Muerte a los posers: la historia del thrash metal en San Francisco
El documental Murder in the front row reconstruye la gesta de la escena metalera de Bay Area en los 80 en las voces de sus protagonistas. Sangre, alcohol y locura fueron algunos de los componentes de un movimiento al margen de la industria, con músicos, fans y medios independientes formando una sola tribu.
El heavy metal jamás germina en un campo florido sino en territorios yermos. Sucedió en la gris Birmingham a fines de los 60, inspirando a Black Sabbath sobre guerras, presencias malignas y salud mental adulterada. Así, la crisis económica que azotó a EEUU en el arranque de los 80 acompañada de cesantía y delincuencia, catalogada por la presidencia de Ronald Reagan como la peor desde el crack de 1929, fue el clima perfecto para anidar desde San Francisco en particular, y California en general, una nueva generación artística que decantó en una cultura vigente hasta hoy. Una camada que rendía culto a bandas de heavy rock como UFO y Thin Lizzy, a su vez en el genoma de la New Wave of British Heavy Metal liderada por Iron Maiden, Judas Priest, Motörhead, Diamond Head, Venom y Saxon. Este público blanco y juvenil de la costa oeste demandaba una nueva dosis de guitarras endurecidas, más rápidas y pesadas, como reflejo de la nueva década.
Murder in the front row, disponible en Youtube y Apple TV, no solo es un documental preocupado de la cronología del movimiento, que reconstruye momentos cruciales mediante un relato coral como el primer ensayo de Metallica con Cliff Burton, o perfilando personajes distintos e insólitos entre seguidores y gestores, sino que explicita una de las grandes cualidades del thrash desde su génesis. Fue una movida que creció por el boca a boca de alcances transatlánticos a través del correo tradicional, intercambiando libremente cassettes, fanzines y largos listados de material, sin que el dinero fuera el norte. En su parto y crianza, la industria discográfica tradicional no tuvo participación alguna.
En esa red, los músicos, redactores de revistas mecanografiadas y los fans, eran equivalentes. En la tribu del thrash, la utopía igualitaria cobró sentido por largo tiempo. Podía ser figura un hábil guitarrista, un cronista ansioso por descubrir a la banda más rápida del momento, o un cabecilla del público saltando desde una muralla de amplificación.
Dirigido por Adam Dubin, responsable de videos para Beastie Boys y de A Year and a Half in the Life of Metallica (1992), el registro audiovisual de la grabación del Black Album (1991), el documental establece los pasos para desatar la tormenta perfecta que dio origen al thrash en San Francisco.
Hacia fines de los 70 la chatura de la vida suburbana y el hastío del público juvenil blanco ante la oferta del dial, prácticamente secuestrado por la música disco -”la frustración de estar aburridos”, resume Kirk Hammett-, se conjugaron en torno a refugios como la disquería The Record Vault.
Las temáticas sanguinarias y violentas de las portadas y las letras, estaban más cerca de las novelas de terror de Stephen King que del satanismo. La fantasía era una vía de escape, lo mismo el consumo de alcohol, el vandalismo y la violencia acotada a recitales y moradas de fans y músicos.
Para bandas foráneas a Bay Area como Slayer y los propios Metallica, que adoptaron San Francisco por exigencia de Cliff Burton, el ambiente y el público irradiaba una energía distinta, mucho más intensa y aclanada.
Murder in the front row cita una línea de Exodus en el debut Bonded by blood (1984) que, en el juicio de varios entrevistados, supera a Kill ‘em all (1983) de Metallica como el disco más representativo del thrash de la ciudad. “Asesinato en la primera fila”, vocifera el fallecido Paul Baloff, para retratar el ambiente de los recitales bajo una volátil energía retroalimentada entre músicos y audiencia.
Aunque se trataba de una comunidad estrictamente juvenil, hay dos adultos claves en esta historia, responsables directos del desarrollo de una escena autogestionada con repercusiones mundiales. El primero es Wes Robinson, el dueño del club de blues Ruthie ‘s Inn, un afroamericano cincuentón que arrendó el local regularmente para tocatas de estos chicos blancos cargados de testosterona, que terminaban con el sitio hecho trizas entre mobiliario destrozado, vidrios quebrados y rastros de sangre, milagrosamente repuesto para la siguiente fecha de thrash en vivo. Triunfar en Ruthie ‘s equivalía a ganar una medalla.
Luego, Debbie Abono, una abuela de 57 años convertida en manager de los satánicos Possessed, y más tarde de otras bandas como Exodus y Cynic. Abono facilitaba su casa para ensayos y fiestas, o cuidaba a lesionados tras un recital. “Vio a todos en esa escena como humanos mientras que hubo mucha demonización de la juventud”, acota Alex Skolnick de Testament. “Ella sabía que necesitábamos un lugar seguro y la casa de Debbie Abono siempre fue un lugar seguro”, explica James Hetfield.
La trayectoria embrionaria de Metallica y su perfilamiento como punto aparte de la escena, la irrupción de Slayer como los más rápidos y duros, el advenimiento de Megadeth, y los contactos con las escenas de Los Ángeles y Nueva York. Por sobre todo, la camaradería entre las bandas y los distintos actores de la escena, convencidos de su hermandad y la lucha contra los falsos metaleros. “Muerte a los posers”, era una especie de grito de guerra que estos viejos combatientes evocan entre risas, los veteranos de la última batalla librada por un género sin más estrategia que tocar todo lo fuerte y rápido posible.
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