El Normandie en el corazón
Tres investigadores de la U. de Chile lanzan un libro y un repositorio web que pasa revista a casi 20 años en la historia de la clásica sala santiaguina de arte y ensayo. Una instancia cinéfila de goce, reflexión, formación y discusión.
El lunes 3 de mayo de 1993, fuertes lluvias en la precordillera de Peñalolén y La Florida generaron un corrimiento de tierra en la Quebrada de Macul que siguió el cauce de la misma, destruyendo todo asentamiento humano a su paso y provocando el desborde de los canales San Carlos y Las Perdices, además del Zanjón de la Aguada. El episodio dejó 26 muertos, 85 heridos, ocho desaparecidos y 32.654 damnificados.
Pero a las 4 y tanto de la tarde, tal información no era conocida por todo el mundo, pese a que radios y televisoras llevaban buen rato despachando. A esa hora terminé mi jornada de lunes en la Escuela de Periodismo de la U. de Chile (al oriente del Campus Andrés Bello, entre Vicuña Mackenna y Portugal), donde cursaba cuarto año. En ese momento, debo haber tenido alguna idea de lo que estaba pasando, pero no mucha (en una época previa a los smartphones, e incluso a la diseminación de internet, si cabe precisarlo). Minutos después, figuraba en el paradero que había cerca del Hotel Crowne Plaza, a pasos de Plaza Italia/Baquedano, dispuesto a tomar la liebre Macul-Palmilla 15C, cuyo final de recorrido me dejaría cerca de la casa, en Jardín Alto, La Florida.
Sin embargo, las 15C casi no pasaban, o pasaban llenas: todo el mundo parecía estar devolviéndose temprano. Consciente ya del aluvión, pero no de sus consecuencias, probé con otros recorridos, uno de cuyos choferes me advirtió que sólo llegaba hasta Quilín, mucho antes de mi destino. ¿Por qué llegaba sólo hasta ahí? ¿Qué desastre pudo haberse desatado hacia el suroriente? Decidí hacer hora y, muy probablemente, llamé a la casa. Quise creer que las cosas se descomplicarían llegada la tarde-noche, y partí hasta Tarapacá 1181, casi esquina con Zenteno: el Cine Arte Normandie proyectaba a las 18.30 una de Bergman, El huevo de la serpiente (1977). Es, al menos, como lo recuerdo.
Veintiocho años más tarde, estoy persuadido de que El huevo de la serpiente es de las peores películas del maestro sueco que me haya tocado ver (menos a causa de esa función normandiana, eso sí, que tras topármela años más tarde en el cable). Después de todo, otras tardes, antes y después de ese lunes, había tenido en el mismo cine mejores experiencias bergmanianas con El silencio, Fresas salvajes, Escenas de la vida conyugal y Fanny y Alexander, esta última con un intermedio. Pero no es tanto un tema de cánones ni de evaluaciones como de un obturador afectivo que se abre grande al recordar esa tarde-noche en que el Normandie fue alguna de las muchas cosas que ha sido para muchos: un amparo, un paréntesis, un remanso, un mundo paralelo, una capilla cinéfila, un aro pedagógico, o bien la puerta a una experiencia de goce insospechado.
Ya me había pasado de niño, unos 10 años antes, en un cine-foro dirigido por Alicia Vega al que fui con mi hermano en unas vacaciones de invierno, cuando vimos algunas comedias de Louis de Funès. También vimos Síndrome de China, y en el foro posterior a la proyección recuerdo haber presenciado algo así como un minidebate sobre censura y autocensura periodísticas. No era el tipo de cosas que un niño veía en la tele.
Muchos tienen –tenemos- distintos Normandies en la memoria. Y varias de esas memorias (las de Ignacio Aliaga, Ascanio Cavallo, María Eugenia Meza, Héctor Soto, Christián Ramírez y hartos más) son hoy parte del libro La vieja escuela. El rol del Cine Arte Normandie en la formación de audiencias (1982-2001). El volumen es responsabilidad de la historiadora Claudia Bossay, la antropóloga María Paz Peirano y el crítico Iván Pinto (docentes los tres en el ICEI de la U. de Chile), y no viene solo: es parte de una investigación de años que también dio a luz el repositorio archivosnormandie.cl, un archivo patrimonial que da acceso a folletos, dípticos, trípticos y otro material de programación que el cine fue juntando en el período señalado, y con él un importante número de textos críticos y reseñísticos de José Román, Sergio Salinas, Alfredo Barría, Orlando Walter Muñoz y Juan Ignacio Corces, por mencionar a aquellos cuyos textos figuran hoy disponibles.
No se trata, y así lo dejan ver los investigadores, del patrimonio por el patrimonio, mucho menos de la nostalgia por la nostalgia. “El Cine Arte Normandie es uno de los referentes más importantes de la historia de la cultura cinematográfica en Chile”, escriben al inicio. Ha sido “un lugar donde las películas y el diálogo sobre cine han permitido al público disfrutar, aprender y conocer sobre un cine distinto al que se puede acceder en las salas comerciales”. El propósito del libro, entonces, es “difundir entre el público general la historia y el trabajo cinéfilo del que es, probablemente, el más ‘clásico’ cine arte de Santiago”.
