A Mike Barclays lo secuestraron en el prostíbulo más elegante de la ciudad. Todo ocurrió tan rápido que los malhechores le pusieron una capucha negra, le ataron las manos y se lo llevaron, desnudo. Las prostitutas, todas jovencitas de sorprendente belleza, lloraron, desconsoladas, pues querían mucho a Mike, por lo amable que era con ellas y las generosas propinas que les dejaba.
Los secuestradores escondieron a su rehén en una casa en el campo, a dos horas en auto de la ciudad, no muy lejos del barrio arbolado de grandes mansiones donde Mike Barclays había crecido, bajo la severa mirada de un padre que le daba palizas por las fechorías que cometía en el colegio (tocamientos indebidos a las chicas y las monjas, toda clase de hurtos y latrocinios, violencia sádica con sus amiguitos) y una madre que lo llevaba a un siquiatra tras otro y le daba una pastilla tras otra, tratando de reformarlo. Pero Mike Barclays fue desde muy niño un problema sin solución para sus padres: era díscolo y revoltoso, ladrón y mentiroso, un cero para los estudios, un matón pendenciero que propiciaba las riñas desiguales. Desde luego, los secuestradores, cuando se lo llevaron desnudo, maniatado, no sabían nada de eso. Sólo sabían que Mike Barclays era un hombre rico, que había heredado de su tío y padrino mucho dinero.
La madre de Mike Barclays, la señora Dorita Lerner viuda de Barclays, poderosa mandante de la cofradía del Opus Dei, donante de los partidos de extrema derecha, enemiga visceral de lo que ella llamaba ideología de género, infatigable conspiradora política, mujer de vasta hacienda personal, recibió una llamada de los secuestradores de su hijo, pidiéndole cinco millones de dólares por su liberación.
-¡Váyanse a la mierda! -respondió Dorita Lerner, que se sentía joven y traviesa siendo procaz-. ¡No les voy a pagar ni cinco dólares! ¡Y no me llamen más!
Desconcertados, los secuestradores se preguntaron:
-Y ahora, ¿qué carajo hacemos?
Lo que Dorita no les dijo a los raptores es que estaba harta de que su hijo Mike solo le diese problemas y le pidiese dinero. Siendo rico, Mike prefería gastar el dinero de su madre y no el suyo. ¿En qué lo gastaba? Principalmente, en ropa y en relojes. Tenía una colección de treinta y seis relojes de alta gama. Gastaba miles de dólares en ropa. No viajaba a menudo: tenía miedo a los aviones y fobia a los aeropuertos. Pero gastaba fortunas en autos y camionetas de lujo. Y, por supuesto, en sus asiduas visitas al prostíbulo más elegante de la ciudad, allí donde lo emboscaron los malhechores.
Mike Barclays estaba casado con Jimena Salcedo, la hija de un empresario muy rico, dueño de una empresa de transporte de caudales en camiones blindados. La amaba. No por visitar el prostíbulo, dejaba de amarla. La consentía en todo. Jimenita era guapa, refinada y melancólica. Vivía permanentemente insatisfecha con la decoración de su casa. Todo el tiempo estaba comprando un cuadro, un sillón, una mesita, una lámpara. Nunca estaba contenta. Entraba a su casa y sufría viendo unas imperfecciones, unas asimetrías, unos defectos estéticos que nadie más veía. Y entonces se abocaba a la tarea, decoradora insaciable, de comprar muebles, alfombras, piezas de arte. Y Mike, que la amaba, la dejaba gastar a su antojo.
Mientras el suegro de Mike Barclays reclutaba a sus mejores choferes y los organizaba para dar con el escondrijo de los criminales, recibió de pronto una llamada inesperada. Eran ellos, los hampones que se habían llevado a su yerno tan querido. Le pidieron un rescate de cuatro millones de dólares.
-Es mucho -dijo el empresario de transporte de caudales-. Denme tiempo. Trataré de conseguir dos palos. Cuatro palos es demasiado.
