Cómo narrar la historia es una de las obsesiones del poder. Allí radica, precisamente, su posibilidad de perpetuarse. Y esa batalla opera en todos los niveles. El otro día, jugando Mario Kart con mi sobrino de ocho años, me surgió la siguiente pregunta: cómo le enseñarán, cuando sea adolescente, este tiempo presente. ¿Le hablarán de “estallido social” o “revuelta popular”? Será para el conservador currículum educativo, un proceso revolucionario que generó una nueva constitución. O le hablarán de crisis sistémica. Del fin de un modelo. De un acuerdo. De una nueva “transición” encabezada por la clase política. O simplemente borrarán todo con la pandemia.
Y también me preguntaba –mientras mi auto recibía un caparazón rojo–, qué responderá a esos profesores obtusos. Un niño que marchó, gritó y viste orgulloso una polera del perro “matapacos”. Imagino que su generación denunciará cualquier irregularidad. O al menos almacenarán datos precisos sobre la sistemática violación de derechos humanos. Porque su memoria será, quiero creer, más difícil de ser cooptada. O quizá no. Y también deba junto a sus contemporáneos disputarla. Porque como plantea la inagotable Susan Sontag: “toda memoria es individual, no puede reproducirse”. Y “lo que se denomina memoria colectiva no es un recuerdo sino una declaración: que esto es importante y que esta es la historia”.
Mientras resulta difícil adivinar cómo se cristalizará nuestro presente, leer girones de otros tiempos resulta revelador. Un libro que cumple a cabalidad ese propósito es Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar, de Juan Cristóbal Romero. Compuesto por aforismos que despliegan anécdotas sabrosas poco conocidas de la dictadura, esta obra es una notable memorabilia del horror cuya lectura, filuda y fluida, genera un efecto narcótico. Frases como: “La caravana del buen humor. Así llamaban en el Ejército a la Caravana de la Muerte” o “Carlos Iturra fue corrector de las memorias del General Pinochet”, se hilvanan con datos alegóricos: “Entre 1976 y 1980, más de dos millones de televisores ingresaron a Chile”, o cavilaciones metaliterarias de Mariana Callejas: “Es tan triste escribir y que no te publique nadie”.
Un aspecto crucial de estos Apuntes, es su predilección por exhibir la vida cotidiana de personajes malignos. La escena en que Lucía Hiriart llamó a retiro a un coronel porque la reconoció en el cine, o el dato de que “Álvaro Corbalán era fanático de Silvio Rodríguez”, demuestran que, como sugería Hannah Arendt, la especie humana es quizá la única que puede torturar y al mismo tiempo abrazar causas filantrópicas. Solemos ser malos, banalmente malos. Y esa reflexión se profundiza cuando leemos estos apuntes, que invitan a la relectura pues con ingenio, rigurosidad y un gran manejo del montaje, Romero compuso un libro que debería ser lectura sugerida en todas las escuelas públicas.
Otra novedad editorial que se sumerge en las turbulentas aguas de la “fachología”, es Los más ordenaditos. Fascismo y juventud en la dictadura de Pinochet, de Yanko González Cangas. Haciendo un cruce entre antropología, periodismo e historia, este libro deshilvana la refundación cultural ejercida por la dictadura sobre la juventud chilena. Detalla con minucia la creación y funcionamiento de la Secretaría Nacional de la Juventud, creada el veintiocho de octubre del mismísimo 1973 y que, guiada por Jaime Guzmán, por aquél entonces asesor directo de la Junta, se volvió una maquinaria de transformar identidades y consolidar apoyo civil para el régimen. “Eran las juventudes de Jaime, eso era”, revela uno de los entrevistados que participó del movimiento, pavorosamente similar a las juventudes franquistas basadas en las ideas de José Antonio Primo de Rivera, ícono y mártir del falangismo español.
Los pasajes más reveladores de Los más ordenaditos, son los “Testimonios de vida” que se despliegan en esta crucial investigación. Altos dirigentes, exclusivas fuentes españolas que viajaron a conocer los “frutos” del movimiento y militantes de base provenientes de comunas periféricas, se urden en un caudal de relatos íntimos que muestran el reverso de la historia: los chacarillas regionales y la punzante pregunta si en Chile se originó un fascismo genuino y latinoamericano. El ex presidente de la FEUC Javier Leturia recuerda: “Nosotros éramos los más ordenaditos, éramos los que no eran hippies, los que no eran de izquierda, los que no eran marihuaneros (…). Nosotros éramos abiertamente golpistas”. Y la militante Bernarda Labra recuerda: “Pero no hablábamos de política. Nosotros hablábamos de lo que los jóvenes querían hacer, actividades deportivas; hacíamos unas olimpiadas en el Parque O´Higgins espectaculares”.
En la vereda opuesta revolucionaria, pero compartiendo el ímpetu juvenil, La revolución a dedo de Cynthia Rimsky es una vibrante crónica sobre la juventud guerrillera. La narradora es una mujer de cincuenta y dos años que, al encontrar el cuaderno de una joven de veintidós, rememora al viaje que realizó a Nicaragua a mediados de los ochentas. Anhela internarse en la lucha sandinista. Empaparse en la humedad revolucionaria. Pero a la adulta le cuesta entender su deseo. Incluso su caligrafía ha mutado con los años. Por eso escribe mails a sus compañeros de militancia y a Pablo, el de viaje, para que recuerden junto a ella el trayecto.
Y las preguntas estremecen: “¿Qué dejaste atrás para siempre cuando volviste a Nicaragua?”. También los hallazgos en el cuaderno, de una actualidad abrumadora: “Si preguntas por el hombre nuevo que leímos en los documentos de la izquierda renovada y que constituye el argumento habitual para dejar fuera al PC; si preguntas por el hombre en Managua, te miran con cara de: este gringo despistado. Lo máximo que vas a conseguir es que te manden al Ministerio de Cultura. Por supuesto el Ministerio de Cultura aparecerá cuando dejes de buscarlo”. Luego la mujer adulta reconstruye el viaje. Profundiza la puesta en abismo donde las respuestas, el cuaderno y su relato se funden en una entrañable obra que captura con rara belleza las contradicciones que surgen en todo proceso revolucionario.
Cuesta pensar cómo se registrará esta época, que a todas luces está generado una revolución. Quizá alguna pista esté nuevamente en Sontag. En su voluminoso y chispeante diario La conciencia uncida de la carne, escribe sobre la visita que realizó a Vietnam como parte de una delegación de activistas en mayo de 1968. En los breves instantes de descanso, apresurada por la contingencia revolucionaria, escribe: “El amor por la revolución de los occidentales: el último idilio del primitivismo, vida”. De seguro la pulsión por esa vida, por ese amor, seguirá intacta. También la intención de frenarla mediante la violencia. Y también la disputa de cómo esa memoria íntima, personal, se vuelve colectiva.