como inspiración para una serie de pinturas, y en la noche de la muestra privada, varias vidas convergen en el camino hacia la galería en el distrito de los Boroughs, en Northampton. Hay una prostituta adicta a la heroína que busca un cliente, un poetastro de mediana edad que aún vive con su madre, un monstruo depredador, un niño desconcertado, un funcionario municipal comprometido, alguien que trabaja con refugiados, un accidente automovilístico. Algunos capítulos completan la historia familiar de Vernall; otros tratan de la historia contracultural de Northampton: Lucia Joyce, hija de James, internada en un asilo; el poeta John Clare y el compositor Sir Malcolm Arnold; Samuel Beckett y Thomas a Becket y una sorprendente cantidad de himnología. También hay fantasmas, que a menudo se cruzan a lo largo de los siglos; un monje que trajo una reliquia a Northampton como el “corazón de Inglaterra”, un fantasma “errante” que lamenta la problemática logística del sexo fantasma y está encargado de una misión de importancia fundamental. Finalmente, están los capítulos ambientados en el modo más visionario de Moore. Estos se asocian principalmente con lo que le sucedió a Michael Warren en su tiempo entre la vida y la muerte: en el que los “Albañiles” juegan “trillar” con almas humanas en una sala de billar metafísica; dos espíritus Vernall se embarcan en un peregrinaje épico hasta el fin de los tiempos; y hay un vuelo nocturno con el rey demonio Asmodeo. El capítulo final nos entrega la exposición de Alma, donde los títulos de las pinturas se corresponden con los títulos de los capítulos individuales en otro de los entrecruzamientos que se encuentran a lo largo de la novela.
Hay mucho aquí que es magnífico, pero el problema está en el lenguaje. La obra más famosa de Beckett supuestamente fue descrita como una en la que no pasa nada, dos veces; Jerusalén es una novela en la que todo se dice al menos dos veces. La oración inicial de esta reseña habrá dado una idea de eso —tautología innecesaria, con sustantivos encadenados a adjetivos como prisioneros en un gulag—. Soy bastante adepto a lo abundante y nunca he sostenido que el mantra de “menos es más” sea cierto todas las veces, pero uno tiene que saber cuándo más debería ser más, y Moore no lo sabe. Tómese esto como un ejemplo: “Este resplandor interno aparecía dentro de la configuración con tono grosella desde el punto en que esta surgía del abismo de la puerta, y se mantenía con ella cuando esta última viraba brevemente hacia la derecha de Michael para, luego, retomar su camino hacia él, una maniobra, esta, necesaria para evitar el obstáculo de una mesa sumergida, sin duda la correspondiente a la que había en el salón”. O esto: “Una difusa voluta dorada se dispersaba por el gelatinoso espacio negativo circundante; una hebra nebulosa, deshilachada y alimonada que se elevaba por el cristal chicloso de la superficie del tanque hasta quedar muy cerca de las zapatillas a cuadros de Michael, quien se hallaba situado en el marco de madera”. La forma de la novela gráfica, en la que Moore encontró la fama, exige del practicante algún grado de moderación.
Es una lástima, porque cuando es bueno, es muy bueno. Cuando Michael emerge por primera vez en el capítulo “Arriba” del Libro Dos, hay unos buenos juegos de palabras que da una agradable sensación de su desorientación. “¿Es siete el juego” (quiso decir, “¿Es esto el cielo?”), “Tal vez sea un horror” (quiso decir “error”). Es una técnica que Tom Stoppard usó con un efecto brillante en su obra “Travesties”. Esta sección también presenta la parte más cautivadora de la mitología, la “Banda de los Muertos Muertos”, una especie de equivalente sobrenatural de los Irregulares de Baker Street en Conan Doyle o los Duros de Gorbals en John Buchan, pero más cercano en espíritu a los Chicos del Azar en la novela “Contraluz”, de Thomas Pynchon, sobre todo teniendo en cuenta su afición por el género de la ficción. El capítulo dedicado a Lucia Joyce es, por el contrario, una pálida imitación de la prosa de “Finnegans Wake” —Moore insinúa esta influencia al llamar al capítulo inicial “Obra en marcha” o “Work in Progress”, el título que Joyce utilizó antes de revelar el verdadero nombre del libro. Pero “Finnegans Wake” es más que una serie de juegos de palabras y palabras compuestas. La versión de Moore es monolingüe y, por tanto, unidimensional.
La noble ira política que uno esperaría todavía está aquí. “A pesar de la violencia real resultante del antisemitismo, el racismo, el sexismo y la homofobia, hubo políticos y líderes gubernamentales, mujeres, judíos, negros o gays. Pero ninguno de ellos era pobre”. Los problemas, sin embargo, todavía están aquí también: el capítulo narrado por la prostituta Marla, obsesionada con Jack el Destripador y la Princesa Diana, parece confundir improperios con autenticidad, incluidas 32 palabras vulgares —considerando una página, elegida al azar— y cinco palabras genitales. Esto es caricatura, no caracterización.
Jerusalén contiene una gran cantidad de cosmologías inventivas e instructivas. Déjenme ofrecer la mía propia, más humilde. La mayoría de las culturas describen un caos original, y en esta plenitud interviene una figura —llámese Dios, Demiurgo, Artífice, Urizen— que le da forma, distinción, coherencia, elegancia e incluso sentido. Un sinónimo igualmente bueno podría ser Editor.