Cuando tenía veinte años, en 1985, robé un traje de baño en una tienda por departamentos en Denver, Colorado. No necesitaba dicha prenda. Era invierno en Denver. La robé por pura diversión idiota. Como no me pillaron, pensé que era un genio y que debía seguir robando.
Me encontraba en Denver visitando a un amigo, hijo de argentinos acaudalados, que estudiaba en esa ciudad. En realidad, mi amigo no estudiaba, ni siquiera asistía a clases en la universidad. Sus padres querían que fuese ingeniero de minas. Mi amigo tenía una visión distinta de su futuro. Quería dedicarse a sembrar marihuana, a repartirla y a fumarla. A riesgo de ir a la cárcel, sembraba esa hierba en su casa, la repartía entre sus amigos sin vendérsela a nadie y la fumaba mañana, tarde y noche. Era supremamente divertido. Yo no lo acompañaba en sus discretas reparticiones de marihuana por la ciudad. Temía que nos arrestaran. Ya entonces yo salía en la televisión.
Un año después, cuando tenía veintiún años, en 1986, robé cuatro corbatas de seda en una tienda por departamentos en Miami, Florida. Para encubrir el robo, compré ocho corbatas y, después de pagar por ellas, metí en la bolsa de papel cuatro corbatas más. Me sentía un pillo consumado, un refinado atracador, un genio del mal. Si no me habían pillado robando en Denver, tampoco me descubrirían en Miami.
No necesitaba las corbatas. Tenía ya muchas que usaba en la televisión. Las robé por pura diversión idiota. Tenía dinero para pagarlas. Pero me parecía excitante robarlas, sacarlas a hurtadillas de la tienda, demostrar mi ridícula picardía de ladronzuelo al paso. Al salir de la tienda, no sonaron las alarmas. Me sentí a salvo. Caminé a paso lento para no llamar la atención. ¡Qué lindas eran las corbatas robadas! ¡Las usaría al día siguiente en la televisión!
Extasiado porque de nuevo había robado unas prendas que no necesitaba sin que nadie me lo impidiera, no advertí que me seguían dos hombres de seguridad de la tienda. Poco más allá, me detuvieron. Me acusaron de robar corbatas. Lo negué con vehemencia. Me conminaron a regresar a la tienda. Dije que había pagado por todas las corbatas. No me creyeron. Alegué que salía en televisión, que era famoso. Les importó un cuerno. Me quitaron la bolsa del delito y me llevaron a empellones a un cuarto de seguridad dentro de la tienda. Una vez allí, me mostraron las cuatro corbatas robadas. Peor aún, exhibieron el vídeo en el que yo deslizaba furtivamente aquellas corbatas en la bolsa de papel donde también estaban las corbatas que había pagado.
Como la evidencia del robo era inequívoca e irrefutable, les dije con todo el cinismo del mundo que se trataba de un malentendido, que había olvidado pasar por la caja para pagarlas, que tenía el dinero para comprarlas. Abrí mi billetera y les mostré los billetes de cien dólares, a ver si se tentaban en pedir una mordida. No la pidieron ni la insinuaron. Me ofrecí a comprar las corbatas robadas. Me dijeron que era muy tarde, que debían reportar el robo y llamar a la policía. Insistí en que no era un robo deliberado, sino un despiste, un error involuntario, un malentendido. No me creyeron. Me pidieron mis datos personales. Empezaron a llenar un formulario. Antes de que llamasen a la policía, les ofrecí dinero para zanjar amigablemente la cuestión. Estaba acostumbrado a sobornar a quien tuviera que sobornar en mi país de origen: a los profesores del colegio, a los profesores de la universidad que preferían botellas de whiskey o de champagne antes que vil metálico, a la policía de tránsito, a ciertos amantes. Indignados, los hombres se seguridad, que parecían boxeadores retirados, dijeron que los había agraviado en su honor y que, además de reportar el robo a la policía, denunciarían también mi tentativa de soborno.
Cuando llegaron los policías media hora más tarde, pensé que me pondrían esposas y me arrestarían. No fue así. Para mi sorpresa, fueron amables conmigo. No sé si me reconocieron de la televisión. Me hicieron firmar un papel en el que confesaba mi intento fallido de robo, reconocía mi culpa y me avenía a presentarme ante la corte, cuando mi citase, para aceptar el castigo que un juez me impondría. No tuve más remedio que hacer exactamente todo lo que me pidieron. Pero no me sacaron esposado de la tienda, no me metieron a empellones en el vehículo policial, no me llevaron a la comisaría. Por suerte, me exoneraron de tamañas vergüenzas y me dejaron libre. Antes de salir de la tienda, pagué por las cuatro corbatas robadas. Los hombres de seguridad me acompañaron hasta la salida y me dijeron que nunca más podría entrar en esa tienda por departamentos. Mi nombre estaba en la lista negra. Quedé registrado como ladrón.
