“Antes los jóvenes querían ser Alexis Sánchez. Ahora quieren ser Marcianeke”: la generación dorada de la música chilena
Hits fabricados en computadores sin pisar un estudio, redes viralizando canciones y videos de éxito mundial sin el protagonismo de la vieja industria, artistas y productores a la par, el efecto pandemia como un acelerante, el crimen y las drogas asociados a la escena. La música urbana chilena está en su minuto de máxima ebullición. ¿Se comerá al mundo? ¿Es la mayor encarnación de la vida casi sin límites que enfrentamos hoy?
“Tal como en el fútbol existió una generación dorada, creo que está pasando algo similar con esta música en Chile”, zanja Magicenelbeat (23). “Somos gente sin otro camino. No hay mucho que perder”, sentencia con el aplomo de un personaje de serie dramática este productor de música urbana, un beatmaker según la jerga del rubro.
Hasta hace un par de años, Joaquín Calderón, su nombre real, grababa bases prácticamente gratis para artistas que la mayoría de las veces eran apenas aficionados, en tanto en mayo apareció en los créditos de una canción del último álbum de Bad Bunny.
Iniciado a los 13 en el rap, asumió después de un tiempo que “no era lo mío” y cruzó al reggaetón. “Estábamos todos formándonos, el Poli (Polimá Westcoast), Pablito (Chill-E)”, cuenta. “Mis inicios fueron súper artesanales, con el computador prestado de mi hermano mayor”. Aún no había equipamiento técnico para el urbano en tiendas, no tenía “300 lucas para un micrófono” y los softwares eran piratas. El anhelo era “hacer música sin dinero” desde San Bernardo.
“A los productores de mi generación nos ayudó mucho YouTube”, explica. “Veía tutoriales y los detrás de cámara de la producción de una canción”.
El punto de quiebre llegó en plena pandemia, una especie de acelerante en su carrera y en la de toda una generación artística, donde cantantes y beatmakers convirtieron el encierro en una etapa creativa. A falta de shows, los artistas maximizaron el uso de redes sociales, publicaron singles y lanzaron videos.
“En julio de 2020 me encerré a hacer mucha música medio ermitaño”, recuerda Calderón. “En ese tiempo hice el tema con Bad Bunny. Hasta antes de eso sentía que tenía buenos beats, pero psicológicamente sentía que podía fallar, que no me iba a salir”.
Pero Magicenelbeat ya tenía un nombre, garantía de su calidad. Estuvo tras el éxito Tak Tiki Tak, de Harry Nach, y suma repertorio con Ceaese, Gianluca, Pablo Chill-E y Polimá Westcoast. Su historia contiene patrones característicos de la escena urbana chilena: origen popular, un sistema de trabajo que combina extremos entre lo colaborativo -los socorridos featuring y distintos nombres asociados en la producción-, una artesanía musical que, en rigor, sólo requiere un computador y contactos a distancia a través de redes. Los estudios de grabación y los instrumentos siguen siendo socorridos, pero tampoco resultan indispensables, como si el urbano reviviera el viejo principio punk DIY -Do It Yourself-, que instaba a la autonomía incluyendo un vínculo más directo con los fans -acá definido por las RR.SS.-, haciendo fintas a la industria tradicional.
Ser Marcianeke
Acorde a Spotify, en los últimos cuatro años Santiago es la ciudad con mayor demanda de reggaetón en el mundo. El 40% del Top 50 en Chile de la plataforma corresponde a cantantes nacionales. En las dos últimas versiones de Lollapalooza, la presencia de artistas urbanos arrastró gentíos, desatando un fervor igual o superior a los shows de estrellas foráneas, como sucedió con Paloma Mami en 2019 y Marcianeke este año, entre varios. La playlist Reggaetón Chileno tuvo un alza de 2.600% en 2021.
“Antes los jóvenes querían jugar a la pelota, ser Alexis Sánchez”, explica el periodista Ignacio Molina (39), autor del libro Historia del Trap en Chile (2021), con más de 130 entrevistas a figuras y actores del género. “Ahora quieren ser Pablo Chill-E o Marcianeke”.
