“Lo llaman el autor más odiado por los hombres y más adorado por los escritores”, observó el miércoles en radio France Culture la periodista Olivia Gesbert. “Quizá el más genial y abyecto de los escritores franceses del siglo XX”, había escrito un día antes el corresponsal parisino de El País. Ambos se referían a Louis-Ferdinand Destouches (1894-1961), mundialmente conocido como Louis-Ferdinand Céline, si es que no como Céline, a secas.

Autor en 1932 de Viaje al fin de la noche, libro monumental celebrado desde entonces por su escritura emparentada con el habla y por el espesor de su comedia humana, este soldado convertido en médico y más tarde en puntal de la novela moderna, vuelve a ser tema: después de todo, se está revelando el último de sus secretos, el más grande y duradero.

Si una reciente aparición de 75 papeles inéditos de Marcel Proust fue nada menos que un acontecimiento editorial en Francia, qué decir de las 5.324 hojas manuscritas de Céline, quien por lo demás convive con Proust y Camus en el Panteón del siglo pasado. Su mera existencia fue un misterio entre 1944 y 2021, lo que hizo de este el acontecimiento literario del año, si no de la década, y que ahora se acompaña de la publicación de la novela Guerre, la primera criatura nacida tras el descubrimiento.

Dado lo anterior, no extraña que tamaño hallazgo esté dando lugar a ponderaciones indisimuladamente entusiastas, como la del editor David Alliot en el docurreportaje Céline, les derniers secrets (2021): “Imagine por un momento que le dicen que se han encontrado tres Da Vinci, cuatro Caravaggio y un boceto del Guernica de Picasso. Para los celinistas es más o menos lo mismo: un descubrimiento absolutamente extraordinario”.

El material estaba en manos de un crítico teatral del diario Libération, Jean-Pierre Thibaudat, que hasta hoy no ha revelado quién es la persona que en 2006 llegó hasta él acompañado de dos maletas enormes y las dejó a su cuidado con una condición: que no hubiera ninguna revelación de los papeles hasta la muerte de la viuda de Céline, Lucette Destouches, quien fallecería en 2019, a los 107 años. Sólo ahora pasará al conocimiento público.

Eso sí, tan sísmico acontecimiento oculta sólo parcialmente lo que ha sido una evidencia. El Céline que escribió entre 1937 y 1941 una trilogía de panfletos racistas, en los que afirmaba que los judíos “racialmente son monstruos” que “deben desaparecer”, el mismo que colaboró más tarde con los nazis y salió arrancando poco antes de la Liberación (dejando los manuscritos en su departamento parisino), nunca ha gozado de muy buena fama, por más que hace dos décadas el manuscrito de Viaje... batiera récords en una subasta.

Ya en junio de 2011 el ministro francés de Cultura debió darse una voltereta olímpica para remover el cincuentenario de la muerte del escritor de la planificación anual de celebraciones nacionales que ya lo tenía en su parrilla: las razones quedaron ilustradas, por esos días, en una columna de opinión en Le Monde en la que se afirma que este hombre, indisociable del novelista, no puede estar “por encima de la moral”.

Seis años después, Gallimard, uno de los sellos históricos de Céline, se disponía a publicar los señalados panfletos antisemitas (Bagatelas para una masacre, La escuela de los cadáveres y Les beaux draps) prologados/contextualizados por el escritor Pierre Assouline, pero una ola de protestas los disuadió de hacerlo, al menos de momento.

Para mayor abundamiento, en 2016 el largometraje Céline! Deux clowns pour une catastrophe, de Emmanuel Bourdieu, hizo poco por la causa del escritor, si es que esa era la idea. El filme, que pasó más bien de largo en festivales y taquillas (le cambiaron el título por Louis-Ferdinand Céline, pero no hubo mucho caso), tuvo la particularidad de pintar a ese tipo que ya ni los celinianos querrían defender: el exiliado cascarrabias, vanidoso e impulsivo (además de voyerista) que vive en 1948 en la localidad danesa de Korsør tras haber pasado más de un año y medio en una prisión del mismo país, se revela incapaz de negociar con la realidad allí donde tenía la opción de limpiar su imagen. Milton Hindus, un joven escritor judío estadounidense, viaja por invitación suya hasta Dinamarca para conocerlo, prestarle ayuda y escribir acerca de su obra. Sin embargo, el admirador y el admirado se terminan peleando, experiencia que el primero contaría en su libro The Crippled Giant (1950).

Juzgado en ausencia por traición a la patria y otros cargos, Céline es finalmente amnistiado y puede volver a Francia en 1951. Para entonces, ya ha conocido de sobra un oprobio que difícilmente podrá sacarse de encima, incluso después de muerto.

Sus admiradores, estimaba Alan Riding en una columna publicada por The New York Times para el cincuentenario de 2011, mal podrán separar al hombre del artista: “¿Un genio? Probablemente. ¿Un ser siniestro? Sin duda”.

