Columna de Marcelo Contreras: Técnica y sentimiento

Bob Dylan wsp

Es como lo sucedido con la guitarra eléctrica en los 80, cuando aparecieron hordas de clones de Eddie Van Halen superando su velocidad y desplegando acordes para acalambrar los dedos, propios de videos instructivos. Pero su guitarra no necesita mayores explicaciones. Simplemente emociona.



“Respeto todos los gustos, pero la chica tiene un timbre de voz desagradable. No vocaliza. No se le entiende y las letras son de indigente”, sentenció sobre Rosalía el productor y periodista español Julián Ruiz, en su cuenta de Twitter.

“Un reflejo de la porquería actual”, remató el profesional que ha trabajado con Orquesta Mondragón y Alaska y los Pegamoides, entre otros.

Músicos y productores poseen capacidades y filtros distintos de evaluación. El dominio técnico permea los juicios hasta límites difíciles de entender en el público promedio, identificando yerros que la mayoría pasa por alto. El artista new age chileno Joakin Bello, por ejemplo, declaró hace años que le resultaba imposible considerar como un par a un músico sin lustros de conservatorio. Por contraparte, una revolución musical y estética como el punk nació precisamente del hastío de una camada juvenil deseosa de expresarse con guitarra bajo y batería, sin necesidad de leer una partitura.

Tony Iommi de Black Sabbath ha declarado la diferencia abismante entre trabajar con Ronnie James Dio como cantante gracias a su talento melódico, en contraste a Ozzy Osbourne, que la mayoría de las veces se contentaba con vocalizar el dibujo de sus riffs. Sin embargo, lejos de desmerecer el incuestionable talento de Dio y su respetable paso por Sabbath, la etapa dorada de los padres del metal corresponde a la discografía junto al Príncipe de las Tinieblas y su voz inigualable, capaz de retratar el espanto y la locura.

Una de las estrellas definitivas del jazz, Billie Holiday, no era precisamente dotada, pero removió conciencias ante el racismo interpretando Strange Fruit, sin escalar varias octavas para transmitir el horror de aquella “extraña fruta” colgando de los árboles, una triste alegoría sobre los afroamericanos linchados y ahorcados.

Aleatoriamente, Bob Dylan, Joe Strummer, Perry Farrell y Anthony Kiedis -este último, una notoria influencia en el superdotado Mike Patton, cuando recién se unió a Faith No More-, son discretos cantantes desde el punto de vista técnico, desafinados sin discusión. En el caso chileno, lo mismo sucede con Jorge González. Pero apenas vocalizan, sabemos quien canta y encantan, a pesar de la opinión de los entendidos.

En los últimos 20 años, los concursos de talentos televisivos impusieron globalmente la idea de que en la interpretación, era requisito indispensable ser gimnasta de las cuerdas vocales, mientras Mariah Carey, Celine Dion y Christina Aguilera, establecieron la acrobacia como denominador común en el pop.

Son voces magníficas indudablemente, pero la cabriola no supera por sí misma al sentimiento. Mil veces Debbie Harry de Blondie, que canta como si caminara por Manhattan mascando chicle, a un triple salto mortal desde la garganta privilegiada de Ariana Grande. Los susurros vulnerables de Billie Eilish o la melodía innata de Javiera Parra, antes que el impresionante histrionismo académico de Cami.

Todo lo anterior es debatible y finalmente, como dijo Julián Ruiz en el despectivo reclamo en contra de la carismática Rosalía, un asunto de gustos. La técnica garantiza el dominio de un lenguaje, sin que necesariamente represente una cláusula sobre la expresión y el talento para conmover.

Es como lo sucedido con la guitarra eléctrica en los 80, cuando aparecieron hordas de clones de Eddie Van Halen superando su velocidad y desplegando acordes para acalambrar los dedos, propios de videos instructivos. Pero su guitarra no necesita mayores explicaciones. Simplemente emociona.

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