Molina explica la distinción entre el trap y el reggaetón, casi imposible para la Generación X y los boomers. “La diferencia es el contenido lírico”, asegura. “El trap, nacido en Atlanta, representaba a los jóvenes con vidas al borde de la legalidad: vender drogas, andar con stripers, ropa ostentosa. El reggaetón, nacido en Puerto Rico, es festivo, bailable. Las letras tienen que ver más con temas románticos”.
¿Hay un trasfondo social en el trap?
Sí. Es la representación de un lugar de origen, de un barrio, de una zona segregada, discriminada, y cuenta cómo se sale adelante.
“Muchas personas no logran diferenciarlos”, continúa el especialista, “porque Annuel y Bad Bunny, que pusieron de moda el trap latino, hacían tanto trap como reggaetón”.
Dijiste en Página 12 que el trap y el reggaetón chileno “se van a comer al mundo”. ¿Por qué?
Hace un par de años, Pablo Chill-E colaboró con Bad Bunny, demostrando que desde el underground -sin sello, sin ocupar los canales típicos de la industria con videos, radios y entrevistas en medios- se puede grabar con el artista más escuchado del mundo. Es un primer indicio de esta capacidad del sonido chileno de expandirse. La proyección de esta música parece no tener límite. Las RR.SS. y las plataformas permiten conectar con un artista sin estar en el mismo estudio. Las brechas se diluyen.
“Por otro lado”, prosigue Molina, “las plataformas como Spotify y YouTube permiten a los artistas saltarse los sellos que antes eran importantes, y les validaba las puertas para salir en MTV y hacer videos. Ahora el artista puede monetizar directamente a su cuenta la ganancia por reproducción. Lo que hicieron las plataformas fue independizar la música, permitir que un joven desde la casa, de la comuna o la región que sea pueda hacer música y vivir de esto”.
Tejiendo redes
“Hoy en día TikTok es el principal canal de difusión que tiene la música”, subraya Diego Sagredo (29), uno de los productores ejecutivos y management más activos de la escena. “A veces los mismos músicos o los artistas no lo entienden”, acusa, “pero la vitalidad de Tik Tok, con sólo tirar un poquito de una canción, puede ser mundial de inmediato”.
Sagredo es otro ejemplo self made man en esta trama. Lleva una década gestionando, manejando artistas locales, trayendo figuras de Puerto Rico, armando eventos. En un inicio, reconoce, le llamaba más la atención el ambiente que la música. Ante la repercusión de los artistas urbanos chilenos en Lollapalooza 2019, montó un exitoso festival de trap en La Cúpula del Parque O’Higgins. “Se vendió todo”, cuenta orgulloso.
Convencido de que Chile va a ser potencia planetaria en esta música, argumenta que la rima local y una propuesta distinta al producto centroamericano, más estandarizado, dan chances. “Son nuevos sonidos que están saliendo de acá”.
Económicamente, ¿es un buen negocio la música urbana en Chile?
Es más que un buen negocio. Ahora los chicos, con una canción, pueden ser millonarios y alimentar a toda una familia”.
Deep Music, el sello que montó, incluye sólo figuras masculinas, como Harry Nach, Diego Smith, Polimá Westcoast, Galee Galee y Kidd Tetoon, entre otros. Sagredo no tiene muy claro por qué no hay más mujeres en la escena. “Cuesta encontrar esa artista que pueda colaborar fácilmente con todos los hombres”, elucubra. “Hay talento, pero no sé qué sucede”.
¿Machismo?
No creo que pase por eso. Tiene que ver por la forma en que se compone la música urbana, o los factores de amistad que a veces inciden.
Flor de Rap (32), artista que se pasó del rap al reggaetón con notable éxito, responde vía Zoom desde Puerto Rico, nominada a los premios Juventud por Báilalo Mujer en la categoría Girl Power, donde compitió con la súper estrella Karol G. Flor, ganadora como mejor artista de música urbana en los últimos Pulsar, cree que los hombres figuran más y colaboran entre ellos, porque “se da así y no creo que nos estén discriminando”.
