Por fin ha llegado el frío, pero solo uno leve y amigable, a la isla donde viven Barclays, su esposa y su hija. Es un otoño camuflado, apenas perceptible, de temperaturas agradables: cede el calor opresivo, cesan las lluvias copiosas, se interrumpen los huracanes y las tormentas y los Barclays visten sus ropas de invierno. El otoño y el invierno en la isla son las estaciones mejores ciertamente, a pesar de que llegan desde el norte muchos visitantes de temporada, ricachones en su mayoría, que, como ciertas aves silvestres, huyen en bandadas del frío.
Los últimos días han sido más agitados que de costumbre.
Por una parte, se esparció en el canal de televisión donde Barclays hace un programa todas las noches el rumor insidioso de que un grupo o cofradía de empresarios ultraconservadores, fanáticos religiosos, enemigos del aborto y las minorías sexuales, había comprado la televisora para favorecer a los republicanos y a su líder vocinglero y acanallado, el expresidente que sueña con volver al poder. Si han vendido el canal a esos locos conservadores, renunciaré de inmediato, le dijo Barclays a su esposa Silvia. Pero era solo un rumor: la estación no ha sido vendida y sus dueños le aseguraron a Barclays de que no está en venta.
Por otra parte, la cuidadora del perro de los Barclays, una señora chilena que gana bastante dinero cuidando a los perros de la isla, se tomó unas merecidas vacaciones de dos semanas y viajó con su pareja a Estambul. Debido a ello, el perro de los Barclays, llamado Leo en homenaje a Messi, ha permanecido en casa las últimas dos semanas, en lugar de irse con su cuidadora chilena de ocho de la mañana a cinco de la tarde. Al estar en casa todo el día, el perro ladra cuando le viene en gana y despierta a sus dueños, que suelen dormir hasta mediodía. Más fatigado y quejumbroso que de costumbre, Barclays ha pasado esos días de estruendos caninos tomando coca colas con hielo para no desfallecer.
Los Barclays tienen suerte, mucha suerte: una señora cubana de gran corazón, que trabaja para ellos hace años, llega a su casa a las seis de la mañana, prepara el desayuno a la niña Barclays y la lleva al colegio, a media hora en auto de la isla, para luego pasar a buscarla a las cuatro de la tarde, cuando sale de clases, y llevarla de regreso a casa. La niña Barclays adora a su nana cubana y va al colegio cantando con ella las canciones de moda. Barclays es padre de tres hijas: nunca, ni una sola mañana, ha llevado a sus hijas a la escuela. No es broma cuando afirma que a las seis de la mañana se encuentra desahuciado, vegetal, comatoso. Barclays regresa de la televisión a medianoche, lee hasta las tres de la mañana y enseguida duerme hasta mediodía como mínimo. Por tanto, todo lo que ocurre en las mañanas pertenece al azaroso territorio de la ficción, salvo los ladridos del perro Leo, que le recuerdan los fragores ásperos de la realidad.
La esposa de Barclays, Silvia, es una mujer admirable que no obstante su juventud sabe resolver los problemas más complejos. Nada la intimida, nada consigue arredrarla. Es la mujer que no le tiene miedo a nada. Si logró curar a Barclays de sus problemas mentales, si consiguió rehabilitarlo de su adicción al Rivotril y al Dormonid, si pudo encontrar la fórmula química para que durmiese ocho horas profundamente, es que ella, Silvia Barclays, todo lo puede. Por eso tampoco tiene miedo a sus rigurosos exámenes de karate, cinturón negro, que, por espacio de cuatro días, tendrán lugar la próxima semana, y para los cuales se entrena todos los días, ejecutando una preciosa coreografía musical con una espada, una danza sobrecogedora en la que es experta, como es diestra asimismo rompiendo maderas de un solo golpe seco, certero. Por dos noches consecutivas, Barclays dejará de conducir a la televisión para acudir a la academia de karate y aplaudir a Silvia. Si algún día peleara con su esposa, ella podría matarlo en menos de treinta segundos. Por eso, y porque la ama, no pelea con ella. En la casa de los Barclays no hay riñas, gritos ni hostilidades: prevalecen las risas, las improvisaciones humorísticas de la niña hablando con sus amigas, y el silencio que se desprende naturalmente del ocio creativo y de la pereza a secas.
