Me parece más que simbólico que justo el día en que se conmemoran veinticinco años desde que el hombre pisó por primera vez la Luna celebremos los veinticinco años de la aparición de Desnudo en el tejado.
Un pequeño paso para un hombre, un gran paso para la literatura.
Yo era bastante chico cuando ambos hechos ocurrieron pero la verdad es que ese año 69 pasaron muchas cosas que aún hoy sobreviven y marcan. Los veinticinco años de Woodstock y el verano del amor, por ejemplo. Esa música sigue viva. El famoso documental, por ejemplo, acaba de ser reeditado, con una hora más de metraje, y un relanzamiento como Dios manda.
Desnudo en el tejado, claro está, también. Y sigue tan vivo, fresco, audaz y lúdico como cuando recién salió. Quizás ya no sea tan contingente, pero ahora posee un elemento extra: el factor distancia, lo que transforma el libro en un gran documento histórico: así que así eran, así hablaban, así era la ciudad, el compromiso, las relaciones familiares, las formas de relacionarse, así que antes se decía «muchacha» en vez de «galla» o «mina». O se podía andar en bicicleta por la Alameda sin ser atropellado o ahogarse en contaminación. Chile, está claro, era otro país. Tan lejos del mundo como ese Sputnik que recorre los cielos. Me imagino cómo habrá sido recibido ese libro del entonces joven y chascón escritor. Cómo habrá sorprendido esa prosa, ese mundo, esa vitalidad. Cómo habrá gatillado la imaginación y las ganas de viajar y ser un poco Kerouac en ese cuento increíble que es «A las arenas».
Leyendo La Nación el domingo quedé impactado al ver lo extraordinariamente bien que fue recibido Desnudo en el tejado. Dios, si hasta el cura Valente lo trató bien. Cuba estaba de moda y entregaba premios en vez de refugiados y un escritor joven podía titular su primer libro como el nombre de El entusiasmo sin ser tildado de loco, naïf o engrupido, sino de realista. Hoy, ese mismo joven bautizaría su libro No estoy ni ahí o Mala onda.
Y aquí deseaba llegar.
Podría hablar bastante de Desnudo en el tejado a nivel literario. Pero más allá de sentir que no soy el más indicado, quisiera sumergirme por la supercarretera de la autorreferencia para hablar de Antonio, de este libro y de sus otros libros, de su enorme personalidad como modelo, guía, profesor, animador y, más que nada, buena persona.
Cuando me comunicaron que Desnudo en el tejado se iba a reeditar, me pareció una gran idea. Y cuando me invitaron a este homenaje, acepté de inmediato. De lo que no tenía idea era de que esta reedición era para volver a colocar el libro en los estantes. Es cierto que no lo había visto. Pero, por otra parte, tampoco lo andaba buscando. Cuando me confirmaron que, por problemas políticos primero, y por tiraje después, el libro nunca había estado en nuestras librerías (al menos durante los últimos veinte años), quedé perplejo. Cómo, pensé.
Ahí confirmé eso de que cada uno vive en su propia burbuja. Sucede que yo, al menos, siempre había tenido un ejemplar de Desnudo en el tejado. Bueno, no siempre... Años atrás, al menos unos diez, subí el cerro San Cristóbal en mi bicicleta de esa época (una Motobecane de media pista, no una mountain como ahora) y después bajé por Pío Nono y me interné por el Forestal hasta llegar a la Feria del Libro, que se desarrollaba detrás del Bellas Artes. Era una feria muy chica. Una suerte de kermés. Pero en esos años no había nada y cuando algo así surgía, uno se sentía poco menos que en Nueva York o París. En esa feria, de shorts y zapatillas, recorrí los pabellones y terminé comprando un libro verde y grande llamado No pasó nada. Antes lo hojeé y las primeras frases de la nouvelle que lleva ese nombre me cautivaron sobremanera. Era como si Papelucho estuviera exiliado.
Así que lo compré. Me hicieron una rebaja. Como era tan grande, tuve que metérmelo debajo de la polera. Cuando llegué a la casa, lo leí de un tirón. Tenía que estudiar para la prueba de aptitud (por segunda vez), pero esa voz no me dejó libre.
Y me influenció muchísimo.
Al final, me fue bastante bien en la prueba de aptitud. Bueno, no tan bien pero de todos modos pude entrar a periodismo.
