—Te van a matar —le advirtió el director orquestal austraico, Herbert von Karajan, a su colega, Seiji Ozawa —¡Ni se te ocurra!
Era 1980 y el japonés había sido invitado por el cantante lírico, Luciano Pavarotti, para dirigir la ópera Tosca en el teatro La Scala, en Milán. Ignorando el consejo de su maestro, Ozawa (quizás temeroso de rechazar la propuesta el italiano), aceptó. Se presentaría frente a un público milanés poco abierto a escuchar el canto de un compatriota a cargo de un oriental.
El riesgo era grande.
Durante los tres primeros días de presentaciones, recibió amplias pifiaderas xenofóbicas del público italiano. Ozawa estaba acostumbrado a presentarse en Boston, Nueva York y Londres, lugares donde la recepción era muy distinta. Entre los asistentes estaba su madre, quien lo acompañó y, confundida, pensó que los abucheos eran expresiones elogiosas.
Ante las pifias, el propio Pavarotti lo consoló:
—Seiji, si te abuchean es porque has alcanzado la cumbre.
Tal vez fueron esas palabras de aliento, la presencia de su madre, o simplemente el impulso de torcer la adversidad, lo que le permitió perseverar.
Al cuarto día, los ataques se detuvieron.
Vinieron los aplausos: una ovación.
“Fue la experiencia más horrible de mi vida”, le confesó el director Ozawa a su compatriota, el escritor Haruki Murakami.
“¿Crees que los lectores entenderán lo que quiero decir?”
Murakami estuvo una temporada viviendo en Boston, Estados Unidos. Ahí asistía a los concierto en que Ozawa dirigía a la orquesta sinfónica de la ciudad. La casualidad permitió que se conocieran dos de las personalidades más importantes en la historia reciente de Japón.
En 2009, al director le diagnosticaron cáncer al esófago (padecimiento que superó años después). Debió detener su vida profesional y someterse al tratamiento y las operaciones de la enfermedad.
Fue ahí cuando empezó a hablar con el escritor Murakami, quien admiraba a Ozawa, y hacía registros de este diálogos, los cuales quedaron materializados en el libro Música, solo música (Tusquets, 2020). “Su condición física no era la óptima, obviamente, pero cuando empezaba a hablar, su rostro, me parecía a mí, se iluminaba”, relata el autor de Kafka en la orilla.
Murakami es fanático del jazz, de hecho, en su juventud en Tokio tuvo un club dedicado a este género, llamado Pet Cat. Pero el escritor también sentía afinidad con la música clásica. Cuando le propuso a Ozawa grabar las conversación y registrar las reflexiones que el director hiciera, el director aceptó. Y después, al momento leer el manuscrito, le comentó:
—Nunca había hablado de la música de esa manera. Me da la impresión que me expreso con mucha brusquedad. ¿Crees que los lectores entenderán lo que quiero decir?".
Según cuenta Murakami, en efecto, Ozawa gesticulaba demasiado y la mayoría de sus ideas terminaba expresándolas en canciones. Pero al escritor eso no le importaba: lo escuchaba con la disposición de un amateur a un maestro. “Pensar que exista una persona como él en el mundo me reconforta”, relata.
En esas conversaciones, el entrevistador buscaba “escuchar el eco del corazón” de Ozawa para así, en el mejor de los casos, oír las resonancias de su propio órgano vital, y de esa manera alcanzar una especie de vínculo profundo.
Partituras e intensidad
Murakami nunca ha logrado leer partituras con fluidez. Pero cuando escuchaba a Ozawa hacerlo, al ver sus gestos y comprender las variaciones en su voz, entendía lo importante que eran para el músico. “(Ozawa) debe sumergirse en ella para darse por satisfecho”, escribe.
Como ocurre en escritores clásicos como Julio Cortázar y Alejo Carpentier, el narrador japonés tiene la certeza que existe un nexo estrecho entre la música y la escritura. Murakami construye frases durante cinco o seis horas al día, bebe café, no piensa en otra más que en las teclas del computador que van armando el relato.
Supone que esa capacidad de concentración es la misma que necesita Ozawa cuando trabaja con partituras.
Según cuenta el autor de Hombres sin mujeres, en esas conversaciones aprendió que esos papeles eran un acceso a la música completamente diferente a escuchar una interpretación musical, pues se la alcanza directamente a través su lugar de origen, como tocando la esencia imperturbada de la pieza, solo con las notas del pentagrama resonando en su cabeza.
