Ariel Dorfman, escritor: “Mi imaginación me puede llevar a suplir lo que la historia me negó”

Ariel Dorfman wsp

Allende y el museo del suicidio, se llama la novela que el afamado escritor y dramaturgo publica en nuestro país, donde da una particular mirada a la figura del Mandatario socialista. En rigor, a lo que fue su muerte. En charla con Culto, desmenuza la novela y revive un período que no ha olvidado.


En los intensos días finales de la Vía chilena al socialismo, al joven Ariel Dorfman, por entonces asesor cultural del Presidente Salvador Allende, le correspondía quedarse una noche de guardia en el Palacio de La Moneda. Sin embargo, decidió cambiarse con un compañero a quien le tocó enfrentar el golpe. El resto es sabido, incluyendo la muerte del Mandatario. Esa palabra, a veces tan grande y enigmática, a Dorfman le quedó resonando como un eco permanente. Ahí es cuando nacen las ideas.

De esta particular búsqueda nació una novela, que acaba de llegar a los escaparates chilenos a través de Galaxia Gutenberg: Allende y el museo del suicidio. Es lo nuevo del destacado escritor y dramaturgo, conocido mundialmente por La muerte y la doncella (1990). Una narrativa en que un protagonista llamado Ariel -que aclara, es una versión ficticia de sí mismo- se encuentra con un multimillonario, Joseph Hortha, quien planea colocar un curioso invento digno de la inventiva de Jorge Edwards: un museo del suicidio. Para ello, hay que dilucidar la pregunta si efectivamente el Mandatario socialista se quitó la vida o no.

“A mí siempre me están rondando cantidad de ideas que esperan un momento propicio para expresarse (en ficción, teatro, poesía, ensayo o hasta ópera o épica musical) -comenta Dorfman a Culto-. Hacía años que quería escribir sobre un exiliado que retorna a Chile para investigar la muerte de Allende, si era cierto que se había suicidado como anunció la dictadura o había combatido hasta ser asesinado como proclamó Fidel Castro junto a tantos otros. Pero se me escapaba la identidad del ‘detective’ hasta que, hacia fines del 2019 se me ocurrió que podía mandarme a mí mismo, bueno, un personaje que cargaba con mi nombre, cronología, amigos”.

Ariel Dorfman wsp

“Porque yo tenía, en la vida real, una motivación muy especial para llevar a cabo aquella pesquisa: había estado trabajando en La Moneda los últimos meses del gobierno de la Unidad Popular, había jurado estar al lado de Allende hasta el final, pero por una serie de casualidades que mi libro despliega no llegué a estar allí (entre ellas, cambié de turno con Claudio Jimeno, al que capturaron y ejecutaron los militares, mientras que yo sobreviví). Pero descubrir que era posible sobreponer esa secuencia ficticia a mi vida real (yo sí retorné a Chile del exilio en 1990) no fue suficiente para dar comienzo a la escritura. Si se trataba de explorar porqué alguien puede (o no) suicidarse, lo que Camus llama la decisión que tomamos (o no tomamos) cada día al despertar, era necesario cruzar esta búsqueda con otra obsesión mía sobre el suicidio: el de la humanidad, que se está auto-destruyendo, suicidándose, básicamente debido al apocalipsis climático”.

¿Cómo fue el proceso de escritura?

Establecidas estas bases, el desafío era grande. El contorno y las fechas de mi vida histórica son absolutamente fehacientes e inamovibles y, sobre todo, predecibles. ¿Cómo, entonces, forjar una novela que sea “impredecible”, utilizando a propósito la palabra con que Juan Gabriel Vásquez elogia Allende y el museo del suicidio en un comentario en El País? Introduciendo otro protagonista, Joseph Hortha, un billonario excéntrico, sobreviviente del Holocausto, que manda a “Ariel” (el personaje) a Chile a indagar sobre la muerte de Allende, que es un héroe para él, habiéndole salvado dos veces la vida. Pero hay otro motivo, que sabremos eventualmente: Hortha necesita saber la verdad sobre los últimos minutos del presidente para decidir cómo incorporarlo en un Museo del Suicidio con que, delirantemente, desea despertar a la humanidad de su ciega carrera hacia el abismo. Hortha, igual que el narrador, esconde todo tipo de oscuros secretos y culpas, y esto le da tensión a la novela, la hace, en efecto, impredecible, sorprendiéndome a cada rato, lo que creo que le otorga – y los críticos hasta ahora están de acuerdo – un movimiento compulsivo al argumento, hasta, como lo señala Colum McCann, un último momento revelador lleno de gracia. En todo caso, lo que creía que me iba a tardar un año, me llevó tres.