“No es que no nos apoyen, o que sean muy machistas”, explica, “sino que todo se da cómo se tiene que dar nomás”.
Donde sí hay diferencias entre artistas mujeres y hombres, asegura Ángela Lucero Areyte, su verdadero nombre, es en directo. “En vivo les damos mil patadas, partiendo desde los outfits hasta los bailes, todo lo que conlleva hacer una presentación”.
Tírate un acorde
Soulfia (25) es un caso atípico en el urbano, particularmente en el reggaetón, con su formación musical formal. Toca piano desde los cinco, canta desde los siete y estudió en el Instituto Projazz. Extraña mayor musicalidad en la producción local, por lo cual terminó grabando en Argentina, donde se siente más en sintonía.
Sofía Walker, su verdadero nombre, reconoce que desde hace poco conoce más productores chilenos “y me reto a mí misma”, dice, porque se acercan más a sus gustos, pero en el pasado tuvo experiencias insatisfactorias. “Un poquito más plásticos a lo que yo me quiero acercar”, detalla. “Ningún productor con los que trabajé (en) Chile toca guitarra, bajo, piano, o sabe lo que es un acorde. No lo juzgo, pero no me sirve”.
No es exactamente la situación de Magicenelbeat con nociones de teoría musical -”se de acordes y escalas”-. Sin embargo, trabaja “‘in the box’, como le decimos nosotros”. En los dos últimos el computador ha sido su única herramienta. “A veces tengo muchos elementos a mi alrededor, como sintetizadores, pero siento que tengo que ser bueno en cualquier tipo de situación”.
Moustache (28), productor de Paloma Mami, Marcianeke y Young Cister (“he trabajado con la mayoría de los artistas chilenos y otros extranjeros como Arcángel”), reconoce que maneja nociones muy básicas de teoría musical. Toca algo de teclado y “funciono por oído”. Por otro lado, Nicolás López Quiroz, su verdadero nombre, proviene de una familia de músicos y estudió sonido en la universidad. “Este ha sido mi único trabajo desde siempre”, resume.
Made in Chile
“Destaca un estilo propio, el esfuerzo de cada artista”, sentencia el cantante Galee Galee (28) sobre las cualidades de la escena chilena en el barrio latino. Gabriel Zúñiga, su verdadero nombre, un “trapstar” según La Cuarta gracias a singles como A Perriarla, se siente “bacán, porque uno motiva a la gente”. Asegura que la escena local “tiró para arriba brígido” y que “todos buscamos cumplir el sueño”.
Flor de Rap coincide en “las ganas de salir adelante, salir del barrio y lograr los sueños”, como observa que los artistas masculinos se apoyan sacando colaboraciones entre ellos. “Esa es la diferencia con otros estilos. Lamentablemente, no he visto una colaboración entre Denise Rosenthal y Camila Gallardo, o con Francisca Valenzuela”.
Magicenelbeat pronostica que Chile puede ser “el nuevo Miami”, gracias a una de las características laborales surgidas de la pandemia: el trabajo a distancia. No cree indispensable viajar a las mecas de la música urbana.
“Aquí estamos formando algo con aspiraciones mundiales”, proclama. “Mi generación tuvo a su favor la tecnología, los home studios. No es como en los 80, cuando para triunfar había que conocer gente en la tele o en la radio. (Para) los chiquillos, los artistas y nosotros, los productores, no es necesario. Somos personas que venimos de la nada y de todos lados. Pailita es de Punta Arenas. Marcianeke y el AK4:20 de Talca”.
Soulfia cree en la existencia de un sonido chileno entre desordenado y pegote. “Es un poco más callejero que Argentina, México, España, que realmente tienen acordes, teoría musical, un pensamiento que va más allá que tan sólo hacer un beat y que se monte un artista”.