Historia cinéfila
La cinefilia irrumpió en el mundo de la posguerra como un credo y como una militancia. A poco andar, dio pie a una cultura que al decir del crítico e historiador Antoine de Baecque “toma de la universidad sus criterios de aprendizaje (la erudición) y de juicio (la escritura y el gusto clásico), y del militantismo político su compromiso (el fervor y la dedicación), para transferirlos a otro universo de referencia (el amor por el cine)”.
En ese espíritu se desarrolló en Europa y América el cineclubismo, así descrito por el propio De Baecque: “(En los cine-clubes) se ven películas, muchas películas, también se habla de ellas; se presenta a los realizadores, en persona o a través de las primeras filmografías serias que aparecen en las revistas y las numerosas fichas publicadas por las instituciones cinéfilas que intentan combatir una sed insaciable de conocimiento”. El mismo impulso hizo crecer y complejizarse el mundo de la crítica y de las salas de arte y ensayo.
Localmente, uno que exudó cultura cinéfila fue Sergio Salinas (1942-2007). Alguien que creía, como se explica en el libro, que no es una película o un “autor” lo que constituye lo artístico, “sino el proceso de someter una película a un estudio atento, a una reflexión compartida”. Los cineclubes y las salas de arte “proponían condiciones idóneas para estas instancias de mediación cultural”, y eso fue lo suyo.
En 1969, Salinas fue de los creadores del Cine Club Nexo, formado después de que el Cine Marconi de calle Manuel Montt (actual Teatro Nescafé de las Artes) les cediera la última función de los lunes. Más tarde, junto a otros del grupo integró la redacción de Primer Plano (1972-73, hoy reaparecida en digital), un hito en la historia cinéfila local. Otro antecedente del Normandie fue el Cine Club Omega (1974-76). Vinculado al Instituto Chileno-Norteamericano de Cultura, lo integraban, entre otros, Gladys Pinto, Patricia Peralta, Carlos Pozo, un muy joven Ascanio Cavallo y el estudiante de ingeniería Alex Doll, que en este tiempo y en este lugar conoció a Salinas.
Un antecedente más fallido, pero digno, se dio en 1976, cuando Alex Doll y su hermana Mildred pasaron a administrar el Cine Arte Egaña, junto a la plaza del mismo nombre: el apoyo de los amigos no impidió que la sala cerrara el 77, mismo año en que a Salinas le ofrecieron armar una franja nocturna en el Toesca, en Huérfanos con Teatinos: Salinas programaba, Mildred Doll administraba. Pero el cierre masivo de salas iniciado en 1980 acabaría también con el llamado “cine de los niños”.
Y fue la hora del Normandie. El Teatro Normandie, con ese nombre, existía en Alameda 139 desde los años 40, pero, alcanzado por la crisis de las salas, a principios de los 80 su destino era la demolición para que se construyera en su lugar un hotel. Sin embargo, distintas gestiones -entre ellas, se dice, una de Nicanor Parra- permitieron su arriendo a la sociedad Filmoarte, formada originalmente por Salinas, Alex Doll, Ricardo Stuardo y Jorge Vera. Salinas quedó a cargo de la programación y la curaduría, mientras Doll, creador en 1982 de la distribuidora Los Filmes de la Arcadia, se encargó de la búsqueda y adquisición de películas.
Empieza ahí la historia larga y acontecida del Cine Arte Normandie, uno de cuyos mayores hitos fue la partida desde Alameda, en agosto de 1991 (performance de Las Yeguas del Apocalipsis incluida) y el inicio de operaciones en calle Tarapacá, cuatro meses después: el filme inaugural fue Ana y los lobos, de Carlos Saura.
¿Un canon normandiano?
Días atrás, en el lanzamiento remoto de La vieja escuela, Alicia Scherson contó una anécdota que ilustra la incidencia cinéfila del Normandie. La directora de Play recordó que cuando estudiaba cine en Cuba, veía que sus compañeros tenían su formación de espectadores bien estructurada. Y ahí advirtió que el Normandie la había marcado: fue en ese lugar donde vio, por ejemplo, películas de Wim Wenders y de David Lynch, autores muy distintos entre sí, pero que en la cabeza de Scherson se le terminaron hermanando. Gracias al Normandie, los tuvo en el mismo casillero.
El canon de este cine, si lo hubo, estuvo regido siempre por la mirada humanista de Salinas, entusiasta promotor de filmes universalmente considerados “humanistas”, entre ellos El gran dictador, de Charles Chaplin, que por años lució grande en la marquesina. ¿Tuvo sus clásicos? Por cierto: Bergman, Fellini, Tarkovski, Scola, Polanski, Cassavetes, Bertolucci, Wenders y Kurosawa, para comenzar. Y en otros casos, fue el Normandie quien puso al día a los espectadores que se perdieron un estreno, que quisieron toparse finalmente con Vértigo, de Hitchcock, en todo su esplendor, o bien que les dio a conocer el cine de México (Ripstein), Irán (Kiarostami), Argentina (Aristarain) o Europa del Este (Mijalkov, Has).
También le cayeron cada cierto tiempo las críticas. En un artículo en la revista Wikén, por ejemplo, el crítico Daniel Olave reprochaba en 1993 una programación incoherente, desactualizada y dirigida a un público “intelectualoide”. Pero la más famosa de las pullas vino de boca de Jorge González y Los Prisioneros en “Por qué no se van” (1986), canción que interpela irónicamente a quien quiere ser “occidental de segunda mano” y vive “amando el cine arte del Normandie”. Eso sí, en el libro se lee que a González lo vieron varias veces en Alameda 139.
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