Una advertencia, una renuncia y una Convención: a 200 años de la olvidada Constitución de O’Higgins
Duró solo tres meses, fue discutida por una Convención Preparatoria y estableció por primera vez un régimen bicameral en Chile. La Carta Magna de 1822 nació en buena medida para tranquilizar las críticas que Bernardo O’Higgins estaba recibiendo a su gestión como Director Supremo. Junto a tres historiadores revisamos sus características y si acaso influyó en la posterior caída del prócer.
Venía llegando de Buenos Aires, adonde había ido de viaje, y Bernardo O’Higgins no dudó un segundo al recibirlo. Mal que mal, había sido un patriota destacado, y ciertamente una voz que valía la pena escuchar. Pero cuando Fray Camilo Henríquez cruzó las añosas puertas de la sede de gobierno, el antiguo Palacio de la Real Audiencia y cajas reales (hoy, el Museo Histórico Nacional, en la Plaza de Armas de Santiago), no llevaba solo los buenos deseos para el Director Supremo. También una advertencia.
El fraile de la Buena Muerte fue franco. “Le manifestó que ya era tiempo de cumplir el programa de la revolución, no solo promoviendo el progreso intelectual e industrial del país, sino llamando al pueblo a tomar parte por medio de sus representantes, en la dirección de los negocios públicos”, señala el historiador Diego Barros Arana en su clásico Historia General de Chile. Dicho de otro modo, lo que Henríquez le estaba comentando a O’Higgins era que tenía que abrir más espacios de participación política, los que estaban restringidos hasta ese entonces.
“En algunos periódicos de Buenos Aires se decía que en Chile reinaba solo una tranquilidad aparente, mantenida por un absolutismo semejante al del antiguo régimen, y que debajo de ella existía un descontento que un día u otro podía hacer explosión”, comenta Barros Arana. De hecho, en esos primeros meses de 1822 O’Higgins estaba recibiendo cartas desde el Perú y las provincias argentinas donde le advertían lo mismo: si no hacía algo para moderar la rigidez con la que estaba llevando las riendas de su gobierno, todo podría salir mal.
Por ello, la salida que ideó fue la de una nueva Constitución. En esos días, regía una Carta Magna promulgada en 1818 con la urgencia de las batallas y los días finales de la guerra independentista. Sin embargo, ese apuro resultó ser un factor clave para entender la situación. Así lo explica a Culto el historiador y académico de la Universidad de Chile, Cristián Guerrero Lira. “Si bien con anterioridad regía el reglamento constitucional de 1818, éste tenía un carácter absolutamente transitorio y desde esa época ya se sabía que debía dictarse un texto de carácter más permanente”.
La historiadora Valentina Verbal, profesora de Historia Constitucional en la Universidad de las Américas, agrega otros elementos que pesaron para que se iniciara un nuevo proceso constitucional: “En términos personales, O’Higgins buscaba consolidar su gobierno como el gobierno fundacional de la república. En lo militar, ya se había derrotado a Vicente Benavides en el sur (la última fuerza realista en el Chile continental), por lo que era necesario, ahora, dar el paso hacia una carta definitiva. El problema fue que, para la aristocracia de Santiago, O’Higgins había perdido legitimidad”.
Por su lado, Gabriel Cid, historiador y académico de la USS, añade que el momento en que esto ocurrió fue de transición política. “Si el texto constitucional de 1818 fue sancionado en un contexto donde la guerra era la preocupación esencial de O’Higgins, esto dificultaba la transición hacia un régimen representativo pleno. Hacia 1822, tras la declaración de independencia peruana, la presión se hizo insostenible para el gobierno, al no poder dilatar más esta transición. En ese sentido debe entenderse el impulso por sancionar dicha carta, que inaugura lo que yo llamó la transición desde el momento bélico de la revolución hacia su fase constitucional”.
Cristián Guerrero Lira explica que la Constitución de 1818 estuvo muy vinculada al gobierno del Director Supremo. “La forma y las circunstancias en que O’Higgins había asumido el mando, tuvieron gran influencia en estas materias pues en 1817 empezó a gobernar sin cortapisas legales de ningún tipo y al año siguiente, ya después de la victoria en Maipú, se evidenció que la guerra, el elemento que había jugado en favor de un gobierno sin limitaciones, empezaba a quedar atrás y surgió ese reglamento”.
“Sin embargo, aún la realidad bélica subsistía -explica Guerrero Lira-. Ya desde 1820, habiendo zarpado la expedición libertadora y estando luego San Martín en Lima, el cambio se hizo notorio. Ya no se requería un gobierno concentrando el poder y empezaron, también, a aparecer las críticas a la gestión administrativa”.
A estos factores, se suma otro: la resistencia que causaba uno de los nombres clave para el Director Supremo. “Si bien O’Higgins mantenía su prestigio, uno de sus ministros más influyentes, José Antonio Rodríguez Aldea -que era un chillanejo que había vuelto a Chile en 1814 como auditor del ejército realista-, empezó a concentrar el poder y eso no fue muy bien visto. A ello debemos agregar el necesario ajuste institucional y cultural que debía producirse en el tránsito de monarquía a república”, añade Guerrero Lira.