Ariel Dorfman wsp

Si bien, al comienzo cita que todos los personajes son ficticios, usted aparece como un personaje en la novela. ¿De qué manera ese personaje es y no es usted mismo?

En una escena temprana de la novela, Hortha le pregunta a ese alter ego mío, qué pasaría si decidiera introducirse en un libro de ficción, y ese “Ariel” responde que sería imposible, no tendría la distancia necesaria (es un guiño al lector, claro, porque está leyendo precisamente una novela que introduce al autor como personaje). Pero agrega que, en el caso de que llevara a cabo tal tarea imposible, sería inmisericorde consigo mismo, le daría a ese personaje que lleva su nombre una serie de flaquezas e imperfecciones, para hacer más interesante la lectura. Y es lo que hice: cargué a ese “Ariel” con problemas que no tengo (o creo no tener, por lo menos). Era fundamental que apareciera como un ser muy traumatizado, mentiroso, bastante cobarde, un detective ineficiente, lo que le permite también evolucionar, redimirse. Fue muy atrevido hacer eso con mi “persona” (que significa máscara en griego) y bastante divertido. Margaret Atwood me dijo una vez que los novelistas escriben para esconderse. En este caso, tal vez exponerme de esa manera, a plena luz, sea el mejor escondite. Y, de todas maneras, me liberó a mí, el autor verdadero de un trauma también verdadero, escribir el texto fue sumamente terapéutico. Agrego, además, que este experimento me permitió subvertir el género de la “autoficcion” tan en boga. Es parte de mi modo de hacer literatura: tomar algo muy popular y torcerlo para que revele sus mecanismos. Lo hice en La Muerte y la Doncella (un thriller que rompe las convenciones), con Konfidenz (la novela de espías), con Apariciones (la novela de fantasmas) y con La Nana y el Iceberg (la picaresca). Hay que ser transgresivo.

¿Qué le atrae de la figura de Salvador Allende para hacer una novela en torno a su muerte?

Fuera de que considero, como muchos otros en el mundo, de que es una de las grandes figuras políticas del siglo XX, le debo doblemente la vida. Primero, porque fue su vía pacífica al socialismo, los cambios estructurales sin derramar la sangre de los opositores, la que me salvó de unirme a alguna organización chilena de izquierda que, como tantos en América Latina, preconizaba la violencia como único camino para tomar el poder, es decir, me salvó de morirme en alguna zona rural o urbana. Y luego, en su último discurso, nos dice que no sacrifiquemos nuestras vidas, que hay que sobrevivir y vivir para un futuro que será luminoso. Más allá de esas razones personales, su muerte anuncia el fin de una era en la historia de Chile y el comienzo de otra que todavía nos persigue. Volver a los instantes antes de que muera es, para mí, ahondar en el enigma de nuestro país y retornar al edificio y al momento donde no estuve presente. Mi imaginación me puede llevar a suplir lo que la historia me negó.

Salvador Allende

¿Es una obsesión la muerte para usted?

No suelo revelar en entrevistas cuáles incidentes narrados en el libro son históricos y cuáles son inventados, pero en este caso hago una excepción. El narrador viaja en un avión a Londres y no puede dormir (por muchos motivos que los lectores tendrán que descubrir). Angustiado, escucha a un niño en un asiento cercano que despierta de una pesadilla, pidiéndole a sus padres que lo sostengan porque cree que el avión se está cayendo. Al narrador eso le recuerda su infancia, cuando su papá le explicó lo que significa la muerte, algo que nos sucede para siempre jamás, una soledad sideral que tendrá que sufrir. Tuve yo esa conversación con mi padre cuando yo era niño y la utilicé para mi narrador, porque el padre lo consoló (como lo hizo el mío conmigo) diciéndole que mientras existiera la humanidad, nadie está solo, estamos acompañados por los que vinieron antes y los que vendrán después. Pero como esta novela y su billonario plantean que es probable que no venga nadie después, porque vamos a desaparecer como especie, ese incidente de mi propio pasado me sirve para abrir un asunto terrible: si no hay quién nos lamente, nos entierre, nos recuerde, qué sentido tiene la existencia. Los desaparecidos de Chile terminan por ser representantes de los humanos del futuro, en peligro de extinción.

