A pesar de que viven en una isla de Miami, a pesar de que se encuentran a tiro de piedra del club de playa de la isla, apenas cinco minutos en auto desde su casa, a pesar de que las costas de la Florida están bañadas de playas preciosas, los Barclays eligen visitar una playa distante, al otro lado del océano, a nueve horas en avión.
¿Por qué viajan nueve horas en avión para ir a la playa, cuando podrían dirigirse al club de playa de la isla que les queda a sólo cinco minutos en auto, en bicicleta o en scooter? Probablemente porque están afiebrados por la ilusión de que, en esa playa lejana, en el Mediterráneo, serán más felices, mucho más felices. Quizás también porque, renuentes al trabajo en cualquiera de sus formas, los Barclays confunden viajar con trabajar, y cuando viajan creen que están haciendo algo meritorio, esforzado, admirable, como si sentarse nueve horas en un avión a ver películas fuese un trabajo agotador, digno de encomio.
Han elegido Sitges, una playa coqueta al sur de Barcelona, porque Barclays, el escritor itinerante, guarda buenos recuerdos de aquella playa, y porque su esposa Silvia y su hija Zoe no la conocen todavía. Los hermanos de Barclays, más refinados, consideran que Sitges es una playa mesocrática, tumultuosa, popular, y por eso van a Niza, a Menorca, a Ibiza. Pero los Barclays no quieren tomar un segundo avión que, desde Barcelona, los lleve a las Baleares o la Costa Azul. Perezosos, comodones, alquilan un auto en el aeropuerto de Barcelona y conducen apenas media hora hasta el pintoresco pueblito de Sitges, pasando por un balneario, Casteldelfells, donde se divisan, a lo lejos, en las montañas, las casas de los futbolistas famosos, incluyendo la de Messi.
Barclays ha sido feliz en Sitges, en hoteles modestos, de tres estrellas, y en playas masivamente visitadas por señores gays europeos (británicos, alemanes y holandeses, principalmente) que ejercen su identidad sexual sin alardes ni estridencias, sin bullicios ni alborotos, con discreto señorío, una forma de ser gay, la del gay europeo, que es naturalmente elegante y permite exhibir el cuerpo con todos sus defectos, imperfecciones, protuberancias y desmesuras. Recuerda con emoción sus primeras visitas a Sitges, cuando aprendió a querer, asombrado, a las parejas de gays y lesbianas que, en edad madura, septuagenarios y hasta octogenarios, visitaban las playas de Sitges con sombrero y bastón y se acompañaban con una delicadeza y una ternura conmovedoras. Como ha sido feliz en esas playas, como ha conocido la libertad en grado sumo en aquel balneario, Barclays quiere compartir esa dicha con su esposa y su hija: no hay ninguna playa de Miami ni de la Florida que se parezca remotamente a Sitges, piensa él, y entonces encuentra bríos para llegar a las costas catalanas un sábado a media mañana.
Dado que son una familia liberal, emancipada de las taras religiosas (Zoe, la niña, no ha sido bautizada, y sus padres se declaran ateos o, si el avión entra en zona de turbulencia, agnósticos), y dado que consideran que el sentido mismo de la vida es que la vida carece de sentido, y dado que, por consiguiente, se niegan a creer que la misión primordial de la existencia humana sea sacrificarse, sufrir y entregar las libertades personales a ciertos dioses y a sus predicadores charlatanes, y dado que, en suma, piensan que la vida es breve, absurda, caótica y sin sentido y por eso mismo hay que gozarla sin complejos ni inhibiciones, reivindicando con insolencia las libertades individuales, los Barclays llegan a Sitges con un propósito hedonista, epicúreo: ser felices como nunca han sido, ser libres como nunca han sido.
No irán a las playas preferidas por los gays europeos con sombrero y bastón, ni a las playas de los efebos y los eunucos que usan unos bañadores tan acotados que a lo lejos parecen desnudos, ni a las playas de las lesbianas rumberas y jacarandosas, ni a las playas de los perros: han elegido la playa más familiar, Terramar, con un mar manso y unos peces confianzudos que rozan tu piel y a menudo te muerden como aguijones, buscando comer tus carnes flácidas y adiposas, qué insolencia la de los pececillos de Sitges que se creen pirañas y cada tanto te mordisquean, como si quisieran comerte de a poquitos. Esa playa carece de olas y parece un lago porque una herradura de piedras a ambos lados recorta la entrada del mar y aleja la rompiente mar adentro, y está enfrente del hotel en que se alojan los Barclays, el ME Sitges Terramar, recientemente remozado, una propiedad bellísima, con vistas de ensueño y a pocos pasos de la playa.
