Columna de Rodrigo González: El Conde: el vampiro, su esposa, la juguera y el sirviente
El punto es saber si la broma de El Conde -ya disponible en Netflix- funcionará hasta el final o se quedará sin combustible en la mitad de la carrera. Aquí pareciera que andamos algo cortos de bencina, pero que el camino recorrido ha valido la pena.
Desde los créditos iniciales de El Conde, podemos intuir que esta película será una eterna contradicción y un desafío. Sus letras son góticas, estilo asociado con la gráfica de los grandes periódicos y también, por supuesto, con los nazis. Sin embargo, el color de las grafías es el rosa, una muestra de que esta historia no se toma nada muy en serio.
En fin, despejando las incógnitas, la ecuación se resuelve al comprobar que se trata de un filme sobre un personaje oscuro y tiránico, pero al que el director Pablo Larraín y su co-guionista Guillermo Calderón harán pasar por los sufrimientos y también los beneficios de ser más bien un bufón cansado y algo senil. En concreto, un chiste sobre Pinochet.
El punto es saber si la broma funcionará hasta el final o se quedará sin combustible en la mitad de la carrera. Aquí pareciera que andamos algo cortos de bencina, pero que el camino recorrido ha valido la pena.
Protagonizada por Jaime Vadell en el rol de Augusto Pinochet, Gloria Münchmeyer en el de Lucía Hiriart y Alfredo Castro como el sirviente de ambos, Fedor Krassnoff, El Conde es una fantasía de humor negro que reimagina al autoritario gobernante como un vampiro de 250 años de vida que vino a este mundo como un francés leal al rey en tiempos de la Revolución Francesa. Nacido bajo el nombre de Claude Pinoche, recaló en Sudamérica, siempre conservando su espíritu conservador, su apego al poder establecido y un especial gusto por los jugos de sangre, vísceras y otras menudencias humanas. Ya en Chile, Pinoche pasó a llamarse Pinochet.
Este líquido “smoothie” caníbal lo mantiene con vida y es difícil que algún día la pierda, pues el obsequioso Fedor (Alfredo Castro) siempre tiene la juguera a la orden con el viscoso alimento. Todos viven en una especie de gran estancia patagónica ubicada al final del mapa y enmarcada en un paisaje donde los vientos, la lluvia y la niebla son el ecosistema natural. Algo así como expresionismo alemán en medio de ninguna parte, quizás el mejor lugar posible considerando que Pinochet fingió su propia muerte y nadie sabe que está vivo y sonriendo en algún recodo austral.
El segundo elemento farsesco de El Conde son sus cinco hijos, una cáfila de abyectos buitres en busca de la herencia paterna y convocados al refugio invernal para reclamar una supuesta herencia. Interpretados por Antonia Zegers, Amparo Noguera, Catalina Guerra, Marcial Tagle y Diego Muñoz, se trata de personajes mediocres y sin la ambición paterna o materna. Claramente no les dio para ser vampiros. Un tercer vértice lo representa una monja que al mismo tiempo es contadora (Paula Luchsinger) y que para efectos dramáticos parece estar en otra película, distinta al tono mordaz de El Conde.
Es probable que El Conde sea de esas películas imperfectas y ambiciosas, tal vez malherida por tener una premisa tan buena como fugaz. O quizás deba ser vista con la distancia del tiempo, cuando si haga sentido el ultra citado aforismo de Marx que dice que la historia se repite dos veces, primero como tragedia y luego como comedia.