Le dijeron que tenía tres días o matarían a Mike Barclays.
Pero Mike no era tonto ni apocado y estaba tramando una manera de escapar. Esos sujetos esmirriados que lo habían privado de su libertad no le daban miedo. Los veía con profundo desdén, con fría repugnancia, como un tigre miraría a unos roedores, como un cóndor a unas moscas. No sabían los tres facinerosos que Mike Barclays era una bestia salvaje, un accidente de la naturaleza. Bien pronto habrían de enterarse.
Al tiempo que la señora Dorita Lerner rezaba por la pronta liberación de su hijo, terca ella en no pagar un centavo, y el empresario de los camiones blindados se afanaba en conseguir el dinero para rescatar a su yerno tan querido, Mike Barclays decidió que actuaría con sigilo y ferocidad cuando sus enemigos estuviesen viendo un partido de fútbol por las eliminatorias al mundial de Qatar.
En efecto, aquella noche sus captores se emborracharon con ron barato y coca cola, a la espera del gran partido entre Perú y Paraguay, descuidando la vigilancia a su rehén. Cuando el partido comenzó, Mike aprovechó la distracción de los maleantes, ya todos bien borrachos, reptó hasta la cocina, se hizo de un cuchillo, cortó la soga que le ataba las manos y entonces procedió a la orgía de sangre que había soñado: decapitó a uno por detrás con un gran cuchillo de cocina, cogió el arma del finado, disparó con ella a los otros dos, y como uno quedó malherido, cargó el televisor y se lo clavó en la cabeza, como un sombrero vidrioso. Luego, entregado a un rapto de sadismo salvaje, viendo cómo agonizaban los hampones, tendidos en el piso, les bajó los pantalones, los castró a los tres y les metió los testículos en la boca, riéndose a carcajadas: era Mike Barclays, un genio del mal, y los que imprudentemente se cruzaban con él, acababan así, comiéndose sus huevos.
Como Mike no podía llegar a su casa vestido con los harapos y los andrajos que le habían puesto los secuestradores, tomó un taxi, se dirigió a la ciudad, se detuvo en una tienda de ropa italiana muy cara, donde lo mimaban porque gastaba allí miles de dólares al mes, y le prestaron unas prendas espectaculares para que llegase bien vestido a reunirse con su esposa Jimenita, y con su suegro, el empresario de transporte de caudales, y finalmente con su madre, la beata conspiradora.
Todos lloraron al abrazarlo, menos Dorita Lerner, que le preguntó:
-¿Qué hiciste para que te soltasen?
-Los maté a todos, Mami -dijo él, como un manso corderito.
-¿Cómo los mataste, hijito?
-Les corté sus huevitos, Mami -dijo Mike.
-Muy bien hecho, hijito -dijo Dorita-. Estoy muy orgullosa de ti.
Unas semanas después, Mike Barclays y su esposa Jimena, y los suegros de Mike, es decir el empresario de los camiones blindados y su esposa, una señorona de alta sociedad, se mudaron todos a la ciudad de Panamá, después de transferir sus dineros a los bancos más confiables de esa ciudad, comprar apartamentos lujosos en torres ultramodernas y adquirir visados de residentes inversionistas.
-¿Por qué te vas a Panamá, Mike? -le preguntó Dorita, sabiendo que extrañaría a su hijo problema, a su hijo medio enfermo, a su hijo que, como ella decía, era un criminal en potencia, “es un milagro que no esté preso, todos los siquiatras me dijeron cuando era niño que sería peor que Pablo Escobar”.
-Porque venden ropa más bonita y relojes más lindos que en esta ciudad de mierda, Mami -dijo Mike.
Solían almorzar juntos todos los días, a la una en punto de la tarde, en la casona de Dorita, en Miraflores. Pero ahora ella estaba sola y echaba de menos a su hijo y decidió que lo visitaría. Por eso le pidió a su asistenta, Manuela Ugarte, que la acompañase a Panamá.
-No puedo ir con usted, señora Dorita -le dijo Manuela.