¿Qué considera que fue lo más dificultoso en la escritura de esta novela?

Dos desafíos. El primer: tenía yo varios proyectos de otras novelas que quise integrar en esta narración, porque es probable que me faltará la salud o la energía para darles término. Un detective asilado en una embajada después del golpe, que debe descubrir la identidad de un asesino que mata a los refugiados. Un fotógrafo de bodas que puede pronosticar el futuro de las parejas que retrata y que se enamora de una de las novias y decide sabotear ese matrimonio para quedarse con esa mujer. La extraña suerte de los niños holandeses ocultos durante la ocupación nazi. Todas estas secuencias y otras, fueron incorporadas en la trama principal, lo que no fue fácil, podría haber parecido artificial o artificioso y creo que con éxito, ya que Sergio Ramírez estima, en una opinión en El País, que esa estrategia hace que mi texto sea cervantino. El otro desafío era cómo resolver el misterio de la muerte de Allende, ya que los thrillers requieren algún tipo de cierre satisfactorio. ¿Cómo hacer para que las dos tesis, la del suicidio y la del asesinato, fueran igualmente verosímiles? Y eso lo logré, casi milagrosamente, casi inesperadamente, diría. Y el lector es el que tiene que decidir cuál de estas interpretaciones y testimonios le hace más sentido.

Salvador Allende
Salvador Allende. Archivo Copesa.

Usted también es dramaturgo, ¿ha pensado realizar una versión teatral para esta novela?

Mi experiencia con adaptar mis propias novelas al teatro me hace pensar que es mejor no intentarlo. Hice una versión de Viudas que sólo terminé cuando se me unió Tony Kushner (él estaba escribiendo paralelamente Angels in America) y fue un proceso interesante pero laborioso y no quise reiterar la experiencia con otros libros, aunque sí adapté Konfidenz para un radioteatro de la BBC. Me extrañaría que el argumento central de Allende y el museo del suicidio diera para una obra teatral, pero dos de las novelas incorporadas (los asesinatos en la embajada y el fotógrafo de bodas) contienen material como para armar un par de películas. Estoy conversando la historia del fotógrafo con la productora londinese de dos proyectos míos para el cine que ya están bien encaminados (Konfidenz y La Rebelión de los Conejos Mágicos). La historia de los asesinatos en la embajada tendría que hacerse en Chile. Veremos si hay interés.

En la novela se exponen los dos caminos, “las dos almas” de la Unidad Popular. La vía pacífica y la violenta. El “Avanzar consolidando” y el “Avanzar sin transar”, en la novela usted reconoce que si bien estuvo tentado con la segunda, volvió a la primera. ¿Cree que esa diferencia fue fatal para el proyecto de la UP?

No creo que la novela plantee ni tampoco yo, que había “dos almas” en la Unidad Popular. Por el contrario, se muestra que el espíritu central de la Unidad Popular, de Allende y de los que votaron por ese proyecto, era decididamente democrático. Lo que sí muestra la novela es que había quienes, adentro y afuera de la coalición del gobierno, sospechaban de esa vía pacífica, porque pensaban que los dueños del poder siempre iban a resistir con las armas a cualquier tentativa de crear una sociedad diferente. Se trata de una novela y no de un tratado o un ensayo y me interesaba tener un personaje que representara plenamente esa vía insurreccional. El de Allende fue un experimento inédito y, por ende, no había lecciones previas para orientarse, todo tuvo que inventarse, y a la medida que la oposición se hizo más dura y violenta fueron surgiendo ambigüedades respecto a la viabilidad de algo tan nuevo. La disyuntiva entre “Avanzar Consolidando” y “Avanzar Sin Transar” nació de contradicciones reales sobre cómo actuar frente a una crisis de poder, si acelerar o negociar, pero en ambos campos se entendía que si había un golpe era necesario oponerse a esa ruptura de la legalidad con todos los instrumentos posibles. Nos estaban saboteando, mataron al edecán de Allende, y antes de la asonada militar estaban torturando a campesinos y obreros cuando allanaban predios y fábricas, nos atacaban milicias nazis durante marchas pacíficas, así que la violencia no la pusimos ni iniciamos nosotros. Pero que existía suspicacias respecto a la vía misma de parte de sectores de izquierda, no puede dudarse.

