La mesa estaba servida y las delicias a punto. La invernal tarde del sábado 8 de septiembre de 1973, el poeta Pablo Neruda recibió en su casa de Isla Negra a unos familiares, con quienes quería compartir un almuerzo. Entre ellos estaba su sobrino, Rodolfo Reyes, quien al teléfono con Culto, recuerda cómo vio a su afamado tío, el Premio Nobel de Literatura 1971.
“Él se encontraba bastante bien, como siempre. Tranquilo, como era su modo de ser y cariñoso con mi padre, a quien quería mucho. Estuvimos contentos, almorzamos. Tenía una rodilla que le dolía, pero él no se veía mal. Estaba bien de ánimo”.
Para el frío invierno de 1973, Pablo Neruda seguía bastante activo. Se encontraba escribiendo a pesar de las dolencias del cáncer a la próstata que lo aquejaba. “Él era consciente de su enfermedad desde 1969. Le atendía el urólogo más importante de la época, el doctor Roberto Vargas Salazar, profesor de la Universidad de Chile”, comenta a Culto el historiador español Mario Amorós, quien publicó una biografía sobre el vate (Neruda. El príncipe de los poetas, 2015).
Amorós agrega que según las informaciones que tenía Neruda, la neoplasia no tenía un pronóstico tan malo. “Según Matilde Urrutia, días antes del golpe, el doctor Vargas Salazar le había explicado que en función de su cáncer, tenía una esperanza de vida de al menos cinco años”. De hecho, el tratamiento médico estaba siendo intenso. “Tuvo más de 40 sesiones de radioterapia en el Hospital Van Buren, de Valparaíso entre marzo y abril de 1973″, comenta el historiador hispano.
Pero entre esas idas y venidas de su náutico paraíso de Isla Negra a la fría sala de hospital, Neruda se encontraba trabajando en nuevos escritos. Así lo detalla a Culto el investigador nerudiano Abraham Quezada -quien está próximo a lanzar un nuevo libro sobre el vínculo del poeta con Perú-. “Había editado en febrero de 1973 el libro Incitación al Nixonicidio y alabanza de la revolución chilena y para 1974 preparaba siete nuevos libros, por su setenta cumpleaños”.
Uno de esos siete proyectos eran sus recuerdos. “En esos días, estaba redactando sus memorias, las estaba escribiendo porque veía que le quedaba poco. Aceleró sus trabajos memorialísticos, pero de manera desordenada, no de manera coherente”, explica Quezada. Es lo que posteriormente conoceremos como Confieso que he vivido, publicado en 1974.
No solo su familia iba a verlo. El 12 de julio de 1973, día de su cumpleaños 69, recibió una visita importante, literalmente desde el cielo. Dejando una brumosa polvareda, un helicóptero aterrizó en Isla Negra trayendo al Presidente Salvador Allende y a la primera dama Hortensia Bussi, quienes llegaron para almorzar con el poeta y Matilde Urrutia. “También se encontraba Miguel Otero Silva, el escritor y periodista venezolano, a quien el Presidente Allende confesó que había encontrado a Neruda en buen estado de salud -agrega Mario Amorós-. Aquel día fue la última vez que el Mandatario y Neruda se vieron las caras”.
El último septiembre
El golpe se sentía en el aire. Pese a que Salvador Allende buscaba afanosamente una salida política, su destino parecía sellado. Para Neruda la vida continuaba. Tras el almuerzo con su familia, tenía agendada una importante reunión en su casa de Isla Negra, para el martes 11 de septiembre. No sería cualquier cosa. Matilde Urrutia la recordó en su libro Mi vida junto a Pablo Neruda (1987).
“Ese día llegaría a Isla Negra Sergio Insunza, nuestro abogado y gran amigo que en ese momento era ministro de Justicia de Salvador Allende. Llegaría con los estatutos de la Fundación Pablo Neruda, con el testamento de Pablo y con los planos y la maqueta de la que sería la casa principal de la Fundación, en Punta de Tralca. Todo estaba listo para la firma, que se haría ese día”.
El proyecto de Punta de Tralca -que recibió el nombre de Cantalao- iba tan en serio que para la tarde Neruda iba a recibir otras importantes visitas al respecto. “A las 17.00 horas iban a ir los rectores de la universidades de Chile, Católica y la Universidad Técnica del Estado a ver el proyecto”, comenta Abraham Quezada.
