El 10 de junio de 1971, una multitud de estudiantes y profesores universitarios salieron a las calles de Ciudad de México, con el objetivo de exigirle al entonces presidente Luis Echeverría que se democratizara la educación y se asegurara la libertad de expresión, tanto para los movimientos estudiantiles como para los grupos sindicales de base obrera.
Mientras marchaban por las avenidas gritando sus consignas, un equipo paramilitar —bautizado como Los Halcones y financiado por el gobierno, según una investigación de la BBC— irrumpió a mano armada contra el gentío, en una persecución en la que usaron desde garrotes hasta pistolas y rifles para enfrentar a las piedras con las que se defendían los manifestantes.
Si bien, no se sabe con exactitud quienes lo conformaron y en qué momento se fundó, el experto en la historia de los aparatos de inteligencia de México, Jacinto Rodríguez, relata a BBC que “se convirtió en un grupo de golpeadores utilizado por el poder para enfrentar y, en algunos casos, eliminar a quienes consideraban sus enemigos”.
Junto con ello, añade que “su perfil era de lo más violento, recibieron un entrenamiento muy especial de artes marciales y defensa personal, fue un mensaje clarísimo de Echeverría sobre cómo se iba a tratar a los movimientos sociales en su gobierno”. Según los datos que recopiló el medio británico, la cifra oficial contabilizó 120 fallecidos, número sobre el cual la misma publicación explícita que desconoce su veracidad.
Ese día quedó registrado en la memoria colectiva como la “matanza del jueves de corpus” o el “halconazo” y se presentó como una continuación de la masacre de Tlatelolco de 1968, instancia en la que la policía del cuerpo de granaderos atacó a los estudiantes que salieron a protestar en contra del exmandatario Gustavo Díaz.
Los jóvenes eran conscientes de que no podían expresarse libremente en la vía pública, por lo que buscaban nuevos espacios en los que pudiesen compartir su mensaje sin sufrir represión por parte del gobierno.
El Woodstock mexicano
Durante las mañanas dominicales de ese año, la televisión mexicana empezó a transmitir La onda de Woodstock, un programa conducido por Jacobo Zabludovsky, quien más tarde se consolidó como el histórico presentador del noticiero de El Canal de las Estrellas por más de dos décadas y a quien Molotov le dedicó el tema “Que no te haga bobo Jacobo” por la simpatía que, según ellos, mantenía por regímenes del PRI como el de Carlos Salinas.
Ahí se comentaban aspectos relacionados a la cultura hippie que se plasmó en el festival estadounidense de 1969, el mismo en el que se presentaron artistas como Jimi Hendrix, Janis Joplin, Ten Years After y The Band, entre una lista extensa de tres días de música, paz y amor.
Para el segundo capítulo, los empresarios Eduardo y Alfonso López se acercaron al productor Luis De Llano para comentarle sobre la idea de organizar un evento dirigido al público joven: una carrera de autos en la que también se incluiría un escenario con bandas de rock.
Él aceptó y se pusieron a planificar un acontecimiento que pensaban para máximo 7.000 personas y que sería una suerte de “picnic juvenil”, según comentó este último en el programa televisivo Memoria viva de ciertos días.
Junto con ello, decidieron hacerlo en Avándaro, un asentamiento rural ubicado a 150 kilómetros de la Ciudad de México y en el cual ya se habían desarrollado circuitos automovilísticos en años anteriores.
“Contratamos a varias bandas, algo difícil en ese momento, porque todas vivían reprimidas y eran muy radicales”, manifestó De Llano, pero aquello no detuvo que agrupaciones como Los Dug Dug’s, Peace and Love y Three Souls in My Mind, entre otras, aceptaran ser parte del cartel.
De esta manera, escogieron el sábado 11 y el domingo 12 de septiembre para realizarlo, mientras que los asistentes empezaron a llegar tres días antes para montar sus tiendas de campaña en la zona.
“Para mí empezó los días jueves y viernes, ahí se vio el verdadero sentido del festival. Nos ofrecimos para probar el sonido y recuerdo que subimos a tocar con otras personas, interpretamos canciones de The Beatles como ‘Hey Jude’ y todo el mundo estaba cantando. Fue precioso”, dice Armando Nava, vocalista de Los Dug Dug’s, para después agregar que la jornada anterior al inicio del evento, ya lograba estimar entre 80.000 y 100.00 asistentes.
El sábado, los organizadores definieron al azar el orden en que iban a tocar los grupos, mientras que la agenda musical estaba planificada para durar desde las 20:00 hasta las 8:00 del domingo. Aun así, pasadas las 19:00 ya se escuchaba un grito amplificado desde el escenario.