Usted fue asesor cultural durante el gobierno de Allende, ¿cómo lo recuerda a él en lo personal?

El narrador de la novela llega a la conclusión de que ha conocido mejor a Allende investigándolo tantos años más tarde que cuando compartieron el mismo espacio y respiraron el mismo aire. No quiero debilitar el impacto de mi propio acercamiento ficticio de él y su inmensa multiplicidad presentando mis experiencias personales, inevitablemente limitadas, pero puedo por lo menos decir que rara vez conocí un hombre más compasivo y cálido. ¡Y qué sentido del humor! Esto queda retratado, en la novela, en un incidente que demuestra el terror que sentía de los terremotos, pero los lectores tendrán que adentrarse en la novela si quieren saber más.

¿Cuál es su reflexión acerca de los 50 años del golpe?

Viniendo de la experiencia reciente de escribir un libro sobre Allende y el golpe que es complejo y multifacético, me preocupa la falta, precisamente, de complejidad para asumir el pasado, tanto de parte de algunos en la izquierda y muchos en la derecha. Pero es la derecha, digámoslo claramente, la que perdió la oportunidad para enfrentarse a su propia culpa en la conspiración para derrocar al presidente legítimo y reconocer de qué manera tantos entre sus adictos se beneficiaron con la dictadura. Yo soy de los que creen firmemente que una derecha democrática – no cavernaria, como lo expresó bien Vargas Llosa – es imprescindible para que tengamos una convivencia nacional y salgamos todos juntos de los muchos atolladeros del presente y del futuro. Y había signos promisorios (y todavía los hay) entre algunos jóvenes de la UDI, RN y especialmente Evópoli, que indicaban que ellos se sentían flexibles herederos de la tradición de Burke, el gran conservador británico, y no rígidos hijos o nietos de Pinochet. Hemos retrocedido respecto a consensos que se habían ido creando lentamente sobre los derechos humanos y el repudio a la violencia como un modo de resolver las crisis que nos aquejan. Es lamentable que por miedo o por conveniencia no haya habido la grandeza por parte de la derecha tradicional para llevar a cabo el tipo de examen de las propias acciones que hicimos muchos de los seguidores de Allende. No se trata de crear una verdad oficial y única. Escribí en el New York Times que estoy de duelo hace cincuenta años, lamentando la muerte de Allende y de tantos otros compañeros y compañeras, y recordé esos años de la Unidad Popular como los mejores y más alegres y liberadores de mi vida, pero también reconocí que lo que a mí me llenaba de júbilo demasiados compatriotas lo sintieron como un asalto a su identidad y a su propiedad. Cuando Pinochet estaba agonizante en el Hospital Militar yo me acerqué a una señora que lloraba a mares y le dije que entendía que le doliera que su líder iba a morir y le pedí que ella comprendiera entonces el dolor que habíamos tenido los opositores del general. Es una escena que puede verse en un filme sobre mi vida que compitió para el Oscar de mejor documental. Yo le digo a ella: si nosotros pudimos reconocer nuestros errores, ¿por qué ella y los suyos no podían reconocer los terrores que habían creado? Es una pregunta que sigue vigente. Y otra que hice en la televisión a un diputado derechista que prefiero no nombrar: ¿Cuándo supo Ud. que torturaban en Chile? ¿Y qué hizo para que no se siguiera torturando? Hasta que los líderes de la derecha no tengan la valentía y la madurez de responder a esas preguntas, van a seguir polarizando el país y dividiéndolo. Agrego, esperanzado: valoro cada gesto de la gente de derecha para superar la confrontación incesante que parece estar devorándonos.

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