Columna de Marisol García: Con y sin lágrimas

Adele Francisca Valenzuela

Lo que suele calificarse de ‘auténtico’ en la música popular es casi siempre una construcción: la carita de pena en el cantautor de guitarra que recién se asoma a las tribulaciones adultas, el ademán fiero en la banda de bototos sin ideario político, la ropa tradicional en la cantante urbana de ambición global (“en el escenario, folclorizas tu voz”, denunciaban Los Prisioneros).



Sentado frente al crooner de pelo esponjoso, el entrevistador de Vanity Fair no cabía en su perplejidad: “¡¿Pero cómo?! ¿Me va a decir que su canción I write the songs no la escribió usted? ¿No siente que canta una mentira?”. Tranquilo, impasible, Barry Manilow no veía motivo para tanta agitación: “Pues no, porque la canción no es sobre mí ni sobre nadie, sino sobre el espíritu de la música —le respondió—. El primer verso dice: ‘He vivido desde siempre’; y por supuesto que ese no soy yo”.

Si hay una virtud malentendida en la música popular es la de la autenticidad: esquiva si se la persigue, imposible cuando se la promete; parece sin embargo irrebatible aquellas excepcionales ocasiones en que se muestra sin alardes. Lo que suele calificarse de ‘auténtico’ es casi siempre una construcción: la carita de pena en el cantautor de guitarra que recién se asoma a las tribulaciones adultas, el ademán fiero en la banda de bototos sin ideario político, la ropa tradicional en la cantante urbana de ambición global (“en el escenario, folclorizas tu voz”, denunciaban Los Prisioneros).

No es que su modo de presentarse sea falso ni ilegítimo; sino que no puede hacerse descansar allí la esencia de lo que sus canciones buscan compartir. La música auténtica consigue sobrepasar todo atuendo, todo gesto, toda alusión literal. De vestido largo, sin lágrimas en los ojos, Billie Holiday nos entregó la más poderosa canción que existe contra el racismo. Su canto acongojado nunca llevó datos autobiográficos asociados.

No ha podido el pop sustraerse a la amplificación de intimidades que caracteriza nuestra era de redes sociales, ese extraño no-lugar en el que narcisismo y victimismo conviven con cada vez más cercanía. En My little love, Adele samplea parte del diálogo que mantuvo con su pequeño hijo cuando le habló del divorcio de su padre. Juanes muestra a su familia completa en el videoclip de Cecilia, porque, ay, es tan duro dejarla atrás cuando se está de gira (por eso su nuevo disco se titula Vida cotidiana, asegura el colombiano). Y es su llanto real dentro de un auto correctamente iluminado que nos muestra Francisca Valenzuela en ¿Dónde se llora cuándo se llora?, acaso para certificar que el verso “a través del maquillaje no se ve el dolor” en su caso va en serio.

Expresar creativamente sentimientos es justamente parte del sentido de la canción popular, y entonces no hay cómo condenar el sinfín de muestras de privacidad tarareable que hoy se ofertan en el mercado de la música. Pero tampoco puede perderse de vista que no toda forma de privacidad expuesta califica por sí sola de honestidad a toda prueba; y que el desvío por la metáfora, el simbolismo o las dobles lecturas es, a veces, aun más revelador (pienso en el estupendo nuevo disco de la chilena Chini.png).

Si hay un campo que permite jugar con la construcción de la propia identidad es precisamente el pop. “El jazz es música; el swing es negocio”, dijo una vez Duke Ellington, como advirtiendo: en uno se explora, en el otro se brilla. Sólo los grandes músicos consiguen moverse con gracia entre esas dos facetas.

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