Las cosas se arreglan cantando: un relato de Jaime Bayly

Jaime Bayly

No son pocos los ricos que fijan residencia fiscal en las Bahamas. Deben pasar en el archipiélago un mínimo de ciento ochenta y tres días, poco más de medio año. La razón es tan simple como poderosa: si tienen domicilio fiscal en Bahamas, no pagan un centavo en impuesto a la renta global, es decir a la renta percibida en ese país y en todo el mundo.



El vuelo de Miami a Nassau dura cuarenta minutos, tiempo suficiente para que el escritor Barclays lea los periódicos en papel y coma un plátano. Su esposa Silvia, también escritora, se anuda en una crisis de nervios porque cree que el avión, en medio de una tormenta, va a precipitarse al mar. Barclays ha volado tantas veces sobre el Caribe que ya no se agita demasiado con las turbulencias. Los peores vuelos que he tomado, recuerda, viendo pálida a su esposa, eran unos de Dominicana de Aviación, hace cuarenta años, entre San Juan y Santo Domingo: esas chatarras sí que temblaban y amenazaban con hundirse en el mar, mientras los pasajeros rezaban en voz alta y aplaudían con estrépito cuando la aeronave aterrizaba por fin.

Durante el vuelo, una niña sentada detrás de los Barclays canta en francés a viva voz, secundada por una mujer adulta que la acompaña y no parece su madre, sino su nana. Al descender del avión, una señora uniformada anuncia, con un cartel llamativo, que está esperando a Luna Picasso para darle un recibimiento de persona altamente importante, o VIP, ahorrándole las filas odiosas. Barclays comprende entonces que la niña artista que cantaba en francés, Luna Picasso, es bisnieta del gran Pablo Picasso, nieta de Maya Picasso, que murió en diciembre pasado, e hija de Diana Picasso, que, hasta donde Barclays sabía, vivía entre París y Nueva York.

No son pocos los ricos que fijan residencia fiscal en las Bahamas. Deben pasar en el archipiélago un mínimo de ciento ochenta y tres días, poco más de medio año. La razón es tan simple como poderosa: si tienen domicilio fiscal en Bahamas, no pagan un centavo en impuesto a la renta global, es decir a la renta percibida en ese país y en todo el mundo. Solo tienen que pagar, pobrecitos, un acotado impuesto a la propiedad, si poseen una casa o un apartamento en las Bahamas. Ese impuesto equivale al uno por ciento anual del valor de la propiedad que ocupan, pero si es una mansión, el tope del impuesto a la propiedad es de treinta y cinco mil dólares al año, ni un dólar más. (En Miami, si poseen una casa que vale diez millones de dólares, pagarán más de cien mil dólares al año en impuesto a la propiedad, o sea, tres veces más que en las Bahamas).

El dólar local de Bahamas o dólar bahameño tiene una paridad de uno a uno con el dólar de Estados Unidos. A pesar de que el gobierno de Nassau no cobra impuesto a la renta, o precisamente por eso, los habitantes de Bahamas perciben un ingreso promedio de cuarenta mil dólares al año, es decir unos tres mil trescientos dólares mensuales, y además libres de impuestos. Por eso Bahamas, paraíso fiscal, es uno de los países más ricos de la América Latina y el Caribe, junto con Aruba y Puerto Rico. El ingreso per cápita de un habitante de Bahamas (tres mil trescientos dólares al mes), es muy superior al del chileno promedio (dos mil cuatrocientos dólares al mes), al del argentino (dos mil cien dólares al mes), al del colombiano (mil quinientos dólares al mes) y al del peruano (mil doscientos dólares al mes). Léase bien: en Bahamas, donde el gobierno no les confisca a los ciudadanos el impuesto a la renta, la gente gana, en promedio, mucho más que en Chile y la Argentina, que en Colombia y el Perú.

Cuando los Barclays salen del aeropuerto de Nassau, cae una lluvia copiosa. La ciudad está inundada. El chofer conduce lentamente. Habla en inglés como si estuviese cantando. Pasan por Old Fort Bay, el barrio cerrado donde vivían Shakira y Antonio. Se dirigen a Paradise Island, pasando el centro de la ciudad y recorriendo un puente moderno, iluminado por luces de colores y banderolas que celebran los cincuenta años de independencia, tras siglos de dominio inglés.

Al registrarse en el hotel, Barclays advierte de que la mujer de la recepción, con uñas pintadas de verde, pretende cobrarle una tarifa muy superior a la que pactó con el hotel meses atrás, al reservar dos suites. Amablemente, el escritor le hace notar el error o el abuso o la picardía, y la mujer corrige la tarifa y pide disculpas. Fue un error del sistema, dice. Sí, cómo no, piensa Barclays, que sabe muy bien que en las Bahamas no existe el sistema, ningún sistema.