Por ese entonces, solo quería ser periodista. Como Mel Gibson en El año que vivimos en peligro. O Dustin Hoffman en Todos los hombres del presidente. La realidad, como siempre, era inferior a la ficción y mis profesores no me dejaban escribir como deseaba. Cerca de la escuela, bajo una de las torres San Borja, había una miserable librería de viejo y, un día, faltando a clases de ética o algo peor, entré allí y encontré, por casualidad, dos libros de este mismo Skármeta, señor que no conocía ni en broma. Por esos días no había Show de los libros. Skármeta no vivía acá. Skármeta había terminado para mí con No pasó nada. Pero aquí estaba, revivido. Y con dos libros nuevos que, en rigor, eran viejos. Y eran sus primeros libros. Uno se llamaba El entusiamo, y el otro, Desnudo en el tejado. Compré los dos. No tenía crédito fiscal así que no había problema. Y me los llevé al parque San Borja. Y el impacto fue doble. Ya no hablaba un preadolescente en Alemania sino lolos en Chile. En Santiago.
No eran iguales a mí pero se parecían. Muchísimo.
Demasiado.
Días antes, me acuerdo, un grupo de compañeros quemaron frente a mis aterrados ojos una bandera de Estados Unidos. Reagan había tenido la mala idea de invadir Granada o algo así. Pero aquí, en este libro, Estados Unidos no solo era un referente sino un escenario. San Francisco, Nueva York. Y estaba ese ciclista, igual a mí. Sus personajes eran completos: hacían deporte, iban a la playa, amaban, tiraban, escuchaban rock y jazz y leían a escritores gringos.
Skármeta era uno de los míos. Escribía en forma libre.
No usaba puntos. Se pasaba a sus profesores por la raja.
En uno de esos años, Skármeta apareció por el país y dio una charla en el Instituto Norteamericano, lo que me hizo pensar bien de él. Un exiliado pro-yanqui. Un excéntrico, sin duda. Alguien buena onda pero no imbécil como mis compañeros que quemaban banderas y no me dejaban escuchar música yanqui en vez de Canto Nuevo.
En esa charla, Skármeta terminó de conquistarme. Supe que era cineasta y que había dirigido. Un escritor cinéfilo. De ahí esa dedicatoria a Hitchcock. Me acuerdo que habló de un viaje que hizo en auto por Estados Unidos. Y me acuerdo que me dije: algún día voy a ser como este tipo. Voy a escribir los libros que quiero, voy a filmar películas, voy a recorrer los caminos de USA en auto.
Si él podía, yo también.
Pasó el tiempo. Leí Ardiente paciencia. Y la vi en teatro, con Amparo Noguera desnuda (estaba en segunda fila). Y vi, en video, Ardiente paciencia y me encantó.
Hasta que, sorpresa de sorpresas, me invitó a su taller. Y pude ser su alumno y después, espero, su amigo y de algún modo su colega.
Le debo harto a Antonio.
Todos. En especial los jóvenes. Skármeta, con su entusiasmo, ha hecho muchísimo por la literatura de este país.
Nunca le había dicho estas cosas porque me parecían nada que ver.
Espero, de verdad, que Desnudo en el tejado, ahora, y El entusiasmo y No pasó nada regresen a las librerías. A los que están en todos esos talleres no les haría nada de mal leer estos cuentos.
Pero aún tengo otra cosa que agradecerle. Para siempre.
Una vez, hace unos cinco años ya, me tocó leer en su taller. En el Goethe. Leí lo que después, con grandes correcciones, se transformó en el primer capítulo de mi libro Mala onda. Y me destrozaron. Los integrantes del taller me hicieron papilla. Varios incluso se enojaron. Me dijeron que no tenía el nivel para estar ahí. Hasta que le tocó el turno a Antonio.
Y me barrió para adentro.
Con su típica sonrisa y sus ojos achinados.
Así que seguí adelante. Hasta que el propio Antonio le pasó mi manuscrito a Planeta.
Gracias a eso, estoy aquí hoy. Mejor dicho: aquí adelante. Porque, aunque nunca hubiera publicado o escrito, igual hubiera venido como lector, porque lo que sentí con esos libros no me lo va a quitar nadie.
Nadie.