Si bien faltan unas semanas todavía para que comience el mundial de fútbol, Barclays ya está nervioso. Le gustaría estar en Buenos Aires para comprar el álbum y las figuritas de los futbolistas. Le gustaría ver todo el mundial no en Qatar, sino en Buenos Aires, atento a sus televisiones y sus radios, afiebrado por el clima que estremece a la ciudad esas semanas de tremenda pasión, volcado por completo a alentar con entusiasmo a la Argentina. Le molesta que el mundial se juegue en un país bárbaro como Qatar, así como le disgustó que se jugase en la Rusia del maléfico Putin hace cuatro años.
Como es un amante de las libertades individuales, un defensor de las minorías oprimidas, Barclays, antes de que comience el mundial, ya desea la absoluta debacle y eliminación de varias selecciones que competirán en dicho torneo: Qatar, reino de mafiosos donde los homosexuales son condenados a muerte y las mujeres violadas acusadas de adúlteras; Arabia Saudí, reino de carniceros y matarifes que encarcelan a los disidentes y mandan matar, desmembrar y disolver en un barril de ácido a ciertos periodistas independientes; Irán, dictadura teocrática de clérigos malvados donde las mujeres son esclavas que deben cubrirse con velos y los homosexuales son condenados al oprobio de la lapidación; y Serbia, país extrañamente aliado de la Rusia imperialista de Putin.
Por razones morales, Barclays detesta a esos cuatro países y desea que sean eliminados por goleadas en la primera ronda del mundial de fútbol: sería dulce que la Argentina hiciera seis goles a los saudíes, que Estados Unidos despachara cinco a los iraníes, que Ecuador metiera cuatro a los anfitriones qataríes y que Brasil clavara siete a los serbios.
Desde muy joven, Barclays llora con mal disimulado aplomo cuando cantan el himno argentino antes de que comiencen los partidos del mundial. Esta vez no habrá de ser la excepción. Es un momento tremendamente hermoso y pasional, en el que renueva su amor por ese país, un amor que nació en el mundial de 1978 o incluso antes. Es solo un partido de fútbol, claro está, pero es también, o eso lo parece cuando cantan el himno, una disputa por el honor, una contienda en defensa de todas las cosas nobles que aún tiene la patria, una guerra del fin del mundo, una batalla que los hará felices o desdichados, eufóricos o apesadumbrados. Por eso Barclays verá los partidos de octavos, cuartos y semifinales en Buenos Aires, porque allá y solo allá se sentirá un argentino más y gozará del mundial como en ninguna otra parte.
Además de alentar a gritos y con tembladeras a la Argentina, Barclays no oculta sus filias y sus aficiones por otras selecciones de fútbol. Por lo pronto, le apena que no jueguen en el mundial las tropas deportivas de Colombia, Chile y Perú. Por razones familiares, Barclays desea que Inglaterra haga un gran mundial. Por razones sentimentales, su corazón está también con Uruguay, país de gente noble y hospitalaria, y con Portugal, nación herida de melancolía, tierra fértil de poetas. Por razones de gratitud, porque allí se ha forjado una carrera como escritor, Barclays gritará los goles de España como si fuese un español más. Por último, hinchará por Costa Rica porque en dicho país, por razones puramente esotéricas, su programa de televisión no pasa del todo inadvertido y sirve de terapia para combatir el insomnio.
Mientras tanto, la vida prosigue como si fuese eterna, como si no fuese a interrumpirse: la niña Barclays es feliz a los gritos y a carcajadas cuando habla con sus amigas; la esposa de Barclays es feliz cuando se entrena en la academia de karate y sale a cenar con sus amigas lesbianas que son adorables; y Barclays es feliz cuando, a las tres de la mañana, baja a la cocina y come un helado de fresa, uno de kiwi y otro de chocolate: ese momento, el de la rendición a los helados, bien podría calificar como uno de los más placenteros y culposos del día.
Luego todos duermen o siguen durmiendo con la callada certeza de que es allí y no en otra parte donde quieren seguir viviendo, mientras la vida parezca eterna.