Cuando Álvaro Henríquez inventó a Pettinellis: “Me enorgullece mucho”
El único álbum lanzado por el grupo encabezado por Álvaro Henríquez, tras el final de Los Tres, fue la oportunidad en que desarrolló una mirada personal sobre la tradición de la música popular chilena. Exploró letras más directas, temas rockeros inspirados en noticias, así como cuecas con guitarra eléctrica y órgano. Hoy, el mismo músico revisa con Culto las claves de un álbum imprescindible.
De alguna forma, había que mirar atrás para avanzar. Tras el final de Los Tres, al filo de la década de los noventas, la tradición de la canción popular chilena, fue la chispa que movió a Álvaro Henríquez Pettinelli a montar una banda para grabar una nueva colección de canciones. “Pasé un período en que no quería hacer música, pero se me pasó rápido y empecé a escribir canciones nuevamente pensando en grabar”, explica a Culto.
Aquel fue el origen de Pettinellis. El proyecto que con solo un álbum publicado hace exactos veinte años, mantuvo a Henríquez -quien usó su apellido materno para nombrar al grupo- ocupado en una banda antes de lanzarse definitivamente en solitario, para luego reagrupar a su cuarteto de origen años más tarde.
A diferencia del material de Los Tres, en las canciones compuestas por Henríquez para el conjunto, apostó por una lírica más sencilla y directa, con más narración que juegos de palabras. “Quería cambiar un poco mi lírica, efectivamente es más directo y hay más historias, de todas formas fue un proceso muy natural y logré hacer un buen cambio en el estilo”, detalla.
Y más importante aún, Henríquez tenía muy claro el sonido que deseaba para su nuevo proyecto. La música de los sesentas y el canto grueso del órgano eran las premisas básicas. Para lograrlo, el penquista sumó al tecladista Camilo Salinas, quien había participado en los últimos shows de Los Tres. “Efectivamente tiene influencias de Los Ángeles Negros y de varios grupos de los sesenta y setentas, todo esto sumado al talento de Camilo y nuestra amistad hicieron que trabajáramos juntos -detalla Henríquez-. Originalmente yo quería el sonido del teclado como el sonido del Vox Continental, Camilo se compró un Farfisa y ahí encajó todo muy bien en las composiciones”. Completaron la alineación el bajista Pedro Araneda y el baterista Nicolás Torres.
Una sinfonía de alarmas
El debut discográfico del grupo fue en Después de vivir un siglo (2001), un tributo a Violeta Parra, producido por Henríquez. Allí despacharon una versión de Arriba quemando el sol, a medio camino entre Muddy Waters y The Animals. Pero en el intertanto trabajaron su propio material. Junto a Salinas, dio forma a Hospital, una canción en que un enfermo terminal se despide de su amante. En principio era más acelerada, a la manera del Himno Internacional del Liguria, que figura en el final del álbum. “Esa canción la hicimos con Camilo, él colaboró en la parte musical junto conmigo. Yo hice la historia, lo que le dio el carácter que el tema tiene”.
Aunque escribió nuevas canciones, Henríquez echó mano a un viejo tema inspirado en una entrevista que leyó a la viuda de un boxeador fallecido tras ser noqueado en el cuadrilátero. Ese fue el origen de Un hombre muerto en el ring. “Esa la tenía desde la época de Los Tres. Lo mejor es que cuando se las mostré ellos la rechazaron ajaja”, cuenta Henríquez, quien agrega que en principio era distinta a como se grabó finalmente. “Cuando la compuse, pensaba en rock and roll garage de los sesenta pero la tocaba un poco más lenta y más blues. Después de eso la transformé en la versión que todos conocen”.
Pese a su sonido crudo y directo, el álbum reúne composiciones muy diferentes. A tono con el interés de Henríquez por la cueca, en el disco se incluyen temas como El desquite y Cuando una madre llora, que figuraron en la banda sonora de la película El desquite y el documental Estadio Nacional. A estas se sumó Fidel, que Henríquez dedicó a su fallecido padre. En todas se propone un cruce de los instrumentos eléctricos del rock con la cueca. “Tanto Fidel como Cuando una madre llora son cuecadélicas, cuecas con sicodelia -asegura el músico-. Para mí fue un exorcismo componer y grabar esos temas; no fue un problema mostrar este lado más íntimo al público y son de mis canciones favoritas”.
Hacia el final del disco está Ch bah puta la güea, una canción cruzada por su tono paródico en que la banda incursiona en una suerte de techno salpimentado de picardía, en la que incluso solían ejecutar una coreografía cuando la tocaban en vivo, como ocurrió en el Festival de Viña 2004. “Este tema originalmente era una ‘sinfonía de alarmas’ -explica Henríquez-. Grabé la base y la hice coincidir con las alarmas de los autos de los noventa. Luego decidí hacer la música para tener el tema completo. La historia es un clásico chilenismo que escuché casualmente en una conversación”.
Tras largas sesiones en que el grupo ensayó el material, se decidió trabajar el álbum a la manera de sus héroes de los sesentas. “Se grabó junto a Chalo González, gran ingeniero, y la forma de grabar fue todo en vivo y análogo, en cinta y por tomas. Fue una gran experiencia y es un disco que me enorgullece mucho”.
Las referencias a la cultura pop chilena se extendieron al diseño de portada, con la fotografía de Antonio Larrea inspirada por la estética que él mismo junto a su hermano Vicente, diseñaron para el desaparecido sello Dicap. Un detalle que sumó en la exitosa recepción crítica y de audiencia del álbum, la que permitió al grupo presentarse en el Festival de Viña. Cuando se le pregunta a Henríquez que fue lo que lo dejó más satisfecho de aquel trabajo, no lo duda. “El sonido, las canciones y el disco entero; lo considero uno de los buenos discos que he compuesto. La respuesta del público fue muy efusiva y es algo que recuerdo siempre, gran público para un gran disco”.
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