Ha muerto Doris. Ha perdido la vida en un accidente, montando en bicicleta cerca del mar.
Tenía cincuenta y nueve años. Era un alma pura, un espíritu noble. En su sonrisa cabía todo el amor del mundo.
Amaba a un pintor de pocas palabras y sobrado talento. Tenían dos hijos jóvenes. Eran felices de un modo discreto, sin hacer alarde.
Vivían como artistas libres en un pueblo cerca del mar. Amaba el mar. Un día era incompleto si no corría olas. Todos los males del mundo los disolvía en el mar.
Era poeta. Vivía en las nubes, sentada en las nubes. Desde allí escribía. Luego bajaba al mar.
No le interesaban la fama, el éxito, el dinero. Su mundo delicado estaba hecho de silencios y contemplaciones, de palabras y sonrisas. No quería salir en la foto. Quería tomar la foto.
De niña vivía leyendo y bailando. Parecía una mariposa. Gracias sutiles la adornaban. Volaba por encima de los demás.
Tenía una casita arriba de un árbol. Allí leía y escribía poemas. Luego se mudó a las nubes.
Creía en Dios. Amaba a los pobres, los desposeídos. Amaba a los dolientes, los sufridos. Rezaba sin desmayo por ellos.
Tenía amistad con Dios. Lo llamaba Flaco, Flaquito. Se querían. Se saludaban a menudo. Se hacían bromas.
Todavía joven, enfermó de cáncer. Los médicos la desahuciaron. Dijeron que moriría en pocos meses. Abandonó los tratamientos convencionales. Se sometió a terapias alternativas. Obró el milagro de sanarse.
Perseguía la belleza. Detestaba la violencia. Cultivaba el arte. Deploraba la política. Predicaba la paz. Huía de los bárbaros.
Vivió largos años en un convento de clausura como monja carmelita descalza. Entregó su alma y su cuerpo al servicio de los demás. Fue santa sin darse cuenta.
Conoció la pasión religiosa y la pasión amorosa. Conoció la servidumbre y la libertad. Eligió siempre el camino más arduo.
Era una mariposa y, si quería, un águila. Libre entre las flores, libre entre las nubes. Deslizándose entre las olas del mar, era también un delfín.
Dondequiera que se halle ahora mismo, espero que encuentre un mar donde seguir corriendo olas.
Su cuerpo ha dejado de respirar. Su corazón ha dejado de latir. Su sangre ha sido derramada. Su vida no fue en vano. Dejó huella. Nos educó en el amor.
El otro día la invité junto con su familia a mi casa en la isla. Pareció alegrarse. Nos veremos en julio, me dijo. Se nos pasan las tardes y los días, me escribió.
Llevábamos unos años sin vernos. Vivíamos lejos. Nos veíamos en las fiestas navideñas. Teníamos que abordar uno o dos vuelos para vernos.
En nuestro último intercambio de correos, hace pocos días, me escribió: Eres lo máximo. Les contaré a mis hijos que nos estás invitando. Estarán felices. Te quieren mucho. Como dices, será genial conversar un poco.
Lo máximo era ella.
Ahora Doris ha dejado de respirar, de correr olas, de escribir poesía, de montar en bicicleta. Vivirá en su esposo, el pintor noble y silente como un árbol centenario, y en sus dos hijos. Vivirá en su madre, una santa, y en nosotros, sus hermanos. Vivirá en nuestra memoria y nuestros corazones.