No son sólo sus párpados caídos los que cargan de tristeza las fotos que conocemos de Julian Lennon. Mírenlo en ese retrato de niño que ha elegido para la carátula de su nuevo álbum: se aprieta por unos segundos el corazón pensar en las circunstancias que lo rodeaban entonces y las que estaban por venir, como el hijo de un padre ausente a quien iba a tener que seguir a lo lejos, primero como estrella, luego como leyenda.

Para más emotividad, lo ha titulado Jude, el famoso apodo con el que Paul McCartney intentó subirle el ánimo cuando a los cinco años de edad tuvo que enfrentar el divorcio de papá John y mamá Cynthia. Qué situación confusa debe ser crecer involuntariamente apartado de una vida que luego te definirá para siempre en cada relación que establezcas, cada acto público en el que participes, cada trabajo que intentes defender, y en el que ni el más firme rasgo de carácter te salvará de la comparación. Hace un par de semanas, a su reseña de Jude, el diario The Guardian la tituló: “Todavía una pálida imitación de su padre”. Los reclamos de los lectores obligaron a cambiar la frase.

“A veces me pregunto qué habría sido si no hubiese pasado mi vida siguiendo a mi madre; luchando contra su agarre, tan suave y a la vez paralizante”, dice Stéphanie, una de las tres hijas de Martha Argerich, al inicio del documental que ella misma decidió dirigir sobre la famosa pianista argentino-suiza; o, más bien, sobre el particular orden familiar que impone crecer al cuidado de una mujer de renombre internacional, a quien los viajes, la práctica, los aplausos y las inconducentes relaciones de pareja le impiden una crianza siquiera cerca de lo convencional (por lo pronto, a lo largo de la cinta se la escucha hablarles a sus hijas en tres idiomas diferentes).

Bloody Daughter (2012) es un documental cautivante, sin amarguras ni cuentas de reproche explícitas, mas sí la sangre fría para exponer, desmaquilladas, las exigencias que un músico exitoso les carga a quienes tiene cerca. “Siempre busqué crear confusión sobre mis asuntos familiares. No quería ser ni la hija, ni la novia ni la amiga de nadie. Es raro, ¿no?”, admitirá en algún momento Argerich frente a la cámara. Tampoco los hábitos de una madre estaban diseñados para alguien como ella. A sus hijas sólo les tocó aceptarlo.

En el fundamental libro de sus entrevistas con Joseph Horowitz, Claudio Arrau comenta la inquietud que le produce la película Sonata otoñal (1978), de Ingmar Bergman. En ella, una celebrada pianista (Ingrid Bergman) viaja a un pequeño pueblo noruego a visitar a su hija adulta (Liv Ullmann) después de siete años de separación entre ambas. Es un reencuentro feliz solo en apariencia, en el que no tardan en aparecer recriminaciones y heridas del pasado, incluyendo el cuidado que la artista le ha negado a otra hija con retraso mental.

“Me hizo sentir algo culpable —comenta Arrau—. Sentí que yo podría haber terminado de la misma manera. Me recordó los peligros del egocentrismo en un artista”. Una disciplina de alto rendimiento, las demandas de la autopromoción y la crianza de niños son, al fin, dinámicas incompatibles. La mayoría las conocemos como reveladoras pistas biográficas de quienes admiramos, pero hay quienes las viven en un trato cotidiano de doloroso escuchar y callar.