En su investigación para el libro del trap chileno, el periodista Ignacio Molina concluyó que la versión local es la que más se asemeja al original de EE.UU. Un trap que mezcla el testimonio y vetas intimistas. “Son jóvenes que tuvieron vidas difíciles”, asegura, “que hicieron cosas de las que no están orgullosos, una vida de calle”.
Molina recuerda que algunos pasaron por la cárcel, mientras otros han protagonizado encuentros cercanos con la ley. Considera que “son honestos al cantar y transmitir algo que les tocó”, pero que no hay intención de hacer “ostentación de esa vida”.
Para el especialista, una escena trap cercana como la argentina luce influenciada por la matriz bailable y festiva centroamericana. En cambio, Chile ofrece una diversidad que va desde lo “más duro” a un trap “más emocional”, y otro ligado a temáticas de género, “como lo hace Akriila y Akatumamy, cantar de una mujer a otra, algo que no se había visto en una canción chilena, quizás Javiera Mena, pero acá es más explícito”.
“La escena explotó a tal punto que nadie estaba preparado”, sentencia Moustache. “Ni desde la SCD, hasta los artistas y productores”. El beatmaker cita la espectacularidad de los números en las plataformas musicales como ejemplo. “Antiguamente un millón de reproducciones era lo máximo, ahora los artistas tienen 20, 30, 40 millones o más, y esos números hay que saber manejarlos. Existe todo un proceso detrás de las ganancias”.
Moustache asegura que existe poco conocimiento en Chile en cuanto “a marketing, mánagers, tours y shows”.
“He tenido la oportunidad de viajar a otros países, y estamos atrasados”, observa. “Musicalmente bien, no así a nivel de negocio. Me pasé años haciendo música por amor al arte”.
Moustache estima que es imposible mayor innovación en el género. Aún así, cree que la distinción viene por la jerga chilena “más que los ritmos, porque siempre son iguales. Y tiene que ser así. Si le cambiamos el patrón, no es reggaetón”.
“El coa”, complementa Flor de Rap, “es lo que les gusta a las escenas urbanas de otros países de nosotros”.
Música del diablo
Las rivalidades en canciones -los “beefs” como se conoce a las broncas, “tiraderas” en el reggaetón- ya son parte del paisaje urbano musical chileno. “Como siempre, hay bandos. Pero veo más unidad que rivalidad”, matiza el dueño de Deep Music, Diego Sagredo.
¿Qué opinión merece cuando se asocia música urbana con crimen y drogas? Magicenelbeat cree que es el karma de los géneros que se hacen populares. “Cuando nació el jazz y tocaban los negros, era música del diablo”, repasa. “Después el rock, el hip-hop, ha sucedido con el reggaetón en Puerto Rico y acá. Es un ciclo por las diferencias generacionales entre padres e hijos”.
“Mi generación”, sigue, “tiene una brecha cultural y tecnológica muy grande con la generación de mis padres. Mi mamá ve algo en las noticias y se asusta. Las drogas, las armas, están en todos lados, no sólo en la música. Hay artistas envueltos en cosas, también futbolistas o contadores, independiente de lo que uno hace. Somos prejuiciados por los barrios de donde venimos”.
Ignacio Molina cree que esas asociaciones surgen del marcado clasismo chileno y agendas mediáticas proclives a “segmentar a las personas, rezagarlas, de no permitir el ingreso a la cultura”. La dinámica redunda en “vincular a los cantantes (urbanos) con la delincuencia”.
“Siempre están buscando un culpable. Me da risa”, opina Flor de Rap. “La delincuencia no es culpa del Marcianeke o del Jordán. Dime que antes no había. Es como en los colegios, ¿vamos a prohibir que los niños escuchen esta música si identifica a la mayoría de la población?”.
“Hay que educar”, continúa la cantante, “incluso aquellos que cantan sobre las pistolas, decir que no está bien. Los niños fuera del colegio igual van a escuchar esta música, a las radios no les quedó más que programarla, porque la gente lo pide. Mejor aconsejarles que quitarles. Prohibir no sirve de nada”.
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