Sin embargo, el golpe lo frenó todo. Por la radio, Urrutia y Neruda fueron conociendo las primeras informaciones y los bandos de la junta golpista. Así lo recordó Urrutia en su libro. “De pronto, la voz de Salvador Allende. Pablo me mira con inmensa sorpresa: estábamos oyendo su discurso de despedida; sería la última vez que escucharíamos su voz. ‘Esto es el final’, me dice Pablo con profundo desaliento. Yo protesto: ‘No es verdad, esto será otro tancazo, el pueblo no lo permitirá”.
Nervioso, el hombre de Residencia en la tierra siguió sintonizando frenéticamente las radios, como haciendo un zapping de voces que le permitiera armar el puzzle de lo que ocurría. Moviendo la perilla de un lado a otro, sintonizó la onda corta, gracias a la cual se enteró de la noticia terrible. “Supimos más tarde, por una radio de Mendoza, la muerte de Salvador Allende”.
Al atardecer de ese día 11, mientras la junta anunciaba que las cámaras quedarían en receso “hasta nueva orden”, el cuerpo enfermo de Neruda reaccionó. Una fiebre comenzó a aquejarlo. Matilde, frenética, ubicó por teléfono al médico de cabecera del poeta, en Santiago, quien recetó inyecciones. Pero, ¿quién las pondría? el país estaba en toque de queda, por lo que Urrutia corrió el riesgo y fue a buscar a una enfermera en El Tabo para que procediera. Esto se logró y la fiebre bajó.
Luego, el 14 de septiembre, Neruda le dictó algo a Matilde, en un intento de retomar la normalidad: “Era el último capítulo de las memorias”. Mientras ello ocurría, un camión con una patrulla militar aparcó afuera de la casa. El oficial a cargo pidió revisar el lugar en busca de armas. “Pablo les dijo: ‘Cumplan ustedes con su deber. La señora los acompañará”. Sin encontrar nada, se retiraron.
El 18 de septiembre volvió la fiebre. Esta vez, el médico decidió mandar una ambulancia para trasladar al poeta a Santiago, a la Clínica Santa María. Esta llegó al día siguiente. A la altura de Melipilla, comenta Matilde, fueron detenidos y revisados por una patrulla militar. Tras ello, lograron llegar a la capital e internar al poeta.
Por esos días de incertidumbre y horror entre los partidarios del depuesto gobierno, a Neruda le llegó una oferta a la misma sala de hospital. A través del embajador, el Presidente de México le ofreció un avión para sacarlo del país. Según comenta Matilde Urrutia, el poeta lo rechazó. Sin embargo, ante la insistencia del embajador y de la misma Matilde, el 20 de septiembre Neruda accedió, aunque solo por poco tiempo.
Rodolfo Reyes lo comenta: “Lo que rechazó fue la posibilidad de asilo. Él nunca quiso asilarse. Finalmente aceptó hacerlo como invitado. El tío lo agradeció, y se iba a ir el domingo 23 de septiembre. Mandó a Matilde a buscar unas cosas a Isla Negra junto a Manuel Araya, su chofer, y cuando estaban ahí, Neruda llamó a la hostería -porque no tenían teléfono con la casa- y avisó que le habían colocado una inyección en el estómago. Ahí se vinieron inmediatamente de vuelta”.
Matilde Urrutia recordó esa llamada en su libro, aunque no menciona una inyección en ese momento, sino más adelante. “Me fui a la isla con una lista de libros que Pablo quería llevar. Estaba allí, recogiendo algunas cosas para el viaje, cuando sonó el teléfono. Era Pablo. Me pedía que regresara inmediatamente. ‘No puedo hablar más’, me dijo”.
Al arribar, Matilde Urrutia encontró despierto a su esposo, este comenzó a agitarse pensando en lo que ocurría en el país. Ahí la mujer comenta que vino personal de la clínica. “Viene la enfermera de turno. Ve que Pablo está fuera de sí. ‘Le pondremos una inyección para dormir’, me dice en forma indiferente”.
Hacia la tarde del 23 de septiembre todavía no despertaba. De repente, un temblor agitó su cuerpo y revolvió las sábanas, Matilde pensó que despertaría, pero fue un espejismo. “Me acerco. Había muerto. No recobró el conocimiento”. Eran las 22.30 de la noche cuando se apagó la voz del poeta que le cantó a América.
Rodolfo Reyes recuerda lo que le comentó Manuel Araya. “Él señaló que tenía un punto rojo en el estómago donde le colocaron la inyección. Luego, a él lo sacaron de la Clínica, le pidieron que fuera a comprar un remedio. Lo detuvieron, lo golpearon, y en la noche lo llevaron al Estadio Nacional”. Para él, no hay dudas de que el deceso se debió a la inyección. “Ahí mi tío se agravó. Posteriormente laboratorios de Dinamarca y Canadá ratificaron la gran cantidad de clostridium botulinum y la bacteria Alaska E 43. Fueron cosas que nunca debieron haber estado y eso concluye que se le quitó la vida. Derechamente, hubo intervención de terceros”.