Una renuncia “con elástico”
El 7 de mayo de 1822, O’Higgins convocó a una Convención Preparatoria para el establecimiento de la Corte de Representantes que discutiría la nueva constitución. Para ello, cada municipio debía elegir un diputado, contabilizando 30 en total. Podían participar solo hombres mayores de 25 años, que poseyeran alguna propiedad, y que fuesen oriundos o vecinos de la zona a la que representaban. Los miembros de esta convención tendrían que desempeñar este trabajo sin recibir pago.
Acaso por lo gastada que estaba la administración de O’Higgins, Barros Arana comenta que para las elecciones de esta Convención Preparatoria no hubo mucho entusiasmo, y que al final fueron individuos elegidos “a dedo”. “La designación de los individuos por los gobernadores para desempeñar el cargo de diputados en la Convención Nacional, se hacía por unanimidad de votos y casi por aclamación”.
A las 10 de la mañana del 23 de julio de 1822, cuando las lluvias torrenciales del invierno dieron tregua sobre Santiago, las sesiones se iniciaron en el frío salón del Tribunal del Consulado, el mismo edificio donde se realizó la Primera Junta Nacional de Gobierno, en 1810. Hoy, el edificio no existe, ya que fue demolido en 1925 para levantar la actual sede de los Tribunales de Justicia, en la intersección de las actuales calles Compañía y Bandera.
Tras las salvas de cañones, se eligieron los cargos directivos. Como presidente quedó Francisco Ruiz Tagle, de Santiago; vicepresidente, el cura Casimiro Albano, de Talca; y como secretario, Fray Camilo Henríquez, por Valdivia. El discurso inaugural corrió por cuenta del Director Supremo, Bernardo O’Higgins.
Entonces, ocurrió algo impensado: O’Higgins renunció a su cargo. “Creía que por el solo hecho de la apertura de la Convención, pasaba a ésta la suma de poderes que él estaba ejerciendo en el gobierno. Debía por esto mismo hacerle entrega del mando”, explica Barros Arana. En su estilo ampuloso y dramático, les rogó a los legisladores que tomaran el mando: “Demasiado tiempo he llevado sobre mis débiles hombros la pesada máquina de la administración, y os suplico encarecidamente que hoy mismo me descargueis de ella. Hasta aquí todo fue provisorio, y todo queda a vuestra elección”.
Una vez que terminó de hablar, simplemente se retiró.
Sorprendidos, los miembros del organismo decidieron por unanimidad no aceptar la renuncia del Director Supremo. Por ello, enviaron a un grupo de 8 diputados liderados por el vicepresidente Albano, para que fueran al palacio de gobierno a indicarle a O’Higgins que estaba confirmado en el cargo y que tenía que continuar al mando de la joven nación. Aunque no lo haría por mucho tiempo más.
Una inspiración exterior
¿Qué tan importantes eran las constituciones en ese período para que O’Higgins decidiera apoyar la redacción de una? Para Valentina Verbal, eran fundamentales. “De hecho, durante todo el periodo de formación de la república (1817-1833) existía la idea de ‘constitucionalismo utópico’ (expresión de Barros Arana, que recoge Julio Heise). Esto es, la idea de que se podía refundar el país. En ese tiempo, esta idea tenía cierta lógica porque nos estábamos conformando como un país independiente, muy basado en la creencia de que España y la época colonial significaban un tiempo de gran atraso en términos científicos, económicos, educacionales, etc”.
Por su lado, Cristián Guerrero Lira apunta: “Desde el inicio de la revolución de independencia, cuando el ideal separatista era compartido por muy pocos, es decir en los primeros años de la Patria Vieja, la idea de tener una constitución era una realidad constante pues se entendía que debía limitarse el ejercicio del poder. De hecho la Junta Gubernativa del Reino tuvo normas reglamentarias y en el Congreso de 1811 también se discutió el tema e incluso se comisionó a Juan Egaña, un jurisconsulto peruano que residía en Chile, para que redactara ese texto, el que solo quedó a nivel de proyecto”.
“Desde la declaración de independencia el tema constitucional fue clave -añade Gabriel Cid-. Para los contemporáneos, la existencia de una nación libre suponía un texto constitucional que estableciera la forma de ejercer el poder y establecer los derechos y deberes de los ciudadanos. De hecho, apenas 2 semanas después de la decisiva batalla de Maipú, un cabildo abierto estableció la necesidad de darse una constitución. Los debates políticos fueron arduos sobre las características que debía poseer una buena constitución”.
Para esta Carta Magna, la discusión se centró en el modelo a seguir. Así lo explica Gabriel Cid: “En el marco de la carta de 1822, el debate más significativo fue si bastaba solamente copiar una carta exitosa -como la estadounidense- para tener buenos resultados, o era imperativo tomarse en serio las circunstancias y costumbres locales para adaptarla. Por cierto, esta última postura terminó imponiéndose”.
