A medianoche, tendidos en la cama, viendo sus tabletas electrónicas, Barclays le dijo a su esposa Silvia:

-Me voy a ver la final del mundial.

Ella lo miró sorprendida y preguntó:

-¿Te vas a Qatar?

-No -dijo él-. Me voy a Buenos Aires.

Silvia sonrió con un aire levemente burlón y enseguida preguntó:

-¿Pero la final no se juega en Qatar?

-Sí, claro -dijo él-. Pero a Qatar no voy ni loco. Tú sabes que detesto esos países machistas y homofóbicos.

-¿Y vas a viajar hasta Buenos Aires para ver el partido por televisión? -preguntó ella.

-Sí -dijo él, muy orgulloso.

-No tiene sentido -dijo ella, perpleja-. ¿No puedes verlo por televisión acá en la casa?

-Sí, claro -respondió él-. Pero no es lo mismo.

-¿Por qué no es lo mismo? -insistió ella.

-Porque no es igual verlo acá en Miami por Telemundo que verlo allá por T y C -dijo Barclays.

Se hizo un silencio que pareció distanciarlos.

-Estás loco -dijo ella.

-Siempre he estado loco -dijo él.

Luego preguntó:

-¿Quieres venir conmigo?

-Ni loca -dijo ella.

Tal vez decepcionada de su esposo, Silvia se retiró a dormir en su habitación. Barclays había comprado el billete aéreo a principios de año.

-Si Argentina llega a la final -pensó entonces, al pagar una tarifa no tan onerosa-, viajaré a Buenos Aires.

Luego se dijo a sí mismo:

-No me quedan muchos mundiales más.

Meses antes de que comenzara la copa del mundo, tenía el presentimiento o la corazonada de que Argentina llegaría a la final. Ahora, en vísperas del gran partido, la tarifa era muy cara, cuatro veces más elevada de la que había pagado en marzo. Se alegró de haber sido previsor, comprando el billete tiempo atrás. Se alegró más todavía porque, usando sus millas, le confirmaron un ascenso a la mejor clase.

-¿Y si viajas hasta Buenos Aires y Argentina pierde la final? -preguntó su esposa, mientras Barclays hacía la maleta de mano.

-Me sentiré el hombre más tonto del mundo -respondió él.

El vuelo, como era de suponer, salió con dos horas de retraso. Barclays vio obsesivamente películas, escribió obsesivamente un relato, leyó obsesivamente una novela que ya hubiese querido escribir él mismo, una novela mejor que cualquiera de las suyas. La ficción (leer, escribir, ver películas) le permitía disfrutar de los vuelos largos, ensimismarse, alejarse del mundo chato de las cosas banales. Tal vez por eso le gustaba volar. Porque estar a treinta mil pies de altura, en una cabina a oscuras, casi todos durmiendo, le permitía evadirse de la realidad, de las asperezas y las fatigas de la realidad, para penetrar gozosamente en el laberinto infinito de la ficción, del arte, de la belleza. Los vuelos largos eran entonces un esfuerzo físico, cómo no, pero también un viaje al corazón mismo de la ficción.

Tres años largos llevaba Barclays sin visitar Buenos Aires. Atacado de nostalgia por esa ciudad todavía anclada en su glorioso pasado, llegó por fin a media mañana y esperó a que alguien del servicio VIP se acercara para guiarlo y eludir las filas largas de viajeros, un servicio que ya había abonado previamente. Pero nadie se acercó, de modo que hizo la cola normal sin quejarse. Tras pasar los controles, buscó al chofer del hotel que debía llevar un cartel con su nombre. Había numerosos choferes con carteles, y los carteles podían ser modernos o precarios, en pantalla o en papel o en cartulina. Zigzagueando entre la multitud, paseándose como un tonto desnortado, Barclays se acercó a cada uno de los conductores, pero ninguno estaba esperándolo. Abatido, aguardó en un rincón, mientras otros taxistas sin carteles le ofrecían sus servicios.