Dicha playa de Sitges, Terramar, es particularmente estimable porque las mujeres, casi todas, van con los pechos descubiertos: mujeres jóvenes y no tan jóvenes, delgadas y no tan delgadas, con hijos o sin ellos, exhiben sus senos con absoluta naturalidad, con esa gracia distraída tan europea respecto del propio cuerpo, lo que, a los ojos de Barclays, constituye, a no dudarlo, un paisaje feliz, libérrimo, inspirador, mujeres que se liberan de las taras y los prejuicios y aprenden a querer sus cuerpos tal como son. Entre tantas mujeres a pecho descubierto, Silvia y Zoe Barclays, orgullosas de ser feministas, se sienten a gusto, en la playa correcta, y Silvia se pregunta, y se lo consulta a su esposo, si se animará a despojarse de la parte superior del bikini y, por vez primera en su vida, hacer toples.
Pero, además, esa playita de Sitges, Terramar, a unos pasos del mejor hotel del balneario, el ME, ofrece insólitas comodidades al visitante: hay tumbonas con sombrillas y jóvenes industriosos que plantan las sombrillas en la arena y esparcen sombra bienhechora al bañista reacio al sol, como Barclays, tan consentido, y hay un chiringuito, con música en vivo los fines de semana, cuyos camareros ofrecen una carta variada de comidas y bebidas y te acercan el pedido hasta la tumbona: los Barclays toman gazpacho, se dan un atracón de croquetas, patatas bravas y tablas de quesos, comida que comparten con una bandada de palomas y gorriones que les rodean en la arena, y luego no se cortan en pedir helados de postre. Por si fuera poco, hay carpas que ofrecen masajes, pero los Barclays, debido a la pandemia, no se animan a visitarlas.
Una tarde, de pronto rompe a llover, una lluvia fina y persistente en medio de brisas recias que sacuden el aguacero y lo hacen caer como en zigzag. De inmediato, los bañistas recogen sus cosas y se marchan, presurosos. No los Barclays: procurando no mojarse demasiado bajo las sombrillas, permanecen en la playa, eligen disfrutar de la lluvia repentina y la arena despoblada de bañistas. Media hora después, deja de llover, pero ya nadie regresa y los Barclays están solos en la playa. En ese momento, Silvia se pregunta si debe experimentar el desahogo o la desinhibición de quitarse la parte superior del bañador y hacer toples por primera vez en sus treinta y dos años de vida. Su esposo la anima:
-No hay nadie en la playa. Es el momento perfecto. Nadie te va a mirar. Atrévete.
-Me da vergüenza que me miren los chicos del chiringuito -dice Silvia.
-No te van a mirar -le dice su esposo-. Están acostumbrados a ver tetas en la playa. Ni se van a dar cuenta.
Hija de padres creyentes, Silvia fue creyente en el colegio, pero dejó de creer cuando se enamoró de una mujer, una profesora austríaca, que no la correspondió y la sumió en una profunda depresión: fue entonces cuando descubrió que ella no encajaba, no era sociable como sus amigas, no era una más, no quería ser una más: fue entonces cuando comprendió que sería marginal, arisca, ermitaña, antisocial: después asumió que, como era rara y no encajaba en el mundo convencional de sus amigas, y como quería vivir sola y no tener esposo ni hijos, sería escritora, una escritora maldita, a contracorriente, marginal: por eso ha publicado cuatro libros y es probable que el próximo año publique una novela más, recreando sus primeros amores.
-En el mundo musulmán, los fanáticos religiosos obligan a las mujeres a cubrirse enteras, a vestirse de negro, a mostrar sólo los ojos agazapados -le dice Barclays a Silvia-. Nosotros debemos ser lo contrario a ellos: nosotros creemos que las mujeres deben destaparse, descubrirse, exhibirse, mostrar con orgullo sus cuerpos, sacudirse del pudor que es una imposición machista y afirmar su identidad, caminando con las tetas al aire en una playa como esta.
Luego añade:
-Mi consejo es que hagas toples. No pierdas la oportunidad. Libérate.
Silvia no se lo piensa más: se despoja de la parte superior del traje de baño, le pide a su esposo que le haga una foto, ella de espaldas a él, y luego entra deprisa en el mar, y detrás de ella entran también Barclays y Zoe, entusiasmados. Es un momento liberador y feliz, luminoso y feliz, una mínima conquista de la libertad personal, una afirmación del feminismo contestatario de Silvia, de su rebeldía como mujer rara, excéntrica, que no encaja, que no quiere ver a nadie, que no quiere ir a fiestas ni ser popular.
En el mar quieto de Sitges, bajo un cielo encapotado después de la lluvia, desierta la playa de bañistas, acercándose con desfachatez los pececillos hambrientos que mordisquean como aguijones, los Barclays se abrazan, se besan y acaso comprenden que la felicidad, aquella desusada felicidad que de pronto los invade, es sólo un desprendimiento suave e invisible de la libertad, una recompensa reservada a los que se atreven a emanciparse de la prepotencia moral de sus mayores, una conquista de los audaces, los intrépidos, los valientes.