Barclays, su esposa Silvia y su hija Zoe duermen en suites separadas: las mujeres comparten una suite con dos camas y el escritor ocupa una suite a solas. Es mejor así. Barclays ronca como un oso y eso perturba a sus mujeres. Ellas duermen con el aire acondicionado prendido y Barclays lo apaga. Ellas despiertan a las nueve de la mañana y Barclays duerme obscenamente hasta pasado el mediodía. Ellas bajan a tomar desayuno, Barclays solo bebe un café en su habitación.

La playa del hotel es un paraíso: arenas casi rosadas, aguas transparentes, refrescante temperatura del mar, tumbonas a la sombra con un artilugio negro que, al solo pulsarlo, llama a uno de los tantos camareros uniformados con camisetas celestes. No hay mucha gente, nadie mira a nadie.

Barclays comete entonces el error de usar el protector de sol que le regala el hotel. Debió llevar consigo uno desde su casa. El protector del hotel es altamente ineficaz. A la noche, Barclays no puede dormir: tiene un incendio en la piel, de los pies a la cabeza, se ha erisipelado como en su infancia, cuando su padre le prohibía usar protector de sol.

También en el paraíso hay contratiempos. Nada es perfecto, ni siquiera en las Bahamas.

La mañana siguiente, las mujeres Barclays se duchan largamente y, al salir, descubren que el baño entero se ha anegado. Llaman a la recepción y reportan el problema. Sin demasiado apuro, unas señoras llegan a secar el baño y luego un “equipo de ingenieros”, todos canturreando, aplican un sello a la ducha, a fin de evitar la filtración.

También en el paraíso las cosas se estropean y echan a perder. Nada es perfecto, ni siquiera en las Bahamas.

Un día después, regresan de la playa al final de la tarde y Barclays abre su clóset y descubre que toda su ropa, colgada primorosamente por él mismo, está mojada, pues una lluvia fría cae del techo. Llama a la recepción y reporta el problema sin levantar la voz. Poco después llegan las señoras uniformadas a secar el piso, los botones a llevarse la ropa mojada y el “equipo de ingenieros” a descubrir el origen de la filtración de agua desde el techo del clóset. Al tiempo que canturrean, los ingenieros encienden el aire acondicionado una y otra vez hasta que descubren que eso, el aire encendido, provoca la ducha fría de gotas voluminosas en el closet de Barclays. Por tanto, dicen los ingenieros, no podrá prender el aire, pues reparar la avería tomará unos días. No hay problema, puedo sobrevivir sin aire acondicionado, les dice el escritor, y les da una propina.

También en el paraíso se joden las cosas y quienes deben arreglarlas practican la sana costumbre de canturrear para no amargarse la vida. Nada es perfecto, ni siquiera en las Bahamas.

Un día después, a media tarde, en la playa, Silvia Barclays entra al mar, se sube a un gran flotador circular, se acomoda en esa boya de plástico transparente y cierra los ojos. Entretanto, en las tumbonas, a la sombra, su esposo y su hija leen. No advierten de que la corriente aleja lentamente de la orilla a Silvia. Profundamente dormida, ella, claro, tampoco lo advierte. Media hora más tarde, Barclays mira al mar para ver dónde está su esposa y descubre alarmado que está lejos, mar adentro, pasando la línea de flotadores. No hay salvavidas en la playa, pero el mar es manso, no tiene grandes olas. Barclays corre hacia las motos de agua, alquila una y entra al mar montándola a horcajadas, sintiéndose un superhéroe que va a rescatar a su doncella dormida en medio de un dragón, el mar, que amenaza con tragársela. En la moto de agua a toda velocidad, Barclays se siente de pronto un jovencito. Va a quince, veinte millas por hora, la máxima velocidad. No tarda en llegar al lugar donde su esposa, tendida en el gran flotador redondo, duerme la siesta eterna. La despierta:

-¡Mi amor, despierta, mira dónde estás!

Silvia abre un ojo y se queja, hablando como si fuera mexicana, acaso porque lleva días viendo un programa mexicano que acabó por ganar una señorita transexual a la que ella ama:

-¡Cómo chingas, güey, no la dejan a una ni dormir en paz!

-¡Un poco más y llegas a Bimini! -le dice su esposo.

-Ya, ya, no exageres -dice ella, y sube a la moto de agua, cargando el flotador.

Es el momento cumbre del viaje: Barclays ha salvado a su doncella de los dragones marinos y regresa a la arena, sintiéndose un héroe.

A la noche, en el mismo restaurante, en la misma mesa, los Barclays ríen a carcajadas cuando, una vez más, los camareros, todos ellos, diez o doce, le cantan feliz cumpleaños a algún comensal de aniversario, como si todos fuesen cantantes de ópera, haciendo una bulla descomunal. Por lo visto, sean problemas o sean celebraciones, las cosas en las Bahamas se arreglan cantando.