La ventaja de vivir en Miami es que sale el sol casi todos los días y nunca hace frío realmente.

La desventaja es que siempre hay alguien de paso que quiere vernos.

Uno se muda a Miami para alejarse de la familia, pero acaba viéndola más a menudo que si se hubiera quedado en su país de origen.

Me mudé a Miami hace muchos años. Escapaba de dos tiranos: un dictador familiar, mi padre, y un déspota que acababa de dar un golpe de Estado.

Mi padre tenía una pobre opinión de Miami. Decía que no era una ciudad, sino una selva, un pantano. Prefería irse a matar animales en las sierras de España y de Argentina.

Mi madre pensaba que vivir en Miami era un paso en falso, un despiste moral. La parecía una ciudad frívola, inculta, superficial. Está llena de ateos, me decía. La gente solo se dedica a comprar, observaba. Se entregan al consumismo y se olvidan de Dios, me reñía.

Yo no me dedicaba a comprar ni a rezar. Detestaba ir de compras. Usaba ropa vieja, con valor sentimental. Había dejado de creer en la religión siendo un adolescente. No visitaba ningún templo religioso. No rezaba. No creía más en las ficciones religiosas.

Quería ser un escritor, pero ser escritor en Miami era como ser torero en Tokio: probablemente estabas en la ciudad equivocada.

Quería comprar una casa en Miami, pero no estaba dispuesto a endeudarme con ningún banco. El banco donde ahorraba me ofrecía prestarme el dinero para comprar la casa que alquilaba. No acepté la oferta.

Como el dinero que me dejaban las regalías de mis libros era insuficiente para comprar una casa y pagar una buena educación a mis hijas, hacía televisión todas las noches y ahorraba, soñando con llegar al primer millón.

Gracias a la televisión, pude comprarme una casa en Miami y otra en Lima, la ciudad donde nací. Pagué al contado. No me endeudé.

Mi padre nunca entró a mi casa. No estaba invitado. Éramos enemigos. Deploraba mis programas y mis libros. Era su hijo fallido, vergonzoso. No me gustaba matar animales. No me gustaba emborracharme con él. No me gustaba verlo en modo alguno.

Por eso me convenía vivir en Miami: porque mi padre no pasaba por esa ciudad. Por eso no me convenía ir a Lima: porque la familia me tendía trampas de las que salía mal parado.

Cuando murió mi padre, las cosas cambiaron para bien. Por lo pronto, mi madre, que le tenía miedo y vivía a su sombra, recobró por fin su voz, su libertad, su identidad, y se permitió ser feliz. De pronto quería viajar, comprar cosas bonitas, reírse de todo. Ya no era una mujer asustada de su marido, sino una señora con ganas de vivir la vida plenamente, y riéndose.

Entonces comenzó a venir con frecuencia a Miami. Gracias a unos dineros de su familia, se sentía risueña, rejuvenecida, y disponía de vastos recursos. No hacía alarde de su riqueza. Era austera, humilde, servicial. La compartía con los más pobres y necesitados.

Cuando mi madre venía a Miami, no se quedaba a dormir en mi casa. Prefería alojarse en un hotel, con su asistenta. Pero yo la acompañaba a los servicios religiosos y rezaba con ella, a pesar de que no creía en nada de eso: era apenas un acto de amor. También la acompañaba a sus tiendas predilectas. Mi madre había encontrado la manera de ser tan religiosa como consumista.

Para mí, rezar con mi madre era como actuar en una obra de teatro. Me entregaba con pasión a ese papel. Lo hacía por amor a ella. Volvía a ser un niño a su lado.

Mis hijas vivían en Nueva York. Venían dos o tres veces al año a Miami. No dormían en mi casa. Preferían hacerlo en un hotel cercano, el mismo que elegía mi madre. Siempre había alguien de la familia en ese hotel: mi madre, mis hijas, mis hermanos, los padres de mi esposa, mis sobrinos viajeros.

Gracias a mis ahorros en la televisión, pude comprar una habitación para uso de la familia en ese hotel. También adquirí una camioneta para prestársela a la familia tantas veces como fuesen necesarias. Debido a ello, ahora mi familia viene más frecuentemente a Miami. Por dármelas de ricachón, de gran anfitrión, recibo visitas todos los meses.

Recientemente tuve tres visitas muy bienvenidas que me dejaron tres historias acaso divertidas.

La primera de ellas fue la de mi hermano y su novia, una mujer encantadora. Mi hermano es un empresario exitoso. Durante años, representó a mi madre en los directorios donde ella tenía asiento y dirigió su patrimonio. Hizo un trabajo notable. Gracias a él, los dineros de la familia se acrecentaron. Es el hombre del dinero en la familia. Por eso me honra que él y su novia ocupen la habitación del hotel y usen la camioneta de invitados que fue comprada pensando en visitantes tan estimables como ellos.

Lo que no estaba en mis planes era que mi hermano y su novia, reunidos con mi esposa mientras yo estaba en la televisión, verían accidentalmente unas fotos mías que hubiese preferido que no viesen.

