Su destino parecía ser como del de su padre, Manuel. Un campesino analfabeto y que esperaba que sus hijos estuviesen en edad suficiente para que lo ayudaran con el trabajo en la tierra, en el fundo de Lonquén donde vivían como inquilinos. Reproduciendo una historia usual en los sectores populares del campo. Sin embargo, fue su madre, Amanda Martínez, a quien años después inmortalizó en una canción, la que leyó que las cosas podían ser distintas para su hijo Víctor.

Nacido el 28 de septiembre de 1932, en la provincia de Ñuble, su familia se mudó posteriormente a Lonquén. Ahí, junto a sus hermanos mayores María, Georgina (la “Coca”) y Eduardo, parecía que el sol siempre le golpearía sobre los hombros al muchacho. “A los seis o siete años, Víctor solía acompañar a su padre a trabajar en el campo. A veces, como recompensa extraordinaria, daba una vuelta en el trillo, pero lo que más recordaba eran las penosas caminatas junto al surco, ayudando a guiar los pesados bueyes, mientras su padre hundía en la tierra el primitivo arado de madera de un lado a otro el día entero”, relata Joan Turner en su libro Víctor, un canto inconcluso.

Pero el padre no fue precisamente un ejemplo. “Desaparecía de la casa varios días seguidos, dejando todo el trabajo en manos de Amanda. Solía volver borracho y agresivo, discutía con ella y la golpeaba. Después de castigar también a los hijos, Manuel se sentaba a esperar que lo atendieran y alimentaran”, cuenta Joan. “Esas escenas de violencia familiar despertaron en Víctor un sentimiento de rencor hacia su padre, sentimiento que nunca le abandonó”.

Ahí la que tuvo resilencia fue Amanda, en parte por un factor clave. Tuvo más educación que su esposo. “Sabía leer y escribir -algo insólito en una persona de su condición- y estaba decidida a que sus hijos recibieran la mejor educación posible”, menciona Turner. Por ello, no dudó en empujar a Víctor a la escuela.

En clases, quizás llevado por la curiosidad, el muchacho moreno, y de pelo ensortijado, era un alumno ejemplar. “Se interesaba por todo y abrumaba a los maestros con preguntas, absorbiendo información e ideas como una esponja”. Desde ahí, ya mostró una faceta que luego desarrollaría profesionalmente en la Universidad de Chile: el teatro. “Le gustaba participar en las funciones de fin de curso con obras cortas improvisadas e inventadas por los propios niños y tenía mucho éxito como actor”.

Víctor Jara.

Un accidente que lo cambió todo

Pero no duraría mucho tiempo en Lonquén. Fue un accidente casero de su hermana María, quien se quemó su cuerpo con un caldero con agua hirviente, lo que obligó a la familia a trasladarla a Santiago, pues en Lonquén no habían servicios médicos y la chica debió hospitalizarse. Esa fue la oportunidad que vio Amanda para tomar a sus hijos, dejar a su marido y residir en la capital. Su esperanza era encontrar un trabajo compatible con la crianza de sus hijos, y por supuesto, mejorar su nivel de vida.

La familia, con Amanda a la cabeza, se instaló en la Población Nogales. Hoy, es un barrio de la comuna de Estación Central, al costado de la Autopista Central. Vivían en pésimas condiciones, como solía ocurrir con quienes llegaban del campo a la ciudad. La mujer entendió tempranamente que la única forma de sobrevivir ahí, era con cierta severidad y disciplina. “Las pandillas de niños les parecieron agresivas, maleadas y demasiado ajenas. Amanda hizo todo lo que pudo por proteger a sus hijos imponiendo normas y deberes estrictos, tratando de mantener los mismos niveles de higiene y orden que antes, pero no era fácil”.

Mientras Víctor destacaba en clases, Amanda trabajaba como cocinera en un restorán frente a la Estación Central. Ahorró dinero y pudo comprar un puesto en el mercado e instaló una pensión. Aunque ello la obligaba a estar lejos de sus hijos. Aún así, la familia logró instalarse en una casa con patio en la calle Jotabeche. Las cosas iban mejorando.

Por entonces, su madre había dejado de cantar, algo que siempre había hecho. Pero el bichito le había quedado al joven Víctor, quien solía mirar de reojo la guitarra que fuera de su padre, como si esta lo llamara con su delicada voz de seis cuerdas, aunque no sabía tocarla.