-Ni servicio VIP ni chofer esperándome -pensó Barclays-. Bienvenido a Buenos Aires.

Media hora después, un hombre obeso, en traje y corbata, la camisa arrugada, fuera del pantalón, entró resoplando al área de espera. Barclays intuyó que podía ser su chofer. Se acercó y le preguntó:

-¿Usted no será chofer del Four Seasons?

-Sí -dijo él, jadeando, acezando, resoplando como si hubiese corrido los cuarenta kilómetros desde el hotel.

No pareció demasiado amable.

-¿No será que viene a buscarme? -preguntó Barclays.

-No, no -dijo el chofer, con aire displicente-. Yo vengo a buscar a un americano.

No dijo estadounidense, no dijo gringo, no dijo yanqui: dijo americano.

-Yo soy americano -dijo Barclays.

No mentía: había nacido en Sudamérica, en Lima, y se había naturalizado estadounidense, y vivía en Miami, Norteamérica.

Curiosamente, el chofer no le creyó y siguió avanzando a ninguna parte.

-¿Sería tan amable de mirar el nombre del americano que viene a buscar? -insistió Barclays, persiguiéndolo.

Contrariado, enfurruñado, descontento con su vida y con la vida en general, el chofer miró largamente su celular hasta que por fin dijo:

-El señor Barclays.

-Yo soy Barclays.

-Ah, mucho gusto. Sígame, por favor.

Barclays se ahorró la amonestación al chofer por su impuntualidad. Estaba en Buenos Aires. Así eran las cosas en esa ciudad.

Lo peor, sin embargo, estaba por venir. El chofer, Marcelo, se lo advirtió:

-Está todo cortado en la 9 de Julio.

Era un viernes a las once de la mañana. La final se jugaría dos días después.

-¿Está todo cortado por los hinchas del fútbol? -preguntó ingenuamente Barclays.

-No -respondió Marcelo-. Por los vagos que no quieren trabajar.

Dos horas después, llegaron al hotel, Barclays a punto de desmayarse, víctima de la extenuación, la sed, el dolor de cabeza y la creciente irritación con el chofer, que no dejaba de hablar:

-Yo soy amigo de Gastón Acurio, el cocinero peruano -decía-. Muy amigo. Su esposa Astrid, la alemana, me enseñó a hacer un buen cebiche. No sé si usted sabe que Astrid y Gastón se han separado.

-No tenía idea -dijo Barclays.

Ya en el hotel, subió a su habitación en el piso nueve, tomó sus pastillas y durmió hasta el final de la tarde. Luego salió a dar un paseo. Por lo visto, lo más difícil no era volar hasta Buenos Aires, sino recorrer el impredecible, rocambolesco y caótico trayecto entre el aeropuerto y el hotel.

-Nunca más llego un viernes -pensó-. Hay que llegar siempre un domingo.

A medianoche, tras cenar en el hotel, Barclays no podía dormir: los ecos fragorosos de una música electrónica trepidante se oían con nitidez, a pesar de que llevaba puestos tapones de goma en los oídos. Era imposible conciliar el sueño con tanto ruido. Se quejó, pero fue en vano, no era culpa del hotel, era una fiesta al lado. Se quejó con su esposa, que estaba en Miami.

-Te dije que era una locura viajar -le recordó ella.

Pero desde niño Barclays estaba poseído por unas fiebres o unos delirios o unas locuras que le daban angustias y tembladeras cuando jugaba la selección argentina de fútbol. Ahora, en vísperas de la gran final, sentía que su deber moral era alentar a la Argentina estando allí, en el piso nueve de un hotel de Recoleta, solo, concentrado, como si fuese a jugar el domingo con su flequillo que parecía una lánguida palmera tropical y su vientre de foca veterana.

Recién a las cinco de la mañana, el bullicio de la fiesta cesó y Barclays pudo dormir el sueño de los justos.