—¡Con ustedes, Los Dug Dug’s de Durango! —dijo el presentador.
Ahí iniciaron los sonidos psicodélicos de la banda que publicó su debut homónimo ese mismo año y la conmoción fue tan grande, que algunos de los jóvenes se desvestían para bailar al ritmo de sus canciones.
Uno de los momentos más emotivos de la noche fue cuando Peace and Love llegó a interpretar su sencillo “We Got the Power”. Ahí los asistentes empezaron a corear la frase “¡tenemos el poder!” repetidamente, mientras que los helicópteros de la policía sobrevolaban la zona para comprobar la magnitud del evento y, posteriormente, cortar la transmisión del festival en las radios locales.
A medida que avanzaban los turnos, también caían los primeros chubascos desde el cielo y ya a las 2:00, Avándaro era sacudido por una lluvia torrencial, hasta el punto en que las fuentes de energía fallaron y se cortó la luz momentáneamente, poco antes de que Los Yaki subieran al escenario.
“Estábamos en plena oscuridad, sin poder comunicarnos con el público y después de diez minutos así, la gente se empezó a desesperar un poco”, cuenta el integrante del grupo, Eduardo Toral, “entonces empezaron a mover el escenario, que tenía unos 6 metros de altura, por lo que no se sentía muy bonito desde ahí arriba, fue como ir a la guerra sin fusil”.
Pero a pesar de que los problemas técnicos les imposibilitaron tocar con instrumentos eléctricos, los miembros de la banda optaron por usar solo la batería y un conjunto de congas, para así interpretar ritmos acelerados y cantar en formato acústico con los asistentes. Aun quedaba festival de Avándaro hasta que más tarde volvió la luz.
La última banda en tocar fue Three Souls in My Mind —a partir de la cual se formó El Tri una década más tarde— en un horario que estaba estipulado para las 7:00 del domingo. Cuando el conjunto del guitarrista Álex Lora subió al escenario, su repertorio original era mucho más acotado del que tienen ahora, por lo que se dedicaron principalmente a interpretar covers de otros artistas. Una de ellas fue “Street Fighting Man” de The Rolling Stones.
“Esa rola la dedicamos precisamente a estos acontecimientos. Antes de tocarla, dijimos que era para la represión y las personas que la habían sufrido directamente. Además de para quienes estábamos ahí, aunque no la sufrimos en carne propia, sí nos afectó en términos ideológicos y sociales”, comenta Lora en Memoria Viva de Ciertos Días, en alusión al “halconazo” de tres meses antes y la masacre de Tlatelolco de 1968.
En guerra contra el rock and roll
Al ver el impacto masivo del Festival Rock y Ruedas de Avándaro, el cual reunió a 300.000 personas según informa El País, las autoridades clausuraron la carrera de autos del domingo 12 de septiembre, mientras que los titulares de la prensa destacaron el uso de estupefacientes y el descontrol de una juventud alocada.
“Ahí me encontré con una realidad de mi país que no conocía y que me gustó mucho. Fue muy exagerado todo lo que se dijo. No hubo ni sexo, ni drogas. Se fumaba mota (marihuana), eso sí, y alguien tendría sexo, pero no lo veías. Eso fue todo”, dice la fotógrafa Graciela Iturbide en una entrevista con el medio español, refiriéndose a su libro Yo estuve en Avándaro (Trilce Ediciones, 2014), el cual retrata bajo su lente cómo fue ese día. Aquella declaración se condice con las versiones de Álex Lora, Luis De Llano y el organizador Armando Molina.
Frente a aquel escenario, el presidente de México en aquel entonces, Luis Echeverría, inició una guerra contra la música de masas y prohibió la expansión de este tipo de festivales por el territorio, una medida que también compartieron mandatarios como José López y Miguel de La Madrid; todos militantes del Partido Revolucionario Institucional (PRI), el mismo que se mantuvo en el poder por casi siete décadas.
“Se desató una enorme censura y represión, siempre velada hacia el rock nacional y que no terminó hasta los años 80. Dejó de sonar en las radios y las discográficas le cerraron las puertas. La calidad disminuyó porque los músicos emigraron a Estados Unidos y los que se quedaron permanecieron en la semiclandestinidad”, comenta el autor de los textos en el libro de Iturbibe, Federico Rubli, a El País.
Aun así, el rock and roll permaneció vivo en los clubes de México y a pesar de que sus exponentes se vieron enfrentados a una serie de problemáticas, eso solo intensificó la energía contestataria que ya venían acumulando desde hace décadas.