Por entonces, se encontraba en Santiago el joven fotógrafo brasileño Evandro Teixeira, quien recuerda a Culto: “En la terraza del Hotel Carrera supe que Pablo Neruda estaba siendo trasladado de Isla Negra a la Clínica Santa María. Fui al hospital, obtuve la confirmación, pero no pude verlo. A las 10 de la noche llamé al hospital y me enteré de que Neruda había muerto. Esperé a que terminara el toque de queda y a primera hora de la mañana siguiente, partí para la clínica. Claro que nadie podía entrar, estaba cercada por soldados en la puerta”.
“Entonces, de repente, se abrió una pequeña puerta a un costado y no lo pensé dos veces, simplemente entré y ya tomé la primera foto al encontrarme con el cuerpo de Neruda en una camilla, al lado de la viuda Matilde, en un pequeño cuarto. En seguida, después de tomar el primer fotograma, le hablé a Matilde y me identifiqué como fotógrafo brasileño amigo del escritor Jorge Amado, con quien Neruda tenía estrechos lazos. Ella, asustada, me respondió prontamente: ‘hijo mío, tu presencia aquí es muy importante, quédate con nosotros’”.
Velatorio en ruinas
Con todo lo enorme que era el cuerpo del poeta, se tuvieron que tomar medidas especiales para poder ingresarlo al féretro, el lunes 24 de septiembre. “Hubo que sacarle los zapatos al tío, porque no cabía en el ataúd”, recuerda Rodolfo Reyes. El lugar escogido para velarlo fue una de las casas del Nobel, La Chascona, en el barrio Bellavista de Santiago, aquella construcción de paredes azules donde habían vivido juntos sus primeros años Matilde y Neruda, con vista a la Cordillera y por donde corría un pequeño arroyo que regaba los jardines. Sin embargo, cuando el grupo de deudos arribó junto al cadáver, el panorama era peor que nunca.
“Llegando a la casa, nos sorprendió un escenario desolador. Ese arroyo que había antes, se había convertido en un río, ya que los soldados, desde lo alto del terreno, habían roto la represa, y tuvimos que improvisar un puente de madera para el paso del cuerpo y de la gente hacia la casa. Dentro del inmueble, todo destruido. Y fue en ese ambiente que se realizó el velorio, con pocos amigos y aún sin nadie de la prensa, solo yo”, rememora Teixeira.
Rodolfo Reyes recuerda: “Yo llegué a La Chascona cuando recién traían al tío Pablo en el carro mortuorio. Me encontré con la casa inundada, y totalmente destrozada. Vi a la tía Matilde y solo nos dimos un abrazo. Ya había llorado todo, estaba pálida, con sueño, cansada. A Neruda se le veló en la terraza del segundo piso. Era un lunes en la mañana, muy poca gente, todos teníamos miedo. En ese momento, Matilde quiso que dejáramos la casa tal como estaba, saqueada, y afortunadamente llegó la prensa internacional”.
Al día siguiente, martes 25, se hizo el funeral en el Cementerio General. La romería partió desde la Chascona rumbo al camposanto. A paso lento, doloroso. “Por la mañana, partimos al cementerio, cuando, ahí sí, comenzó a reunirse una multitud y toda la prensa, mientras se fue difundiendo la noticia del fallecimiento y el entierro -recuerda Teixeira-. El Ejército acompañó todo el recorrido y rodeó el cementerio, el temor de una masacre allí era enorme, pero creo que no ocurrió por la presencia masiva de la prensa internacional”.
“Lo acompañábamos con muy poca gente y se fueron uniendo otras personas en el camino, con mucho temor -recuerda Reyes-. Cuando llegamos al Cementerio General, la gente comenzó a gritar ‘Pablo Neruda presente’. Creo que esa fue la primera ocasión de rebeldía que tuvo Chile después del golpe. Fueron muy valientes los que estuvieron en el Cementerio General, algunos recitaban sus poemas. Afortunadamente no pasó nada porque varios embajadores acompañaron: de Suecia, Suiza y de otros países”.
El cuerpo de Neruda fue sepultado en un espacio cedido temporalmente por la familia Dittborn, y siete meses después fueron trasladados al nicho 44 del módulo México. Solo en 1992 pasó a Isla Negra, como era su deseo.