Todavía fatigado por el largo viaje y el descanso breve, no hizo otra cosa el sábado que caminar por las calles de Recoleta que más le gustaban, deteniéndose a tomar un café cada tanto, solo para descubrir consternado que no podía pagar en dólares y no le aceptaban la tarjeta de crédito, hasta que, cerca ya del cementerio, encontró una cueva amigable donde le cambiaron dólares con aire conspirativo, como si estuvieran complotando el asalto a un banco. Terminó Barclays donde acababa siempre en aquel barrio: en el bar del hotel Alvear, un tostado de jamón y queso y un exprimido de naranja, por favor. En ese momento, cuando un par de mozos con sus chaquetas coloradas lo reconocieron, Barclays sintió la poderosa corazonada de que la selección argentina alzaría la copa.

-No he venido hasta acá para ver perder a los mejores -se dijo a sí mismo, dándose ánimos.

Esa noche se acostó temprano. Pidió a la operadora del hotel que lo despertase a las diez de la mañana, pues el gran partido comenzaba a mediodía. Antes de dormir, habló con su hermana, que estaba muerta desde febrero, cuando fue atropellada, montando en bicicleta. Hablaba con ella todas las noches. Le pidió:

-Te ruego que gane Argentina. Por favor, ayúdanos.

También habló con su padre, que estaba muerto:

-Yo sé que no te gustaba el fútbol, pero, si puedes, hazme la gauchada de que gane Argentina.

Antes de que comenzara el partido, Barclays abrió los grandes ventanales que daban al balcón con vistas a la mansión y la embajada francesa: quería escuchar cómo rugía y vibraba la ciudad con los goles argentinos.

Cuando cantaron el himno argentino, se puso de pie, se llevó una mano al corazón y lloró, aunque no sabía la letra.

Todo el primer tiempo fue una maravilla. Barclays no podía creer lo que veían sus ojos miopes: Argentina estaba dándose un paseo en la final. El gol de Di María no fue apenas un gol: fue una delicada conspiración, una obra de arte tramada, maliciada y ejecutada como si estuvieran asaltando un casino en Niza o en Montecarlo, de un modo fría y minuciosamente calculado.

Todo el segundo tiempo fue una pesadilla. Barclays rompió a llorar cuando los franceses empataron.

-Esto se ha torcido -pensó-. Estamos jodidos.

Todo el suplementario fue una agonía: renacer y volver a gritar como un niño revejido y barrigón, contagiado de los ecos vocingleros de la ciudad que se colaban por el balcón como una corriente de afectos nobles, y luego morir de nuevo, morir tres veces ya, apenas los franceses volvieron a empatar.

Cuando el portero argentino evitó en el último suspiro de la batalla el triunfo del gallardo regimiento francés, Barclays se puso de rodillas y le agradeció a su hermana:

-Gracias, gracias, gracias.

Durante las tres horas que duró la final, había tomado veinte cafés Nespresso: la noche anterior había requerido tal número de cápsulas, y no descafeinadas, para ver el partido.

-Vas a reventar la cafetera o vas a reventar tú -le dijo riendo su esposa, cuando él le contó que había solicitado veinte cápsulas de Nespresso al servicio de habitaciones.

Una vez que la Argentina ganó el campeonato con toda justicia, Barclays esperó a que Messi, the rainmaker, el hacedor de la lluvia, la criatura divina que obraba los milagros más improbables, levantase la copa tan largamente anhelada. A continuación, Barclays secó sus lágrimas de lagarto viejo, apagó el televisor y salió a festejar. Antes se despojó del reloj, el celular, la billetera. Caminó por Posadas, por Alvear, por Quintana. Gritó como un argentino más. Se conmovió como un argentino más.

Luego volvió al hotel, se dio una ducha rápida y salió al aeropuerto.

El trayecto del hotel al aeropuerto duró tres horas.

El vuelo salió con retraso:

-Señores pasajeros -dijo una azafata, por el altavoz-, aún no podemos despegar porque el capitán no ha llegado, está en un taxi que avanza a paso de hombre.

Barclays sonrió, extasiado. No había apuro: ese día ya era eterno. Luego cerró los ojos y le dijo a su hermana:

-Gracias, gracias, gracias.