Eso sí, el espectacular descubrimiento al que conduce la aparición de los papeles celinianos da la posibilidad de dejar por un momento de lado al colaborador de la Segunda Guerra para que nos enfoquemos en el jovenzuelo que combatió durante la Primera y que hasta condecorado resultó por los servicios prestados a la República.

La guerra en su cabeza

Viaje al fin de la noche no fue, como otras obras consagradas, un libro valorado sólo por la posteridad. Ya en 1932, buena parte de la prensa y la crítica francesas celebró esta novela enorme y lamentó que no haya recibido el prestigioso premio Goncourt, que terminó yendo a manos de un libro prontamente olvidado (Los lobos, de Guy Mazeline): más o menos lo que le había pasado a Proust tras publicar En busca del tiempo perdido.

Impulsado por este reconocimiento, se lanzó Céline a escribir una novela tanto o más personal que la primera y que él mismo consideraría su obra maestra, aun si el resto vería las cosas de otra forma.

El 16 de julio de 1934 le escribió al editor de Viaje al fin de la noche, Robert Denoël, adelantando una trilogía: “He resuelto publicar el próximo año el primer libro de Muerte a crédito, Infancia, y después Guerra y Londres. Editado en 1936, Mort à crédit defraudó las expectativas del medio literario, que parecía esperar una obra ambientada en el presente y no un retablo familiar de los primeros años del autor. Y así fue que de las restantes partes de la magna obra no volvería a saberse. Hasta ahora.

Guerre, que es como se titula la novela de 150 páginas que aún no anuncia su aparición en castellano, se escribió de un tirón en 1934. Leída a casi nueve décadas de distancia, asoma como una especie de complemento de Viaje al fin de la noche: si en esta última el narrador y alter ego celiniano, Ferdinand Bardamu, se asume como un “cobarde” que rechaza la guerra, su horror y su locura, en Guerre ese horror será la materia de otro relato en primer persona, ambientado en 1914.

El narrador, que ahora se nos presenta como Ferdinand, sin más, parte padeciendo la dureza del conflicto como la padeció en su minuto el joven Destouches, quien apenas llevaba un par de meses en el frente cuando recibió una bala en el brazo derecho, y hasta el fin de sus días dijo haber tenido otra alojada en el cráneo, aunque lo más verosímil es que el impacto de una bomba lo haya hecho golpear su cabeza contra una pared, produciéndole una especie de migraña permanente: algo así como una tormenta interior que a veces no lo dejaba escuchar ni sus pensamientos.

Por su carácter más bien breve e inacabado, esta obra no ofrece las cachañas verbales ni la densidad existencial de su libro más famoso. Pero persisten la brutalidad de las descripciones, el humor sin miramientos, la ironía y la desesperanza. Y el horror de la guerra. Como en la primera página, que ofrece el cuadro de una compañía militar que ha sufrido los efectos de un ataque enemigo: “Debo haberme quedado ahí una parte de la noche siguiente. Mi oreja izquierda estaba completamente pegada al suelo con la sangre; la boca, también. Ambas hacían un ruido inmenso. Me dormí con el ruido, y luego llovió con fuerza. [El soldado] Kersuzon, a mi lado, se sentía pesado y tenso bajo el agua. Moví un brazo hacia su cuerpo. Lo toqué. Con el otro no pude. No sabía dónde estaba el otro brazo”.

La guerra, agrega, quedó “encerrada en mi cabeza”.

Herido en misión de servicio, Ferdinand es asistido por militares británicos y trasladado primero a Ypres y luego a “Peurdu-sur-la-Lys”, que es como llama el libro a la localidad de norteña de Hazebrouck. Allí lo operan y lo cuidan, en especial una enfermera que brinda ciertas “atenciones” a los convalecientes.

Cree que lo culparán de alguna negligencia, piensa en desertar, recibe la visita de unos padres que parece no soportar y traba amistad con un soldado, Bébert, que es el nombre que daría también el autor a su célebre gato.

Si bien nadie cuestiona su autoría ni desconoce sus méritos, Guerre parece haber dividido a críticos, especialistas y fanáticos. Hay quienes la consideran una obra maestra y un muestrario del mejor Céline, mientras otros piden bajarle un poco la espuma a ese chocolate. Como Mathieu Lindon, en Libération, donde valora la aparición del libro, pero pide no caer en exageraciones. O como el celiniano Henri Godard, que se muestra aún más severo: “Tiene valor e impacto, pero no es un verdadero Céline porque no está terminado. Son textos que él había dejado voluntariamente de lado y que no contemplaba publicar”.

Una lectura despegada de estas controversias, sin embargo, puede reconocer lo brutal, lo entrañable y lo crudo (particularmente en materia sexual). No es poco. En los próximos meses, las siguientes novedades del autor, partiendo por Londres, seguirán dando material para considerar y reconsiderar.