Si algo tenía el rock más de avanzada en los setentas, una época que ahora parece lejana y cercana a la vez, era su ánimo expansivo. De allí que además de la ambición del estudio, fuese una época pródiga en discos en vivo que permitían dar cuenta de las largas suites y animadas improvisaciones propias de esos días. Una huella que marcó la propuesta de The Mars Volta desde sus inicios.
Marcados como los tipos extraños en una generación de rockeros que apuntó directo hacia las listas de éxitos (ahí están The Strokes o Franz Ferdinand, por ejemplo), el directo del dúo de Omar Rodríguez-López (guitarra) y Cedric Bixler-Zavala (voz) siempre fue uno de sus puntos fuertes. Lo justificaron con creces en su presentación en Santiago, como parte del The Mars Volta Tour 2023, que tiene al grupo de vuelta a los escenarios tras su reencuentro y regreso a la actividad musical.
Con un Movistar Arena adaptado a una parte de su capacidad (y no totalmente lleno), la audiencia esperaba impaciente el show, como dieron cuenta los efusivos aplausos cuando el grupo salió a escena con casi 20 minutos de retraso. De alguna forma, desde su célebre debut en el país en el marco del desaparecido Festival SUE, cuando Morrissey (siendo Morrissey) les cortó parte de su show, dejaron a la audiencia con ganas de más. Y en su regreso, le dieron al público lo que esperaban.
El set, para fortuna de los fans, estuvo cargado a los primeros años. Pasaron al menos seis cortes del fundamental De-Loused in the Comatorium (2003), lo que permitió a la banda lucir su propuesta expansiva. Lo suyo son los pasajes atmosféricos, las capas de sonido y la polirritmia intrincada que manejaba con soltura la buena baterista Linda-Philomène Tsoungui (para la que Bixler-Zavala pidió aplausos). La escenografía, diseñada como una suerte de conjunto de ventanas, más allá de concentrar juegos de luces no tenía mayor relación con el conjunto del espectáculo, pero no parecía importar.
Pese a la década de separación, la química entre Bixler-Zavala y Rodríguez-López se mantiene. El primero, tan fanfarrón y teatral como siempre, con su voz de tenor dominando los pasajes. A menudo bailando como en un trance, a lo Jim Morrison, pero con el aplomo de un crooner psicodélico. Mientras que el segundo, lanza sus cañonazos de ruido, jugando con el tono, más que con la precisión. Más cerca de Hendrix de la era Band of Gypsys, que del Clapton de Cream, alternando entre la agresividad de la distorsión, al trance de los riffs pasados por el pedal wah-wah.
La noche estuvo marcada por las largas suites. Doce canciones en algo más de dos horas, revelan un ánimo de extensión.
Piezas como la boleresca L’Via L’Viaquez, a la siempre inquietante Drunkship of Lanterns, tienden a crecer en sus versiones de directo. Con escasas pausas entre canción y canción, el show parece un continuo de atmósferas que puede volverse monótono.
Allí entran el par de canciones de su álbum de regreso, The Mars Volta (2022), en que sorprendieron a los fans con composiciones más breves y de una fibra pop mucho más directa; no es que se hayan vuelto Maroon 5, pero exploran el formato canción de una forma más decidida. Pero, conscientes de que tienen que cuidar el negocio, de alguna forma el grupo forja un acuerdo. Le da al público lo que desea, pero en estudio, ellos hacen y deshacen a su antojo. Un ánimo de exploración que de alguna forma se mantiene, sin hacerle ruido al fan militante. Un pacto de sonido firmado entre distorsiones, los porros que afloran desde la audiencia y las ganas de ver a una banda tan impredecible como irrepetible.