Cid añade: “Las constituciones, aseguraba un periódico de ese año, ‘han de ser de tal modo adaptables al pueblo para el cual se hacen que muy rara vez sucede que las leyes de tal nación convengan a otra’. Una proclama de la convención constituyente afirmó que por más importante que hubiese sido la inspiración de la constitución estadounidense, ‘los planes más perfectos de Legislación no podían trasplantarse, sin inconveniente, a un país en que difieren tanto la población, la extensión, las opiniones, el clima, la cultura, las artes, las ciencias, el comercio, las habitudes y el carácter’”.
Sin embargo, los historiadores consultados distinguen una influencia clara en esta carta de 1822. “Está claramente influido por la Constitución de Cádiz, de 1812 que, en realidad, fue un modelo en la mayoría de las nacientes repúblicas hispanoamericanas, aunque lógicamente no es una ‘copia’”, asegura Cristián Guerrero Lira.
Esta constitución, al igual que la propuesta emanada de la Convención Constitucional en 2022, también traía un preámbulo. Ahí hay algo que se puede distinguir, señala Valentina Verbal: “El preámbulo señala el modelo de los Estados Unidos. La verdad, no parece seguir un modelo puro, sino una mezcla de influencias, entre el constitucionalismo español, norteamericano y francés”.
Un congreso doble
¿Qué elementos traía esta Constitución de 1822? Lo más importante estaba en el artículo 17, que creaba un Congreso de dos cámaras: de diputados y el Senado. En rigor, esta última institución ya existía en ese momento, producto de la carta de 1818. Contaba con solo 5 miembros, todos elegidos por O’Higgins.
“En términos del sistema político, tiene algo de parlamentarista por restituir la Cámara de Diputados con facultades fiscalizadoras (que no funcionó bajo la Carta de 1818), y de presidencialista por darle bastante poder al jefe de Estado y de Gobierno, que en ese entonces se designaba bajo el nombre de “Director Supremo”. Aquí se aprecia un guiño al modelo estadounidense tanto por el bicameralismo como por el presidencialismo”, comenta Valentina Verbal.
También hay otros puntos, así lo explica Guerrero Lira: “Hay algunos ‘hitos’ significativos como que reconocía el derecho de los ex directores supremos a participar en el Senado (un antecedente de los senadores vitalicios que estableció la constitución de 1980), organismo al que también se integrarían, entre otros, los ministros, los obispos, un ministro del supremo tribunal de justicia, tres jefes militares y un académico de la Universidad de San Felipe”.
Además, el texto reconocía que la soberanía reside esencialmente en la Nación. “La define como la ‘unión de todos los chilenos’, categoría en la que por decreto dictado por el mismo O’Higgins unos años antes, ya se había incluido a los integrantes de lo que hoy en día se ha dado en llamar Pueblos Originarios”, señala Guerrero Lira.
Además, añadió un punto clave hasta ese entonces desconocido: la igualdad ante la ley. “Establece no solo la igualdad ante la ley, sino que también define a la nación chilena, establece las condiciones para acceder a la ciudadanía”, señala Gabriel Cid.
Un factor más para el final
Tras el fin del trabajo de la Convención, la Constitución de 1822 fue promulgada el 30 de octubre de 1822, sin un plebiscito como había ocurrido en 1818. Sin embargo, tuvo muy poco tiempo de vigencia, ya que fue derogada el 28 de enero de 1823, día en que O’Higgins hizo abdicación del mando.
¿Tuvo que ver esta Constitución en el fin del gobierno del Director Supremo? Cristián Guerrero Lira piensa: “El texto de 1822 es un elemento más de los que se conjugaron en la caída de O’Higgins. La verdad es que su dictación no pudo paralizar las críticas que ya se manifestaban desde 1820. A ello hay que sumar la acción de su ministro Rodríguez Aldea quien, para muchos, es el verdadero responsable de la caída de O’Higgins por su mala gestión en materias de hacienda y por haber ‘aislado’ al director supremo transformándose en su consejero más influyente. Agreguemos que fue el principal redactor del texto constitucional”.
Gabriel Cid repara en otro punto: la Constitución de 1822 le daba un nuevo período de 6 años a O’Higgins (ya llevaba seis, desde 1818), con la posibilidad de ser reelegido por otros 4 años más. “Permitía eventualmente su permanencia en el cargo por otros 10 años”, explica, y le suma otro elemento: “El centralismo político, que lo hacía particularmente impopular en provincias: en dicha carta los gobernadores eran designados por el Director Supremo”.
“Fue la gota que rebalsó el vaso, sobre todo por el hecho de establecer un periodo de diez años más para O’Higgins -señala Valentina Verbal-. Pero O’Higgins ya tenía problemas desde mucho tiempo antes. Hay que pensar, primero, que él nunca fue muy popular entre las elites de la capital; pese a ser hijo de un ex gobernador y virrey, Ambrosio O’Higgins, igual era alguien de provincias. Pero, sobre todo, el fracaso político de O’Higgins —en términos de no haber consolidado, bajo su gobierno, a la república— se explica por su rechazo al poder de la aristocracia y de la Iglesia”.
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