Abundan las personas que no hablan por teléfono. Solo redactan WhatsApp o se comunican por los chats de las redes sociales. Como mucho, a veces, mandan mensajes de voz. Pero conversar, hacer una llamada, les parece antiguo, lento y molesto.

Al principio, me costó aceptar esta costumbre, pero la pandemia obliga a adaptarse. Los que no sufren al eludir la voz, es decir, al cuerpo, ciertamente son partidarios del desapego. Prefieren dejar de lado las connotaciones que se sienten al escuchar el tono del otro. Creen tener más control por escrito, sin percatarse de que ya emiten un síntoma al suspender los sonidos de sus palabras. Se escudan, es evidente. No quieren entregar tiempo ni saber qué les acontece a los demás. La paciencia no les alcanza. No temen la sordina que impone el paso del tiempo. Las conversaciones le inyectan energía a la amistad. Entre mis cercanos, les perdí la pista a varios hace meses. Detestan comunicarse por celular, así que poco sé de ellos, salvo noticias vagas, es lo contrario a la intimidad.

Lo extraño radica en que negarse al diálogo telefónico es solo un gesto discrecional. Basta considerar que una proporción de adultos se conecta por esa vía sin culpas. Para los ancianos es esencial en sus vidas. Vieron su aparición y desarrollo. Aprovechan las tarifas bajas y se instalan a pasar revista a los parientes. En los hoteles y moteles están en los veladores, es crucial para dirigirse a la central; en las oficinas, todavía son ineludibles.

Walter Benjamin recuerda, en un breve texto, que su aparición causaba destrozos en la vida familiar. “No solo perturbaba la siesta de mis padres, sino la época de la Historia en medio de la cual se durmieron”. Y confiesa que sobre él producía un efecto cautivante: “No había nada que suavizara la autoridad inquietante con la que me asaltaba. Impotente, sentía cómo me arrebataba el conocimiento del tiempo, deber y propósito, cómo aniquilaba mis propios pensamientos, y al igual que el médium obedece a la voz que se apodera de él desde el más allá, me rendía a lo primero que se me proponía por teléfono”.

García Márquez cuenta -en el libro El olor de la guayaba- que uno de los privilegios que más gozaba, gracias a la fama y el dinero, era poder conversar con sus amigos dispersos por el mundo durante horas. Eran años donde las llamadas a larga distancia eran ultracaras, prohibitivas.

Me tocó rondar el teléfono de adolescente, sentarme a su lado, fingir que no me interesaba, en definitiva, circular en torno a si sonaba o no. La preocupación de cuán extensas eran las confidencias involucraba a mis padres, muchas veces furiosos. El cuento Pelando a Rocío, de Alberto Fuguet, es una pieza excepcional que capta el significado social y sentimental de las confidencias. Rodolfo Fogwill narra una historia de amor oscuro y apasionado, en pocas páginas y bajo el título: Llamándonos. El antecedente hay que buscarlo en Dorothy Parker, cuyo relato Una llamada telefónica se ha vuelto un clásico.

El teléfono fijo es un tópico de la modernidad y con ella va mutando. Se ha vuelto un objeto con una presencia recurrente en el arte contemporáneo. Maria Lassnig pintó a una mujer ahorcándose con el cable de un aparato verde descolgado. Sophie Calle registró mediante fotografías rastros de gente en hoteles, en ellas el teléfono aparece envuelto en un aura ominosa. Y Doug Aitken transformó la cabina pública en un ícono del desamparo. Instala casetas que se encienden y apagan en parajes desolados o en el vacío de una enorme pared con un telón negro.

El celular es un computador que ahuyenta lo fortuito, el revés de lo impredecible. Intenta controlar sonidos que perturban: el ruido que avisa, el susurro amoroso, el grito, la orden y la divagación distendida. Mejor tenerlos acotados. Antes interrumpían, daban alegría o miedo dependiendo de las circunstancias. Exigen energía y concentración. Evitar el espionaje no era fácil. Expresar determinadas cuestiones requería de lenguajes cifrados, excluyentes del poder de los padres o jefes.

Estoy lejos de culpar a quienes dejaron de responder llamadas. Considero que es una costumbre sana, menos invasiva. El ruido ambiental satura. Hay una generación que opone resistencias parciales a las imposiciones que los irritan. Aburridos de las peroratas decidieron acotar las sorpresas que conlleva un intercambio. Quizá la agudización de la fobia al teléfono se deba a necesidades metafísicas.

En este período se da la paradoja de que los enfermos están aislados, y el resto habita el encierro y el sofoco. La reserva y el secreto están cercados en todos los casos. Dejar de hablar por teléfono es una forma de parapetarse. De encontrar el apremio que Philip Larkin sintetiza en el poema Deseos: “Más allá de todo esto, está el deseo de estar solo: / Aunque el cielo se cubra de invitaciones / Aunque sigamos las explícitas instrucciones del sexo / Aunque la familia se fotografíe al pie de la bandera – / Más allá de todo esto, está el deseo de estar solo. / En el fondo de todo, fluye el deseo de olvidar”.