En junio del 2011, cuando el director de ópera logró retomar su vida en los escenarios. Murakami estuvo en los dos conciertos que dio en la Seiji Ozawa International Academy de Suiza. Recién salido de la enfermedad, al escritor le impresionó la intensidad que ponía en cada presentación, con “esa energía que logró reunir en algún rincón de su cuerpo”.
La familia y amigos de Ozawa le recomendaban que calmara el ritmo, pero él no hacía caso. A Murakami le habría gustado sugerirle lo mismo, pero no podía: se habría sentido ridículo.
Composición de palabras
—Yo escribo como si compusiera —le dijo Murakami a Ozawa.
Él sabe que la escritura necesita de un ritmo, debe lograr que su lectura fluya con soltura, sin dar espacios a que la lectura se tuerza. El escritor comenta que el director no tenía idea que un texto narrativo necesitara esa clase de elementos para surgir, buscar una musicalidad entre dos lenguajes distintos pero profundamente emparentados. Murakami, quien posee una gran colección de vinilos —con aproximadamente 10 mil unidades—, le contó que escuchaba música prácticamente durante todo el día. “Agudiza el oído para las palabras”, le aseguró.
Pero también en su escritura aparece la la música de forma concreta, en novelas como Baila, baila, baila, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y Tokio Blues, las referencias son variadas: desde la música clásica con Richard Wagner y Ludwig van Beethoven, pasando por jazzistas como Louis Armstrong y John Coltrane, y otros como The Beatles, Bob Dylan y Radiohead.
Así, en ese diálogo, ambos fueron encontrando latidos en común entre dos cuerpos, en apariencia, distintos. Tanto Murakami como Ozawa sienten una profunda admiración por el compositor judio-austríaco por el compositor, Gustav Mahler (1860-1911), músico de una originalidad que se intravaloró en tiempos de un creciente antisemitismo.
La madurez
Ozawa era discípulo del austríaco Karajan, quien no sentía gran admiración por Mahler y, por lo tanto, era escaso su interés por dirigir ciclos musicales que tuvieran composiciones de dicha autoría. Así que, cuando era posible, le entregaba la tarea Ozawa.
Esos eran tiempos en que el japonés intentaba abrirse camino en el mundo sinfónico. Aun teniendo un gran genio musical, y auspiciado por los principales directores de Europa y Estados Unidos de ese momento —Karajan y Leonard Bernstein, respectivamente—, debió vivir en un semisótano que alquilaba mientras era asistente de la New York Philharmonic. En los calurosos veranos no contaba con aire acondicionado, por lo que dormía en los cines estivales sin techar, junto a su primera esposa, la pianista Kyoko Edo. Solo ganaba entre 100 y 150 dólares semanales.
Su situación material recién empezó a mejorar cuando fue director en el festival de verano de Ravinia entre 1964 y 1969, a cargo de la Chicago Symphony, que era considerada una de las mejores orquestas a nivel mundial.
En el libro, Música, solo música, Murakami hace preguntas y comentarios, pero siempre desde la admiración hacia Ozawa, quien intercala su visión de la interpretación musical con pasajes de su vida personal; el escritor, aunque tiene un pasado vinculado a esta arte, evita ponerse en el centro de la conversación.
Murakami resta importancia a su infancia tocando el piano y a ese club de jazz que logró sostener, desde los veinticinco años, entre 1974 y 1981. Como narra en el ensayo “The Jazz Messenger”, cuando casi cumplía treinta, sin aviso, sintió el impulso de escribir una novela Quería hacerlo, sabía que no podría hacer nada al nivel del ruso Dostoievsky o del francés Balzac. No sabía sobre qué escribir, sólo estaba seguro de que quería hacerlo.
“Lo único que pensé en ese momento fue lo maravilloso que sería si pudiera escribir como tocar un instrumento”, narra en el texto publicado en The New York Times.
Cuando hacía música, sentía que carecía de técnica para convertirse en profesional. Pero su cabeza se llenaba de ideas, las cuales empezaban a organizarse y formar construcciones mentales más grandes."Prácticamente, todo lo que sé sobre escribir lo he aprendido de la música", expresa en el ensayo. “Y aunque suene paradójico decirlo, si no hubiera estado obsesionado con la música, nunca me habría convertido en novelista”.
Si bien Ozawa y Murakami siguieron trayectos distintos, ambos tienen este vínculo que los une: maestro y aficionado. El escritor, en las conversaciones que sostuvo con el director, percibió la profunda intensidad con que Ozawa vive su profesión.
Esa es una cualidad que, según el escritor, la que los une y alinea, y permite que, al menos por momentos, sus latidos avancen con el mismo tempo vital.