Semanas después, la corte me citó para que el juez me impusiera el castigo que consideraba apropiado. De nuevo, y ahora ante el juez, reconocí mi culpa. Enseguida pedí disculpas. Dije la verdad: que no había robado por necesidad, sino por pura diversión idiota. El juez me impuso una multa onerosa. La pagué sin chistar. Pensé: han sido las corbatas más caras de mi vida. Pero enseguida pensé: no estuvo tan mal, no me arrestaron, no pasé una noche en la comisaría, nadie en mi familia ni en la prensa se enteró, ya el asunto quedó zanjado, archivado. Finalmente pensé: nunca se sabrá en público que un juez de Miami me multó por ladrón de corbatas. Sólo le había contado a mi amigo argentino residente en Denver lo que me había ocurrido. Podía confiar en él. Era discreto y leal. A diferencia de mí, sabía guardar un secreto.
Muchos años después, cuando yo tenía treinta y cinco años, el año 2000, tras un ciclo exitoso haciendo en Miami un programa de entrevistas a celebridades de la política, del espectáculo, de las artes, de los deportes, un programa que se veía en directo, todas las noches, desde Canadá hasta la Patagonia vía satélite, el presidente del canal en español más poderoso e influyente de los Estados Unidos, Univisión, me citó a almorzar en el piso superior de un rascacielos, un club de negocios exclusivo, y me dijo que su televisora quería contratarme. Era probablemente el hombre más poderoso de la televisión en español de los Estados Unidos: astuto y refinado, elegante y calculador, sagaz y visionario, me propuso firmar un contrato millonario por tres años, tan pronto como expirase mi contrato con la televisora que había propalado el ciclo exitoso de mi programa de entrevistas a celebridades, CBS en español. Por eso, cuando concluyó mi contrato con CBS, les dije a mis jefes en Nueva York que no renovaría con ellos. Sorprendidos, me ofrecieron más dinero. Decliné. Les dije la verdad: mi sueño era mudar el programa a Univisión, el canal más visto con mucha diferencia, y Univisión me ofrecía una fortuna, mucho más de lo que me pagaba CBS. Los jefes de CBS quedaron ofuscados. Pensaron que yo era desleal, ingrato, oportunista. Me dijeron que con ellos mi programa se veía en toda América, desde Canadá hasta la Argentina, y que, en cambio, con Univisión mi programa se vería solo en los Estados Unidos. Les dije que mi acuerdo con el presidente de Univisión era tan bueno que me dejaba los derechos exclusivos para sindicar el programa en ciertos países de América Latina, es decir que yo cobraría un salario millonario y además podría vender el programa en Latinoamérica.
Así las cosas, me marché de CBS en español y, seguro de que me aguardaba un éxito mayúsculo en Univisión, y de que sería rico en unos años, organicé una fiesta espectacular, celebrando por anticipado el contrato que aún no había firmado. Anuncié a mi familia y a mis amigos, y hasta a ciertos periodistas en quienes confiaba, que muy pronto tendría un programa de entrevistas en Univisión, ganando fortunas. Por una vez, mi padre pareció orgulloso de mí: lo invité a cenar, pidió pato y sonrió cuando le dije cuánto me pagaría Univisión: un millón y medio por año, un contrato por tres años, y si lo revocaban tenían que pagarme el contrato en toda su extensión, con lo cual se comprometían a mantenerme en antena, al aire, al menos tres años.
Pocos días antes de que firmase el contrato con el presidente de Univisión, convocada ya la prensa para anunciarlo en el salón de conferencias de un hotel, haciendo llamadas para alinear a los primeros invitados, todas grandes celebridades, ocurrió algo completamente inesperado para mí. El presidente de Univisión me citó en su despacho, me miró a los ojos y me dijo fríamente que había cambiado de opinión y no firmaríamos el contrato. Quedé helado, como si me hubiese arrojado un cubo de hielo en la cabeza. Le pregunté por qué había cambiado de opinión. Me dijo, decepcionado, con un gesto de amargura:
-Porque tienes un récord criminal.
Luego me contó que los abogados de la cadena habían revisado por las dudas mis antecedentes judiciales, penales y policiales y se habían topado con la sorpresa de que, en 1986, un juez de Miami me había impuesto una multa por robar cuatro corbatas en una tienda por departamentos. Me mostró los papeles que revelaban que yo había reconocido mi culpa y pagado la multa para no ir a la cárcel. Me dijo:
-Por ética profesional, en Univisión no contratamos a personas con un récord criminal.
Le expliqué que había sido una travesura estúpida, una aventurilla para descargar adrenalina. Me escuchó, asintió, pero todo fue en vano, no cambió de opinión. Al despedirnos, no me dio un abrazo, apenas un frío apretón de manos.
Por robar esas cuatro corbatas cuando tenía veintiún años, perdí un contrato por cuatro millones y medio de dólares. Fueron las corbatas más caras de mi vida.
No tardé en llamar a mis antiguos jefes de CBS, pidiéndoles volver al programa. Se negaron. Ya habían contratado a un reemplazante. Ya se habían enterado de mi pasado criminal.
Peor aún, una periodista chismosa de un programa de espectáculos en una cadena rival dedicó una hora entera a denunciar en tono incendiario ante su audiencia que yo era un ladrón con un récord criminal. Mostró los papeles. Leyó la sentencia del juez. Gritó como si fuera el fin del mundo. Casi pidió que me dieran cadena perpetua.
Humillado, sin poder negar mi pasado criminal, tuve que volver a mi país de origen. Me dieron un programa de entrevistas a los políticos de moda. Como esos políticos tenían un pasado criminal y sobre todo un futuro criminal, a los dueños del canal no les importó que yo fuese un ladrón de corbatas.