Sin embargo, se quedaba maravillado escuchando a otro joven, como él, quien sí sabía tocar el instrumento. Un día, ni corto ni perezoso, Víctor se plantó en el marco de la puerta de su casa, para verlo en acción. Omar Pulgar, como se llamaba el guitarrista, lo vio y lo hizo entrar. Él le enseñó a tocar. “Se sorprendió de la capacidad de Víctor para absorber todas sus enseñanzas y su habilidad para crear melodías y canciones”.

Pocos años después, la familia se mudó nuevamente, esta vez, a un barrio cercano a la Estación Central. Víctor comenzó a frecuentar un centro cultural ubicado en Avenida Blanco Encalada perteneciente a la Acción Católica, el grupo que alguna vez dirigiera el mismísimo padre Alberto Hurtado. De ahí ya le rondaba la idea de dedicarse al sacerdocio. Pero en 1950, con 15 años, mientras Víctor estaba en clases en el Liceo comercial le avisaron la terrible noticia: Amanda había fallecido.

“Su muerte significó una profunda conmoción para él; la quería entrañablemente y siempre había creído que algún día podría ayudarla y descargarla de sus duras obligaciones. Y entonces experimentó una sensación de desolación y vacío, casi de remordimiento”.

Del Seminario al Teatro

Así, decidió volver a pisar suelo conocido, a la Población Nogales, donde se quedó con la familia Morgado -los hijos, Julio y Humberto habían sido sus amigos en la primaria- mientras decidía qué hacer. En el invierno de ese año, decidió ingresar al seminario de la Orden de los redentoristas, en San Bernardo. Sin embargo, tras dos años decidió dejarlo, comprendiendo que en verdad, no tenía vocación religiosa.

En su paso por el seminario, lo que más le había chocado era el trato con el cuerpo. “El pecado original era la fornicación o la mera tentación de fornicar, que debía castigarse con la flagelación, golpéandose el cuerpo desnudo bajo la ducha. Víctor consideró antinatural y morbosa aquella práctica”. Sin embargo, disfrutó mucho la experiencia del canto gregoriano.

Sin tener adónde ir, y con 18 años, Víctor fue llamado para realizar el Servicio Militar. “Lo aceptó como inevitable e incluso conveniente, pues postergaba toda decisión sobre el futuro. El régimen de vida militar, que era espartano, no le pareció penoso; significaba que no tenía que preocuparse por la vestimenta, la comida y el alojamiento”.

En 1953, terminado su servicio, Víctor volvió a la Población Nogales, con los Morgado, donde le recibieron amablemente y sin preguntas. Cuando pensaba en trabajar, vio un aviso en el periódico. Una prueba para ingresar en el Coro Universitario. Ahí el corazón le palpitó más fuerte. Estaba convencido que el conocimiento en canto adquirido en el seminario podría ayudarlo. Funcionó, ya que fue seleccionado como tenor y participó en la puesta en escena de Carmina Burana, en el Teatro Municipal.

De ahí ya no paró más. Comenzó a frecuentar a gente del teatro, ingresó al grupo de pantomima de Enrique Noisvander, donde desempeñó un par de papeles e incluso actuó fuera de Santiago. Ahí conoció a Fernando Bordeu, quien resultó clave.

Víctor Jara, Sergio Zapata, Bruna Contreras y Alejandro Sieveking en el Parque Forestal, en 1965. Foto: Luis Poirot.

Bordeu era un joven de familia acomodada, quien invitaba a Víctor a su casa y le regalaba la ropa desechaba. Pero Bordeu lo consideraba un semejante artístico. De hecho, en 1955, ingresó a la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile y convenció a su amigo de que también lo hiciera. Jara lo pensó, no tenía nada que perder. Dio las pruebas de ingreso a la Casa de Bello en marzo de 1956.

“Se sentía nervioso e inhibido con sus ropas heredadas. La chaqueta era demasiado corta y, para colmo, las pesadas botas de gruesa suela le quedaban chicas y le lastimaban los pies”. Pero el entusiasmo de quien busca la vida con ganas lo hizo llevar por delante todas las dificultades, y fue aceptado. Su curso de actor duraría tres años.

De ahí adelante, Víctor dejó la vida volar...

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