Se encontraban los tres en el bar del hotel donde mi familia monta campamento, cuando mi hermano, después de ver una foto en el celular de mi esposa, tomó la decisión imprudente y acaso inapropiada de, en lugar de devolverle el teléfono a mi esposa, curiosear las fotos del celular, pasándolas rápidamente, el dedo adherido a la pantalla, las fotos de mi esposa y nuestra familia siendo espiadas por el ojo fisgón de mi hermano. Hasta que aparecieron unas fotos en las que yo salía desnudo, aunque no se me veía el rostro, solo las partes privadas.

Lo peor es que mi colgajo se hallaba en estado flácido, adormecido, y acaso parecía un maní o un pistacho.

Mi esposa me había hecho esas fotos para enseñárselas a nuestro médico de confianza. Estaba preocupada porque se me había descolgado el testículo derecho. Las fotos mostraban entonces una bolsa testicular asimétrica y un pene condolido, replegado, como guardando luto.

Sorprendido de encontrarse con dichas fotos en el celular de mi esposa, unas fotos que vio porque osó entrometerse en un territorio indebido, el de la intimidad de su cuñada que enrojecía de pudor frente a él, mi hermano soltó una risa franca, estruendosa, y preguntó de quién eran esos huevos lánguidos, caídos, desiguales. Enterados de que eran míos, él y su novia rieron todavía más.

No sé por qué se me ha descolgado un testículo. Deben de ser achaques de la vejez. En dos años cumpliré sesenta. Me gustaría celebrarlos con los huevos parejos.

Mi hermano y su novia no me dijeron nada, pero mi esposa me contó el incidente de las fotos íntimas, riendo a carcajadas. Pensé que, al curiosear esas fotos, mi hermano había hecho algo indelicado, pero acabamos riéndonos los dos.

La semana siguiente recibimos la visita de otro de mis hermanos y de su adorable esposa. Son extraordinariamente nobles y cariñosos. Llegaron con bolsas de chocolates, galletas, chupetes, alfajores, todos los dulces imaginables, dulces que comíamos cuando éramos niños. Nos sentimos abrumados por tantas muestras de cariño.

Enseguida partieron a Orlando en la camioneta de invitados. Esa camioneta, al ser muy moderna, se permite dar instrucciones y hasta consejos al conductor. Como estaban manejándola de noche, la camioneta detectó que el conductor cambiaba sospechosamente de carril y no la guiaba con la rectitud deseada. Por eso apareció en la pantalla una taza de café humeante y la instrucción o el consejo o la orden terminante de que el chofer debía detenerse y tomar un café cuanto antes. Mi hermano y su esposa se pusieron nerviosos. Nunca habían recibido órdenes de una camioneta. No le hicieron caso, pero la alarma siguió sonando y la taza de café en color amarillo continuó apareciendo en la pantalla con signos de exclamación. No tuvieron más remedio que detenerse y, a pesar de que nunca tomaban café ni de noche ni de día, tomar un café que compartieron a regañadientes, sintiéndose súbditos o esclavos de la camioneta alemana. Luego siguieron conduciéndola rumbo a Orlando, temerosos de que el vehículo les diera otra orden fulminante. Ya en el hotel en Orlando, no podían dormir por culpa del café que bebieron. Maldijeron a la camioneta mandona.

Una semana más tarde, llegó desde Nueva York una de mis hijas. Vino sin su novio, un abogado brillante y encantador. Se alojó en el hotel familiar y usó la camioneta que daba órdenes. Salimos a cenar mi esposa, mi hija de visita y yo. A la hora de los postres, mi hija pidió un panqueque con dulce de leche. Mi esposa dudó si pedir un panqueque ella también. Mi hija le dijo amablemente que estaba dispuesta a compartir su panqueque con ella. Me sentí orgulloso de mi hija. Una vez que llegaron los postres, ataqué sin rodeos mis helados de pistacho y mi hija celebró lo rico que estaba su panqueque con dulce de leche. Cucharita en mano, salivando de hambre, el plato vacío frente a ella, mi esposa esperaba que mi hija honrara su promesa y compartiera el panqueque con ella. Pero mi hija daba cuenta de su panqueque, saboreándolo, elogiándolo, y no compartía nada con mi esposa. Yo pensaba: seguramente va a comer su parte y luego le pasará el plato a mi esposa. Pero no fue así: comió la mitad, comió el sesenta por ciento, comió el ochenta por ciento, y no dio señales de estar dispuesta a compartir su panqueque con mi esposa ni con nadie. Pensé decirle a mi hija: mi amor, no te olvides que habías quedado en compartir el panqueque. Pero guardé silencio, y mi esposa, muy elegante, también se abstuvo de meter su cucharita en los últimos restos del panqueque, y así terminó la triste historia del panqueque con dulce de leche que mi hija se ofreció a compartir y se negó a hacerlo, bien sea porque se olvidó, bien sea porque estaba tan rico que no le dio la gana. Nunca sabré si fue un descuido, un despiste o un delicado acto de hostilidad.

De regreso en la casa, mi esposa no me dijo nada, no se quejó ni protestó, pero le pedí disculpas por el incidente del panqueque.

La próxima semana vendrá de visita mi madre.

No sé si fue una buena idea comprar una habitación en el hotel preferido de la familia.