-¿Por qué no puedes? -se sorprendió Dorita.
-Porque mi esposo cumple cincuenta años.
-Me parece muy bien que lo acompañes -dijo Dorita.
Luego añadió, con una sonrisa:
-Estás despedida, hijita. No vengas más. Quédate con tu gordito cincuentón.
Al final, Dorita Lerner viajó con otra de sus asistentas, la joven Talía Peña, que era muy simpática y eficiente y estaba dispuesta a todo para complacer a su patrona: bañarla, vestirla y hasta ayudarla a limpiarse, después de hacer sus necesidades. Rezaban juntas, se reían juntas, compartían los chismes de la familia.
Llegando a la ciudad de Panamá, Dorita y su asistenta Talía fueron alojadas por Mike Barclays en la suite presidencial de un hotel moderno. Además, les asignó un taxi de lujo para que las atendiera a cualquier hora del día y la noche. Ingenuamente, Dorita pensó que todo aquello era una invitación de su hijo, el magnate. Ella había pagado los boletos aéreos en una línea panameña que le pareció deplorable (“estos asientos de business class son una mierda, señorita”, le dijo a la azafata panameña, “no reclinan nada, esto es peor que viajar sentada en el wáter del baño”, añadió, mientras su asistenta Talía se moría de la risa), y por eso estaba segura de que su hijo Mike tan querido le pagaría la suite presidencial y el taxi, un Mercedes negro, blindado, serie cinco, con chofer con guantes.
La visita de Dorita consistió principalmente en incursiones rapaces e insaciables de su hijo Mike y su nuera Jimenita a las tiendas de ropa más lujosas, en las que gastaron miles de dólares, cargando todo a las tarjetas de crédito de la señora Lerner. En una semana, gastaron más de cien mil dólares en ropa, joyas y relojes. A la señora Dorita, por cierto, no le compraron ni un pañuelo. Pero ella era feliz así, siendo en extremo generosa.
El día de su partida, Dorita Lerner casi cayó desmayada cuando un joven de la recepción del hotel le informó de que debía pagar la cuenta de su hospedaje y, adicionalmente, la cuenta del taxi blindado. La suite presidencial costaba diez mil dólares la noche, y el taxi de lujo, mil dólares diarios.
-No, no, esto no lo debo pagar yo -dijo Dorita-. Esto lo pagará mi hijo.
De inmediato, Dorita llamó por teléfono a Mike, que se encontraba en el bar del hotel, y le pidió que se acercara. Mike puso cara de cándido despistado cuando su madre le dijo que a ella no le correspondía pagar los miles de dólares por la suite presidencial y el taxi de lujo:
-Tú me invitaste, Mike -le dijo-. Tú elegiste este hotel. Tú elegiste la suite presidencial. Tú reservaste el taxi con el chofer morenito tan guapo que me lo llevaría a mi casa, porque allá no tenemos choferes así, tan elegantes.
Mike miraba a su madre con una expresión boba, alunada, como si estuviese dopado o en trance hipnótico.
-Pero, Mami, es tu cuenta -farfulló-. Tú tienes más plata que yo. Yo estoy aguja.
-¿Aguja? -dijo Dorita-. ¿Cómo aguja?
-Estoy corto de efectivo -dijo Mike-. He comprado muchas acciones. Estoy seco de liquidez. Estoy aguja.
-Me importa un carajo -dijo Dorita, levantando la voz-. La aguja te la metes por donde ya sabes. Y esta cuenta la vas a pagar tú.
-Hagamos un trato -dijo Mike-. Yo te pago el taxi y tú pagas el hotel.
Resignada, Dorita Lerner entregó su tarjeta de crédito al joven uniformado de la recepción y le dijo:
-Cóbreme todo, por favor. La suite y el taxi. Mi hijo es un gran conchudo.
Antes de despedirse de Mike, Dorita le dijo al oído:
-Ojalá vuelvan a secuestrarte.
Y se marchó a toda prisa, pues no quería perder el vuelo de regreso a casa.